La muerte del dragón (49 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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Alusair se había encontrado en situaciones mucho peores.

—¡Preparados para emprender la retirada! —ordenó.

La princesa de acero levantó la espada para dar la señal de retirada, pero se agachó cuando las paredes de la caverna magnificaron el ensordecedor eco del trueno. Rayos cegadores restallaron cuesta arriba, partiendo limpiamente en dos las líneas de trasgos y bañando el suelo de restos ensangrentados. La carga del enemigo cesó y bajo la luz restante Alusair vio un círculo de piedras destrozadas, rotas a intervalos por las diminutas ventanas y las puertas correspondientes a la extensa ciudad de los trasgos.

Una nueva oleada de trasgos surgía de los túneles, esgrimiendo las espadas de hierro y trepando sobre las entrañas y la sangre de sus predecesores. Alusair ignoró aquella carga enloquecida y siguió observando los pasadizos, en busca de la fuente de la extraña tormenta. Sólo había un puñado de magos en todo Faerun capaces de semejante despliegue de medios, y sólo uno tenía motivos para ayudarla.

En lugar de a Vangerdahast, Alusair vio a una docena de hombres enfundados en herrumbrosas cotas de malla que salían de un túnel lejano, a su derecha. Todos ellos estaban calados hasta los huesos, empuñaban mazas de hierro y entonaban cánticos a Chauntea incluso al levantar barreras de espino y barro entre ellos y los trasgos.

Alusair suspiró decepcionada, aunque pensó que si no podía contar con Vangerdahast, tendría que conformarse con una docena de clérigos de Chauntea.

—Preparaos para apoyarlos con los arcos —ordenó, agitando la espada en dirección al grupo de clérigos.

La mitad de sus Dragones Púrpura cambiaron las espadas por arcos largos y flechas. Cuando el primer trasgo superó las barreras levantadas por los clérigos y levantó la espada para atacar a su delgado líder, una única flecha de hierro hendió el aire, atravesó el pecho del trasgo, lo lanzó al suelo y cayó rodando cuesta abajo. El clérigo levantó la maza a modo de saludo; entonces, sorprendentemente, empezó a llover.

Al principio Alusair no comprendió a qué obedecía aquella lluvia, que caía por ráfagas acompañadas de rayos que danzaban aquí y allí, rayos que precedían a truenos ensordecedores que retumbaban entre las paredes de la caverna. El agua de lluvia discurría cuesta abajo por una tierra que nunca antes había visto el agua, y Alusair empezó a preguntarse si no había caído presa de la influencia del rey loco Boldovar.

Una oscura figura irrumpió procedente del túnel que había a espaldas de los clérigos, y finalmente lo comprendió todo. Hasta entonces tan sólo habían logrado identificar a los seis azotes mencionados en la profecía de Alaundo, pero había un séptimo, correspondiente a tormentas e inundaciones, que perseguía a un grupo de clérigos de Chauntea cuesta arriba ante sus ojos. No comprendía cómo se las habían apañado (ni los clérigos ni la ghazneth) para encontrarse en aquella caverna, ni tampoco cómo lo había hecho ella, aunque por lo menos tenía claro lo que debía hacer: ayudar a sus aliados y atacar a sus enemigos.

—¡Allí, una ghazneth! —gritó Alusair—. ¡Todos a los arcos, aprestad flechas de hierro! ¡No disparéis a menos que yo lo ordene!

Un débil clamor reverberó a través de la caverna cuando todos sus hombres aprestaron los arcos. Sorprendentemente, los trasgos retrocedieron al ver a la ghazneth, quizás al comprobar que parecía dispuesta a enfrentarse sola a dos centenares de hombres.

Alusair estaba decidida a demostrarles que estaban en un error. Si no conseguía nada en aquel pozo oscuro, enseñaría al menos a esas cosas verdes a respetar el modo humano de afrontar los problemas. Esperó a que los clérigos se acercaran a una docena de pasos de los muros, y bajó la espada.

—¡Abran fuego contra la ghazneth!

El zumbido de las cuerdas de los arcos se extendió por la caverna, y una muralla de puntas de hierro voló cuesta abajo para clavarse en el cuerpo de la ghazneth. El impacto de tantas flechas levantó al monstruo de puntillas y lo arrojó una docena de pasos cuesta abajo.

Un viento ululante irrumpió en aquel momento en la caverna. La lluvia empezó a caer a raudales del techo, y el rayo reverberó tan deprisa que Alusair pensó que su cabeza estallaría ante semejante fogonazo de luz. Levantó la espada y se dispuso a trepar el muro que habían levantado.

Antes de que pudiera ordenar la carga, el clérigo más veterano de Chauntea, un hombre bajito y nervudo de nariz aguileña, le cerró el paso. Levantó la mano y arrancó a la princesa la espada, como si fuera una niña.

—¡No!

—Son mis hombres... —protestó ella, ceñuda.

—¡Y no tenéis ni idea de dónde estáis, ni de a quién estáis atacando! —respondió también a gritos el clérigo. Sus subordinados ganaron la posición y pusieron manos a la obra para curar a los soldados heridos de Alusair—. Llevamos días enteros intentando dar con vos.

