La vieja sirena (35 page)

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Authors: José Luis Sampedro

BOOK: La vieja sirena
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Es lo que tú no entiendes, amor mío: que sin poder tu vida no es tuya. Tú, que me estás dando otra vida, no puedes comprenderme por ser mujer; aunque seas la mujer que nunca imaginé pudiera existir… Yo lo aprendí entonces. Me sublevé para siempre aquella mañana. Sólo quedamos nosotros dos en pie; mi madre y yo, entre cenizas y muertos. A lo lejos el polvo de los malditos se alejaba. Ella fijó la vista en una espada rota; sé que no se mató con ella por no dejarme solo. Entonces me hizo jurar: odio y odio. Piensa en eso: un niñito de cinco años maldiciendo a Roma, su vocecita en el desierto… Echamos a andar de espaldas al sol. Era igual, en cualquier dirección, sin víveres ni agua, íbamos a la muerte. Pero tuvimos suerte, unos Abu-Raim nos recogieron. Nos acercaron a nuestra Sirwah, en el país sabeo. A los siete años ya andaba yo en caravanas con mi tío. Daba agua a los camellos y asnos, recogía las boñigas para luego hacer fuego. Me mandaban todos, me pegaban, pasaba hambre, pero resistí. «Ya llegará mi hora», pensaba, y llegó. También cumpliré mi odio. Tú me hablas de tu vida, yo te digo la mía: una vida de hombre.

Lo grande de este mundo es que las dos han llegado a nuestro abrazo… Así, sonríe en sueños, amor mío.

II. La sirena

(262-270 d. J. C.)

Sin un cambio de dioses

todo continúa como estaba.

A. Machado

15. Fiesta en la Casa Grande

—¡Mira, mira! ¡El estratega!

—No digas tonterías, mujer. ¿No ves que no lleva escolta?

—Pues ese otro sí la lleva.

—Dos efebos nada más. Será el euteniarca.

—¿En qué manda?

—En abastos, nada menos. Pero no estés tan ansiosa. Los peces gordos llegarán más tarde.

Hoy se celebran las calendas de abril del año 1015 de la fundación de Roma y segundo del reinado del emperador Galieno. Por todo Egipto, en plena estación seca de Chemu, se practica la recolección. En la isla de Faros, sobre la vía de acceso que une el final del Heptastadio con el gran pórtico de la Casa de Ahram, se aglomera la plebe alejandrina para ver desfilar a los personajes invitados a la fiesta dada por el Navegante al cumplir los cincuenta y nueve años. Es uno de los principales acontecimientos sociales de la ciudad desde que Ahram lo organizó por primera vez, hace un decenio, con motivo del nacimiento de Malki, que coincide en fecha con el suyo e incluso es más deslumbrante desde que, hace cinco años, el Navegante tomó como hetaira en su Casa a Glauka, la de los famosos cabellos. Por motivos de seguridad se ha establecido el control precisamente en el pórtico, al que los invitados llegan cruzando el puerto Eunosto hasta el embarcadero o por el Heptastadio, excepcionalmente iluminado con teas encendidas cada sesenta codos. Pasadas las columnas del pórtico el mayordomo Hermonio acoge a los huéspedes, acompañado por unos cuantos siervos que, cuando se trata de distinguidas personalidades las conducen por el parque iluminado hasta la zona de recepción al aire libre, mientras llega la hora del banquete en los salones.

La tibia noche de primavera, en cuyo aire perfumado se mezclan la plata de la luna creciente y el rojizo resplandor del faro, hace muy apetecibles los primeros encuentros con la copa en la mano o acercándose a las mesas, bajo las palmeras, bien atendidas por jóvenes siervas de pechos descubiertos, a la manera egipcia. Fanales y luces se balancean o desplazan en el puerto, reflejándose en el agua. Al norte, cerca de la isla, algunos botes tripulados por gente de Ahram impiden infiltraciones de personas no deseadas. El prefecto, que ha prometido su asistencia, ha enviado además dos decurias de vigilancia para mayor seguridad.

Empiezan a llegar las primeras literas e incluso algunos jinetes invitados, que dejan su montura al cuidado de los asneros. La gente critica, como siempre, el uso indebido de literas oficiales para estas diversiones privadas. Se susurra también que algunos usuarios de asnos se aprovechan de los animales que suben a diario la leña por las rampas interiores del faro, aunque hayan sido enjaezados lujosamente para la ocasión por quienes han podido disponer de ellos.

—¡Fíjate, también sacerdotes! ¡Y luego claman contra el lujo y nos piden austeridad!

—Son los de Serapis, con el viejo Hetep-te-Amon al frente. ¡Ese tiene más mala leche!

—Usted qué sabe —defiende un moderado.

—Mi sobrina trabaja en el templo, ¡mire si lo sabré!… Pero éstos sólo vienen a cumplimentar a Ahram; no se quedan al banquete.

—¡Ya les habrá enviado Ahram los manjares al templo esta mañana! —replica un legionario mezclado entre la gente.

—Quizás no, porque no se lleva muy bien con el clero.

—Pues ahí vienen los del templo de Isis, con su faldellín blanco.

