Authors: José Luis Sampedro
Sí, me apena Krito, quiso comprarme para provocarle, para que Ahram se fijara en mí, y ahora parece arrepentido, lo advertí esta mañana, ¿por qué?, ¿no quiere ya unirnos?, un hombre complicado, todo en su cabeza, quiere a su modo, pero voy comprendiéndole, Ahram no le comprenderá nunca, me ha contado su infancia, su historia, cómo conoció a Ahram, cómo le salvó la vida, Ahram no le podrá comprender, ¡son dos hombres tan distintos!, cuando me dijo que Krito le propuso comprarme lo contó burlándose, con sarcasmo, ¡ay, Ahram, tan astuto en negocios y tan ignorante en eso! Krito conmueve, y tú desdeñando sus enseñanzas, riéndote de sus filosofías y poemas, menos mal que yo las aplicaré a ser más para ti, para acercarme al niño Ahram, ese que llevas dentro, Krito conmueve pero con todo su saber no acierta, anda perdido, ¡cómo se repliega!, como las actinias y las caracolas, en tanto tiempo no he conseguido que me enseñe su casita verde, ahí a pocos pasos, su cubil, ¿cómo será?, no cabe mucho, ¿otra cueva como la de Ahram?, ¡ah, pero la veré!, lo necesito para conocerle, ¡qué lástima me dio esta mañana!, «¿adonde hubieras ido tú conmigo?», dolorida pregunta, se me quedó clavada, ¡pues al amor!, a otro amor claro está, ¡hay tantos amores!, los hombres creéis que sólo hay uno, el de vuestro pene poseyendo, pero cada cuerpo habla su lenguaje, el de Ahram es sencillo, ¡pero tan fuerte, tan vivo!, el tuyo es complicado, Krito, se te desparrama, pero eres más hombre de lo que te figuras, a veces tu mirada te delata, aunque tú no lo sepas, entiendo más que tú, en el burdel de Bizancio se confesaban ellos con nosotras, decían hasta lo que ignoraban de sí mismos, Ahram llevando un niño sin saberlo, en ese cuerpo de roca y fuego que me hace llegar a donde nadie jamás, ¡cómo me remonta a las estrellas!, pero un niño, sus proyectos son sus juguetes, ¡y les dedica su vida!, como si no hubiera más que eso, pero también quiero al niño, soy tu madre igual que tú eres padre mío, porque me hago nada en tus abrazos, aun sintiéndolo todo, descansa ahora, ya te despertarás guerrero a media noche, volverás a mí, disfrutas como un niño, cómo te relamías con el pescado, «nunca le he visto tan contento», me dijo bajito Ushait, ni yo he sido nunca tan feliz, hasta llegar a ti, hasta que me completaste convirtiéndome en Mujer… ¡Y pensar que si no hubiera sido por Krito no nos hubiéramos encontrado nunca!, no hubieses vivido lo bastante para tenerme en tus brazos, te hubieran matado los lapidadores samiotas, ¡qué horrible pensamiento!
La multitud se agolpaba contra la barrera que la separaba del área reservada al tribunal. El juicio había sido convocado con urgencia porque el delito era de impiedad, el más grave de todos y cometido además por un extranjero. En Samos la pena de los culpables era la de lapidación por el pueblo entero, que por eso llenaba el recinto con morbosa expectación.
En el estrado se había sentado ya el magistrado, con el secretario y el escribano a su lado. Cerca, de pie, el heraldo y a un lado los bancos de madera cubiertos de esterilla para los jurados previamente elegidos, que tenían ante ellos las dos urnas, la negra y la rojiza, en las que, al final, depositaría cada uno su guijarro adverso o favorable al reo. Éste se hallaba de pie, entre dos arqueros, frente al juez y a la vista del pueblo. Un hombre de unos treinta y cinco años, vestido con una túnica oriental y un turbante, contemplaba impasible la multitud. Su serenidad en tan difícil trance excitaba la admiración de algunos pero también la indignación de la mayoría, que la interpretaba como prueba de su impiedad.