La ghazneth se sentó y empezó a arrancarse las flechas que se habían clavado en su cuerpo, aunque sus heridas no se cerraron a la misma velocidad que Alusair había visto cerrarse las de otros espectros.

Alusair entrecerró los ojos, ofendida ante el tono de enfado del clérigo, e intrigada por lo que decía.

—¿Y usted quién es? —replicó.

—Owden Foley —respondió. Owden hizo un gesto a dos de sus hombres para que descendieran la cuesta hacia la ghazneth—. Y si ya habéis vagabundeado bastante por esta caverna, os diré que tenemos cosas que hacer. Los trasgos están en marcha.

Alusair frunció el entrecejo. Aunque reconocía el nombre de Owden como el del clérigo favorito de su hermana, aún le costaba comprender... en fin, prácticamente todo.

—Para reforzar a Nalavara, por supuesto. —Owden reunió con un gesto en la oscuridad a todos los clérigos que le habían acompañado, y añadió—: Según parece, he descubierto el secreto de viajar entre los dos reinos. Si ya habéis pasado aquí el tiempo necesario, ha llegado el momento de que regresemos a Cormyr y podáis dirigir vuestras espadas al lugar donde presten mejor servicio.

43

E
mpiezo a agradecer que los trasgos nos empujaran en lugar de retroceder a Jesters Green —jadeó uno de los capitanes, mientras ganaban una altura encharcada y resbaladiza debido a los restos de trasgos—. Al menos es un lugar llano.

—Si creéis que a mí me queda aliento para malgastarlo soplando un cuerno... —rió Azoun.

—Tendría que ser un loco para desear convertirme en el rey de Cormyr, ¿verdad? —gruñó Lanjack Blackwagon.

El rey rió en voz alta y quiso dar una palmada al guerrero, pero al intentarlo resbaló en una maraña de cadáveres de trasgo y a punto estuvo de caer. Tres brazos se dispusieron a impedirlo.

Un total de veinte hombres cubiertos de armaduras que conocieron tiempos mejores, armaduras ahora melladas, cubiertas de sangre y barro, que crujían por doquier con ruido metálico, seguían de pie junto al rey y el mago más poderoso del reino. Todos ellos eran capitanes, oficiales superiores ya fuera por nacimiento o por su valor en el combate, y eran todo cuanto quedaba, al parecer, del en tiempos poderoso ejército que había logrado romper oleada tras oleada de trasgos.

Cualquiera diría que se habían llevado la peor parte, pero lo cierto es que los trasgos yacían muertos a millares en los campos que se extendían ante sus ojos, aunque había muchos dispersos, dedicados a rebuscar espadas, cuchillos o monedas entre los cadáveres. Se mantenían lejos de la modesta banda de enemigos humanos, a quienes al pasar dedicaban miradas cargadas de odio.

Enfrente, en la cima de la colina a la que trepaban los maltrechos cormytas, el malvado dragón reagrupaba a sus trasgos, y sus alas de murciélago dibujaban un arco en el aire como velas incansables y amenazadoras que movía de un lado a otro. La batalla distaba mucho de haber terminado.

—Bien, si estuviéramos en Jesters Green, las señoras casi podrían vernos desde las murallas de Suzail —bromeó Kaert Belstable, adoptando una postura valiente.

—Así podrían cruzar apuestas —añadió secamente el comandante de lanzas que estaba más cerca, cuyo comentario provocó un coro de risas y chanzas.

Azoun miró a su alrededor y, durante un instante, cruzó su mirada con la de un sorprendido Ilberd Crownsilver. Guiñó un ojo al muchacho y le sonrió al coronar la cima, momento en que se encontraron frente a frente con un montón de trasgos.

Los trasgos parecían descansados y dispuestos a presentar batalla; formaban prietas filas, brillaban sus escudos y aprestaban las mazas, flanqueados como estaban por carros de lanceros que apretaban el paso para rodear a la agotada cuadrilla de humanos. Sobre ellos y por la retaguardia colgaba la cabeza del malvado dragón, que observaba con expresión triunfal los restos de enemigos que seguían con vida.

Voces guturales y agudas dieron las órdenes, y se produjo un estruendo metálico cuando centenares de trasgos se movieron al unísono, echando atrás el brazo para descargar el primer golpe con la maza. Ilberd Crownsilver humedeció sus labios y miró rápidamente de izquierda a derecha. Parecía ser el único hombre presa del miedo. En los rostros curtidos que le acompañaban, tan sólo intuyó la fiera determinación que conduce al guerrero a la batalla.

Ilberd tragó saliva; temblaba como una hoja azotada por el viento, y entonces oyó un rumor a su espalda. Se volvió con gesto cansino, temiendo que los trasgos los hubieran seguido por la retaguardia para atravesar a los últimos de Cormyr con sus lanzas, como al venado antes de ponerlo al fuego.

No eran trasgos, no era nada que pudiera alarmarlo. Alguien se abría paso entre los hombres, un viejo que no llevaba armadura, un hombre jadeante. Era Vangerdahast, que seguía ciñendo esa extraña corona de hierro. Los capitanes guerreros se hicieron a un lado para hacerle sitio.