La gente les abre paso más respetuosamente. Un atezado númida del país de los garamantes, envuelto en su manto azul, se aburre ya del espectáculo y se aleja, descollando entre los egipcios, de menor estatura. A su paso más de uno se tienta la faltriquera a ver si continúan en ellas los óbolos que llevaba, pues ya se sabe que para los hombres del desierto robar no es censurable: quien falta es el robado, que no ha sabido defender lo suyo. Pero en la multitud no hay sólo egipcios: se ven judíos con ropones oscuros, persas con sus amplios calzones, nubios cuya negrura les hace menos visibles en la noche, frigios con su peculiar gorro de lana, sirios y fenicios con cabellos en bucles, árabes altivos, presumidos griegos, e incluso un eunuco de Cibeles, con su negro paño y su pequeño tamboril pendiente de la cintura. Entre ellos se mueven, recogiendo noticias, los libelistas y panfleteros, que en los días siguientes propalarán por las calles hasta el menor escándalo o cotilleo, mediante sus epigramas en papiros vendidos en las galerías del emporio o con clamorosas pintadas murales, que los personajes aludidos se apresurarán a hacer borrar por sus siervos.

La certeza de que Ahram lanzará monedas de madrugada y repartirá entre el pueblo las sobras del banquete, así como la suavidad de la noche, mantienen a la gente de buen humor. Además la ciudad ya ha olvidado el susto de hace dos años, cuando el persa Shapur aniquiló en Mesopotamia a las legiones romanas en la clamorosa derrota culminada con la captura del propio emperador Valeriano, a quien el persa obligó a prosternarse para sentir sobre su nuca la sandalia del sasánida. Todo el Oriente romano se estremeció ante el peligro y en Alejandría se temió que la ciudad sufriera el mismo saqueo que Antioquía. Afortunadamente el nuevo emperador, Galieno, pudo restaurar la seguridad gracias a que Odenato, ya rey de Palmira, rechazó a Shapur y llegó casi hasta la capital persa poniéndose a la cabeza de la popularidad entre los caudillos orientales. Todo eso es ya historia pasada para una ciudad entregada sobre todo a sus negocios y placeres; ahora la cuestión palpitante son las intenciones del nuevo prefecto, Lucio Salvinio Quitonio, llegado apenas hace un mes por las reanudadas líneas marítimas desde Ostia. Aún se comenta entre el público el solemne desfile organizado a su llegada, y las primeras impresiones, difundidas por los burócratas y empleados de la prefectura, le describen como accesible a las negociaciones: ciertamente un alivio para los traficantes y mercaderes que soportaron durante casi un año al militarote anterior.

Van llegando sillas de mano y literas privadas más suntuosas, algunas de doble plaza, llevadas por asnos o por ocho porteadores, y rodeadas de siervos con hachones llameantes. La gente las examina con avidez.

—¿No es ése Niterokes, el del monopolio de seguridad?

—¡Desde luego! En litera doble escoltada y llegó aquí hace doce años sin más fortuna que un garrote. ¡Cómo le ha enriquecido su empresa de guardaespaldas!

—No he podido ver a la fulana que va con él.

—Estará buenísima; por eso están corridas las cortinas de ese lado.

—¡Tiriano, Tiriano! —se oye gritar al paso de otra ostentosa litera, desde la cual un hombre gordo lanza monedas y dirige saludos a la multitud.

—¡Especulador, cabrón! —grita una voz que provoca carcajadas, pero sólo una benigna sonrisa en los cerdunos labios del aludido.

—Y tan cabrón —remacha en voz baja un griego de maliciosa expresión—. Mira quién acompaña a su mujer, en la litera doble que avanza detrás.

—Una amiga, ¿no?

Se perciben, en efecto, dos figuras femeninas, tocadas con rizadas pelucas a la última moda romana.

—¡Fíjate bien, tonto! Una es la esposa del contratista, sí; pero va con su amante, vestido de mujer para poder acompañarla por la calle. Toda la ciudad lo sabe; a ella le encanta exhibirse así.

—¡Menuda zorra! ¿Es marica el galán?

—Al contrario, ella los busca muy machos. Pero por lo que ella se gasta en él, el fulano se viste de lo que le pidan. Ha de aprovechar la racha; los queridos le duran poco a esa mujer.

—¿Y Tiriano lo consiente?

—Con la dote que llevó ella y la influencia de la familia del suegro le costaría bien caro divorciarse. Además, él tiene también sus niñas y hasta sus niños.

—¿Cómo le invita Ahram? —pregunta un frigio que les oye.

—¿No has bajado aún de tus montañas? —se burla el bien informado—. Sin Tiriano es difícil construir nada en el delta. Además acapara las contratas militares y Ahram está muy a bien con los jefes de las legiones.

—Ahora vienen varios, gordos, gordos —exclama otra voz.

La gente mira hacia la embocadura del Heptastadio y un joven recién salido del gimnasio explica:

—Cuatro efebos de escolta de honor: es Kronion, el gimnasiarca. Claro, le siguen los suyos, con dos cada uno: el cosmeta, el exegeta…

Pero a ese grupo se le adelantan, tumultuosos, grupos de jóvenes gritando a su ídolo, el cantante de Corinto que llena los graderíos del Odeón tres veces por semana:

—¡Claudius, Claudius, Claudius…!