A una señal del magistrado el heraldo reclamó silencio y se leyó el acta de acusación. Los hechos eran sencillos: el acusado, de nombre Ahram y origen sabeo, ciudadano romano residente en Alejandría, había llegado la víspera con fines comerciales en un velero del que era propietario. Aquella mañana había desembarcado temprano, había alquilado un caballo al tratante local y requerido la compañía de un guía para visitar a algunos productores de los famosos vinos de la isla. Seguido del guía en otra cabalgadura atravesó la ciudad y salió por la puerta del sur. Al pasar ante el famoso santuario de Hera, patrona y protectora de la isla, salía del templo la procesión que todos los meses honraba al Escudo simbólico de la protección dispensada por la diosa a los samiotas, con escolta de hombres de armas y de trompeteros y cimbalistas. Ante el desfile mandaban las leyes detenerse a los transeúntes a los lados del camino; pero el reo, en lugar de atender a la correspondiente advertencia del guía, espoleó a su caballo al pasar el Escudo, chocando contra él y contra los dos oficiales que lo transportaban, y haciendo caer al suelo la sagrada enseña. Sacrilegio semejante no se recordaba hubiese ocurrido jamás.
No hizo falta llamar a testigos porque el reo reconocía los hechos. Al serle concedida la palabra fue muy breve. Proclamó su inocencia, negando haber querido ofender a la esposa de Zeus, y atribuyó lo ocurrido a un imprevisto y misterioso arrebato del caballo, que él no pudo dominar por no ser buen jinete sino un hombre de mar. Además, como extranjero, no conocía las leyes que pudieran quizás favorecerle y solicitaba la ayuda de un orador para que pleitease en su nombre.
El público emitió murmullos insatisfechos pero el magistrado, en un caso tan grave, consideró justo que el reo tuviera todas las garantías procesales y mandó al heraldo que anunciase si alguien quería hablar en favor del reo; convencido, por otra parte, de que siendo éste desconocido en la isla no surgiría ningún defensor. Sin embargo, entre la masa de público se destacó un hombre abriéndose paso entre los guardias. Muy pocos le conocían porque no llevaba mucho tiempo en la isla, procedente de Esmirna; sólo algunos recordaban a su padre, muerto tiempo atrás, y sabían que era Krito, de Teos, la ciudad jonia situada en la costa, al otro lado del golfo. El magistrado le concedió la palabra y dio la vuelta al reloj de arena que, situado sobre su mesa, marcaría el tiempo límite para el orador.
Pronto se vio que aquel hombre, de unos veinticinco años, no era ningún principiante. Comenzó ganándose la atención del público al afirmar que, no obstante lo dicho por el acusado, no se presentaba él a defender su inocencia porque sin duda era culpable. Ahora bien, era preciso determinar su delito, que no era ciertamente el de la impiedad, ya que no se podía suponer que nadie, aun desconociendo las leyes referentes a la conducta pública durante la procesión, llevara a cabo un atropello tan contrario a sus propios intereses de congraciarse con los samiotas para realizar negocios. ¿Acaso, entonces, no había ningún delito de impiedad? Al contrario; ésta había sido cometida, pero no por el acusado sino por su caballo, posiblemente movido por un dios o un demonio.
Se oyeron murmullos de escepticismo y gritos rechazando lo que consideraban un truco pero el orador recordó, y el magistrado hubo de asentir con el gesto, la existencia de la antigua ley que, en los «tribunales de sangre», ordenaba —citó con precisión el texto— «condenar plenamente al animal o al objeto de piedra, hierro o madera que hubiese causado muerte, antes de purificar el territorio». Por tanto había un delito de impiedad y había un culpable merecedor de la lapidación: el caballo.
