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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (55 page)

BOOK: La muerte del dragón
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Alusair permanecía de pie en el balcón regio, entre su madre y Vangerdahast, sosteniendo el ridículo yelmo de dragón en el hueco de un brazo, y al rey Azoun Obarskyr V de Cormyr en el otro, e inclinaba la cabeza aturdida con una sonrisa estúpida en los labios a medida que los nobles circulaban incansablemente ante su mirada y ante la compañía de caballeros que la escoltaban. La mitad de los lores estaban tan gordos que ni siquiera podían dar un centenar de pasos con la mitad de acero y pompa que cargaban a cuestas, mientras que la otra mitad no parecían saber qué extremo de la espada tenían que sostener en alto al levantarla para saludar. Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar bajar, emprenderla a gritos y obligarlos a realizar ejercicios de armas.

El joven barón Ebonhawk condujo a sus lanceros a través de la arcada de presentación, y a punto estuvo de sacarse un ojo cuando se golpeó en la cara con el extremo equivocado del alfanje. El adornado yelmo de bronce se llevó la peor parte del golpe, lo cual no impidió que la afilada hoja, que sin duda debía haber esmerilado con denuedo algún escudero, practicara un corte a lo largo de la mejilla. El quejido que siguió al accidente llegó incluso a arrancar una risilla del pequeño Azoun, pero el joven lord consiguió evitar el ridículo al cabalgar sin detenerse decidido a llamar a un sanador.

Alusair esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza como si no hubiera advertido lo sucedido.

—Si esto es lo mejor de lo mejor, el reino está condenado —murmuró entre dientes.

—Pertenecen a las guarniciones fronterizas —sonrió Vangerdahast mientras saludaba entusiasta con la mano al joven barón—. Todas y cada una de estas compañías dispondrán de un capitán de Dragones Púrpura y un mago guerrero como consejeros; cualquiera de ellos asumirá el mando en caso de que haya combate.

—¿Y los nobles están de acuerdo con ello?

—No exactamente —dijo Filfaeril. La reina parecía más fuerte y flexible, incluso más joven de lo que parecía en años, aunque también más dura y triste—. Pero lo que ignoran podría acabar con ellos si fuera necesario.

—Sin duda eso debería moverlos a la lealtad —repuso Alusair, enarcando una ceja.

—Mi querida Alusair —sonrió paternalmente la reina—, aún tienes mucho que aprender. —Y le dio una palmadita en el brazo con que sostenía al pequeño—. En este campo de batalla, el poder es lo único que importa: quién lo tiene y quién no. En este momento, tú lo tienes en tus brazos, y debemos hacer todo cuanto sea necesario para asegurarnos de que siga siendo así.

Alusair observó al bebé de rostro rosáceo y se preguntó si estaría a la altura del trabajo que Tanalasta le había encomendado. Convertirse en reina y madre, y quién sabe qué más cosas, en el momento más crudo para Cormyr...

Al menos no estaría sola. Filfaeril estaría a su lado, le indicaría en qué nobles podía confiar, a quiénes debía vigilar y a cuáles ejecutar al menor indicio de desobediencia. También tendría a Owden Foley, que había aceptado tras mucho insistir permanecer a su lado en calidad de educador espiritual del bebé, y para que se encargara de que el legado de Tanalasta viviera en su hijo.

Y, por supuesto, también tendría a Vangerdahast, que en aquel preciso momento le daba suaves codazos y le murmuraba consejos al oído.

—Sonríe abiertamente al conde Solverhorn. El pobre diablo ha gastado toda su fortuna en pertrechar su caballería, y no queremos que piense que no se lo agradecemos.

Alusair hizo lo que sugería Vangerdahast, e incluso llegó a levantar a su sobrino y agitar la manita al pasar la compañía. El gesto arrancó estruendosos vítores entre los espectadores, que inmediatamente empujaron al joven rey a romper en una serie de gorjeos.

—Muy bien, lo has conseguido —gruñó Vangerdahast—. Ahora todos los nobles querrán que los salude el rey.

—Supongo que tendré fuerzas para apañármelas —protestó Alusair—. Lo sostengo con el brazo con que empuño la espada.

—¿El brazo con que empuñas la espada? —preguntó burlón el mago—. Creo que ha llegado el momento de que pongas a ese brazo a empuñar otra cosa.

—¿Cómo? —respondió encendida Alusair.

Se volvió para atravesar con la mirada al mago, dispuesta también a dedicarle las maldiciones más viles, pero vio que le sonreía. Era una de sus sonrisas más amables, sardónica, una sonrisa con la que venía a decirle que por muchas dificultades que pudieran experimentar, por mucho que ella pudiera maldecirlo en aquel momento, Cormyr no tardaría en volver a ser lo que era. Pero que Alusair recordara, el anciano mago nunca se había mostrado tan sombrío, tan delgado ni tan cansado.

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