Ilberd Crownsilver se relajó. Un hechizo del mago de la corte, o una descarga de sus varitas, y la batalla quedaría vista para sentencia.

Vangerdahast alcanzó la primera línea de la cuadrilla cormyta y elevó ambas manos al cielo. La corona de su frente despidió una especie de destello y cegó su mirada. La voz del mago, cuando habló, retumbó por el campo de batalla como si perteneciera a un dios enfadado o a un coloso. Las palabras que retumbaron y retumbaron le parecieron duras y desconocidas a oídos de Ilberd. Sonaban muy parecidas al chillido que los trasgos tenían por lengua. Cuando el mago concluyó, se produjo un breve silencio que sólo perdonó el eco de sus palabras, momento en que los humanos y los trasgos se calibraron con la mirada.

Entonces, en el silencio espectral, los trasgos hincaron la rodilla en tierra, dejaron sus armas sin decir palabra e inclinaron la cerviz hasta tocar el suelo con ella.

El dragón zarandeó la cabeza de un lado a otro, obviamente asombrado al ver que los suyos deponían las armas. Retrocedió y levantó el vuelo. Todos alrededor de Ilberd, temblor de armaduras al envararse los guerreros, intentaron levantar el escudo que no tenían.

Por grande que fuera, era también diestro y terrible en su poder. El joven Crownsilver observó boquiabierto su magnificencia, de pie y paralizado cuando el dragón surcó el cielo para después volver, con las alas extendidas, dispuesto a arrojarse sobre ellos. Jamás había visto tal elegancia felina, ni nada de tamaño semejante capaz de moverse así, como aquella bestia, grande como algunos de los castillos del reino. Jamás había visto tal... capacidad de destrucción como cuando el dragón cayó sobre los cormytas, escupiendo fuego cuando apenas estaba a veinte pasos del mago de la corte, al que siguió como la antorcha gigante que uno aplica a la telaraña que desaparece. Los hombres salieron despedidos en todas direcciones. Ilberd vio a Elber Lionstone dando tumbos en el lomo escamoso del dragón, con el rostro torcido en una mueca de dolor mientras lo acuchillaba con frenesí, pese a que su daga rebotaba fútilmente en las escamas. Cayó de lado, lejos de su mirada, para precipitarse en algún lugar de la ladera por la que había subido. El fuego rojo trazó una estela al paso del dragón, quemando la hierba que pisaban con sus botas. Los hombres gimieron o maldijeron débilmente al trastabillar o al hacer un esfuerzo por levantarse. Muchos se llevaron a los labios las pociones necesarias para ahuyentar el dolor.

Durante un instante tuvo la impresión de que el mago de la corte había desaparecido, convertido en ceniza por el aliento de dragón o devorado por él, pero entonces el malvado dragón sobrevoló su posición dispuesto a regresar al punto elegido, e Ilberd vio al rey Azoun trastabillar con un cuerpo a cuestas que tenía más aspecto de cenizas que de carne. Ilberd se acercó como pudo para ayudarle. Azoun le dedicó una sonrisa fiera y le entregó a Vangerdahast, que estaba aturdido, cojo y pesaba como un demonio.

—Parece llegado el momento de que canten los aceros —dijo alegre el rey, observando a los trasgos que se habían rendido, y que descendían corriendo ladera abajo.

Habían abandonado las armas, los escudos y el acero brillante, que alfombraba la cima como una capa de aguerrido metal, y que separaba al dragón de los cormytas. Al pie de la colina, confundidos con ellos, había otros trasgos que respondían a la llamada sibilante del dragón. Estos nuevos trasgos empuñaban sus armas y no parecían dispuestos a rendirse.

—¡Tengo que alcanzar al dragón! —gritó de pronto el rey—. ¡A mí, gentes de Cormyr!

Un latido de corazón después corrían por la cima, resbalando sobre las armas que había a sus pies, y el dragón volvía la cabeza en su dirección, azorado como un muchacho al que sorprenden echando mano a la despensa.

El dragón extendió sus fuertes alas para emprender de nuevo el vuelo.

—¡No permitáis que levante el vuelo! —rugió Azoun.

—Delante de vos, mi rey —respondió un comandante de lanzas que lucía en el hombro el blasón de Tapstorn—. ¡Fijaos!

Ilberd vio que el anillo que llevaba en su dedo (sin duda sería uno de los preciados herederos de los Tapstorn) refulgía de pronto como hecho de fuego. Ese fuego mágico brilló un instante, y el anillo perdió lustre y se convirtió en ceniza; como consecuencia de ello, Murkoon Tapstorn torció el gesto en una mueca de dolor y sacudió los dedos quemados. Las llamas se extendieron a continuación por la cima hasta alcanzar al dragón, sobre cuya cabeza llovieron invisibles varapalos, como si de los martillos de una forja se tratara. El enorme wyrm se encogió, agachó la cabeza y retrocedió. El hechizo lo siguió, golpeándolo sin cesar.

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