Va en una simple silla de manos, pero a hombros de seis de sus fanes femeninas, cuyo privilegio se disputan constantemente otras muchachas, todas coronadas de rosas o jacintos. Muchas voces del público se suman a los vítores. El cantante, con el cabello rizado cayendo largo sobre el cuello y ceñido con una cinta sobre la frente, dedica sonrisas deslumbrantes a un lado y a otro, saludando con una mano cargada de anillos, mientras con la otra retiene a un gruñón cerdito, adornado con una cinta rosa en el cuello.

—Cantará en la fiesta, claro.

—Diez talentos, dicen que cobra. Además de un recuerdo de valor. Ahram es espléndido. A cambio, en sus canciones, ya meterá alguna vez algo sobre el amor a bordo de los navíos con velas verdepúrpuras.

—En estos tiempos todo es publicidad —gruñe una vieja—. Antes el buen paño se vendía en el arca pero ahora hay que anunciarlo.

—Pues a mí no me gusta el Claudius ese —declara un muchacho muy joven—, demasiada miel. En cambio el sajón que estuvo hace un mes era cojonudo. ¿Cómo se llamaba?

—¿Brucius?

—Ese. Duro de verdad. De voz, de moverse, de letras. Vaya unas letras. Se cagaba en todo.

La gente no comenta. Esos jóvenes modernos son agresivos. Además entre el público hay siempre escuchas de la prefectura y más vale no comprometerse.

Pero ya ha pasado el cantante y los altos cargos del gimnasio. Les sigue un mimo que actúa en el teatro. Va vestido de mujer, tremendamente pintado, y apostrofa al público con frases ingeniosas. Transportan su silla los actores de su misma compañía, vestidos asimismo con los trajes de la representación.

—¿Qué función están dando? —pregunta alguien.

—«Los cuernos del sátrapa.» ¿No les ves con trajes persas, menos el mimo?

—Ese Venucio es un tío grande. Anoche fui a verle y nos partíamos de risa. Hasta se le ve parir en escena. Se saca un cabritillo vivo de entre las piernas, diciéndole al sátrapa cómo se le parece ese hijito suyo.

Otro griego, que se movía silencioso escuchando a la gente, hace un gesto de disgusto, recordando a los grandes trágicos antiguos que honraron la escena de Epidauro y de Atenas. Le encanta la calle y la gente; se encuentra entre ella como el pez en el agua, pero le duele la degradación del arte. «Si envilecemos el arte, del pensamiento ¿qué nos queda?» Pero apenas formulada mentalmente esa idea le brota una sonrisa de fauno al recordar de cuántas maneras, incluso groseras, se puede gozar de la vida. «Hay placeres sublimes, ciertamente, pero no debemos desdeñar los demás» concluye.

Al otro lado del Heptastadio, en el muelle de la ciudad, se multiplican las luminarias. Trompetas todavía invisibles resuenan en la noche.

—Allí viene el prefecto.

—¿Y bailarinas? ¿No danzan en la fiesta? —pregunta una mujer obesa.

—Tonta —replica el marido—, por aquí las van a pasear para que tú las veas. Las habrán traído en barcas, hasta el otro lado del parque, con los músicos; o a lo mejor llegaron ya anoche.

Se acerca el cortejo del prefecto, precedido de cuatro bucinatores lanzando sus trompetazos al viento y escoltado por jinetes imperiales. El griego se aleja, poco amigo del poder, sea político, guerrero o clerical. Se dirige hacia la punta occidental de la isla, la opuesta al faro, donde se alza el templo de Neptuno, y empieza a perderse en la oscuridad, lejos de las luminarias.

Un joven de cara pícara le alcanza:

—Ave, Krito. ¿No entras a la fiesta?

—Iré más tarde, cuando estén todos bebidos y escuchen con gusto mis exabruptos.

—¿No te gusta la fiesta?

—Me gustas tú mucho más, Acilio; bien lo sabes —responde mirando las piernas perfectas del mozo descubiertas por la corta clámide.

La sonrisa del mozo se acentúa. Su voz suena un poco más desgarrada.

—Pues tienes suerte. Esta noche me apetece recibir un buen polvo. Que me llegue la marea muy adentro.

—¡Y yo que iba a pedirte que me lo echases tú a mí!

Se miran y ríen:

—El primero que se ponga en forma enculará al otro —propone Acilio.

—No, no —responde Krito—, nada de competencias ni prisas. Yo te complaceré primero, querido. Así después disfrutaré sin obligaciones. Ven, ofrezcamos nuestro amoroso sacrificio al padre Neptuno en la caleta junto al templo.

Mientras se alejan hacia el mármol del santuario teñido de rosa por el faro, el público sigue disfrutando del espectáculo. Ahora pasa el gran rabino, a quien verán retirarse apenas presente sus respetos a Ahram, porque sólo viene en visita de cortesía, pensando en los intereses de la colonia judía.

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