La arena caía lentamente de una ampolleta a otra del reloj. El acusado oía con intrigada sonrisa los argumentos de su defensor, quien pasó a reconocer que, en cambio, el reo era culpable de ignorar, siendo viajero habitual, la importancia de una procesión famosa en todo el mundo helénico como la de Samos en honor de Hera; así como también de la imprudencia cometida al utilizar medios de transporte que no sabía dominar. ¿Qué diría el acusado si alguien inexperto empuñase el timón de su navío llevándolo a naufragar? Por esos delitos, que ofendían la fama de Samos y eran impropios de un sensato negociante, el reo merecía que le fuera impuesta una multa, cuya cuantía fijase el magistrado con su celo y saber jurídico, para destinarla quizás al servicio del propio santuario de Hera, satisfaciendo así la ofensa a la diosa.
Esta tesis legal hizo mella en el magistrado porque reconoció sus fundamentos jurídicos y, al propio tiempo, halagó a los jurados con el elogio a Samos, además de ofrecer en perspectiva una ventaja económica para la ciudad mediante la multa, sin quitar a la plebe la diversión de lanzar sus piedras contra un ser vivo. En consecuencia, cuando se contaron los guijarros en las urnas resultó que la mayoría votaba en favor del reo, de acuerdo con la tesis de su defensor que, entre tanto, se había reintegrado a la masa de espectadores.
Pronunciada la sentencia el magistrado declaró libre al acusado, aunque prohibiéndole zarpar mientras no satisficiera la multa, y el pueblo se fue desplazando al cercano campo de ejecuciones, donde atarían al caballo para exponerle a las pedradas de la multitud. Los guardias dejaron suelto al prisionero y éste salió del recinto recibiendo en las gradas del pórtico los abrazos y felicitaciones de su tripulación, que había acudido ansiosamente al juicio. Un poco más lejos le esperaba sonriente su salvador.
Ahram se acercó efusivo a saludarle, sin señas de excesiva emoción por el riesgo que había corrido.
—Cuando esperaba una muerte segura apareciste tú, que no me conoces ni me debes nada, y me has dado la vida. Nunca había oído pleitear a nadie tan hábilmente. ¿Quién eres? ¿Cómo puedo corresponder? Tengo medios de remunerarte. Me has asombrado con tu palabra.
—Me llamo Krito, hijo de Diórides de Erythrae. Y no debes maravillarte en exceso. La palabra es mi oficio. He estudiado retórica y filosofía en Atenas. He practicado incluso el arte del antílogo, al estilo de Carnéades, que deslumbraba a Roma defendiendo primero una tesis y después la contraria. Debo confesarte que me he divertido. Y, no creas, ha sido fácil defenderte. Existen efectivamente leyes y precedentes contra los animales culpables, pero los jurados no han votado por lógica sino porque he apelado a sus sentimientos. He tocado su vanidad elogiando la procesión y he despertado su codicia con la perspectiva de la multa. Y todo eso sin privarle de su espectáculo lapidatorio… Pura táctica en el manejo de los hombres.
En ese momento estalló el griterío de la gente y sin duda habían sido arrojadas ya las primeras piedras porque, por encima de las voces, se oían desesperados relinchos.
—¡Pobre animal! —se lamentó Ahram—. Aunque es verdad que no soy jinete, porque he pasado la vida en el mar, en mi país se ama a los caballos. Y era una hermosa montura.
Krito sonrió entonces cínicamente:
—Puede que un día lo santifiquen, como al obispo cristiano Policarpo, a quien quemaron en ese mismo lugar donde lapidan… Ese caballo, ahí tienes, es quizás quien más ha contribuido a salvarte. Tú lo ignoras, pero yo sé que el tratante dueño del animal es un personaje sin ninguna simpatía en la ciudad, por su arrogancia y sus abusos en los precios. La idea de perjudicarle matándole al caballo es lo que más influyó para cambiar las opiniones a tu favor. Ahora quienes tiran piedras están simbólicamente apedreando al tratante… Como ves, no he hecho gran cosa.
—Al contrario, eso prueba aún mejor tu habilidad y tu conocimiento de los hombres, asombroso para tu juventud… Sea como sea, no rechaces mi oferta. No me quedaría tranquilo si no aceptaras algo, además de la amistad para siempre de Ahram el Navegante.
—¡Ah, me preguntaba yo si eras precisamente ese Ahram, de quien tanto oí hablar en Esmirna! Bien, pues voy a pedirte algo, aunque puedes no concedérmelo. Llévame a Alejandría, donde enseñan todavía buenos filósofos y poetas, está el Museo y una excelente escuela de medicina. Allí tendré oportunidades que no tengo en Samos.
—¿Sólo eso?
—Si te parece, también podrás ayudarme allí a introducirme para ganarme la vida. Soy un buen retórico y tengo inmejorables referencias de mis maestros de Atenas —contestó Krito sonriendo.
Ambos sellaron el acuerdo y Ahram decidió:
—Vámonos. No me gusta oír esos gritos de muerte para un pobre animal… ¿Cómo es posible declararle impío? ¿Tú crees esas cosas?
—La ley lo dispone así —respondió Krito mientras caminaban hacia el puerto seguidos de los hombres de Ahram—, y en los tribunales lo que vale es la ley, no la justicia. La elocuencia, más que la verdad. Las pruebas, más que los hechos.
Ahram percibió en esa voz una nota de amargura, como de una cuerda sensible herida. Preguntó:
—Dime, si no era por tus honorarios, ¿por qué interviniste en mi favor?
—Ya te lo he dicho: me divertía. No me debes nada.
Pero la respuesta había tardado en brotar y Ahram, habituado a negociar, captó una vacilación previa, como signo de otro motivo, ocultado deliberadamente. Pero, contento con el éxito, echó su brazo sobre el hombro del filósofo y juntos llegaron hasta la nave. Ante ella se despidieron, pues Krito había de regresar a su casa para preparar su marcha —«tengo poco que arreglar aquí», aclaró— y prometió estar a bordo al mediodía siguiente. Entre tanto Ahram entregaría al tribunal el importe de la multa durante la mañana.
Autorizado para zarpar, a primera hora de la tarde Ahram entregó la nave a su piloto, después de dirigir la maniobra, cuando ya rebasaban la embocadura del puerto, y se sentó sobre una esterilla y unos almohadones a la sombra del toldo de popa. En ese momento, al volverse hacia Krito para iniciar una conversación, éste se le anticipó:
—Tengo una sorpresa para ti.
Mientras pronunciaba la frase sacó de debajo de su cinturón un disco liso de oro, provisto de un negro cordón. Sonriendo se lo ofreció a Ahram que, con un rugido de júbilo, lo cogió, se incorporó de entre sus almohadones, y se inclinó hacia Krito.
—¡Mi amuleto!
Miraba atónito, sin poder hablar. Luego abrazó a Krito y volvió a sentarse, sereno:
—Eres un demonio amigo, un djinn, decimos en mi tierra. Con esto me has salvado otra vez la vida, te lo juro… ¿Cómo has hecho? Me lo quitaron al apresarme…
—Dediqué un poco de tiempo al asunto durante la mañana… Tenías derecho legal a recuperarlo.
Ahram sonrió sarcástico.
—Habrás necesitado algo más que la ley para sacar este oro de sus uñas.
—No ha sido mucho —sonrió también Krito, atajando la mano de Ahram hacia su bolsa—. No, no me debes nada. Si te empeñas, abónalo en mi cuenta.
Así iniciaron una travesía en la que el Navegante fue sabiendo más y más cosas de su amigo y apreciando cada vez más su talento y sus cualidades. Precisamente necesitaba a alguien dominando el arma de la Palabra, tan eficaz en negociaciones y en trances como el vivido por el Navegante, aunque éste por temperamento sintiera más inclinación hacia los métodos enérgicos y la fuerza. Además Krito se mostró sagaz consejero incluso hablando de posibles negocios en Samos y por eso Ahram aprovechaba la travesía para conocer mejor la vida de su salvador. Krito no fue reticente y habló a Ahram de su padre, un jonio de la escondida Erythrae, comerciante que se suicidó, por no poder soportar la ruina, cuando el niño tenía tres años; y de su madre, una lidia de Sardis que concentró todo su amor en Krito por habérsele muerto antes una hijita, a los pocos meses de nacida.