Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—¿Me habíais llamado, alteza? —preguntó Korvarr al ver que la mirada de la princesa se fijaba en él.
Tanalasta quiso ordenarle que se retirara, pero después se dio cuenta de que con ello no haría más que espolear la inquietud de Korvarr y desatar toda clase de rumores en palacio. Empezó a balbucear una excusa respecto a una pesadilla, pero sólo llegó a pronunciar las palabras, «Tenía una...», antes de advertir que su forma de reaccionar ante una pesadilla la haría parecer débil. Por tanto, Tanalasta no terminó la frase.
—¿Sí, alteza? —preguntó Korvarr, frunciendo las cejas hasta que formaron una sola línea oscura.
Al ver que a Tanalasta no se le ocurría nada que decir, Owden acudió en su ayuda retirando la sábana que la cubría, y señalando con ademán orgulloso la abultada barriga.
—El bebé de la princesa ha empezado a moverse —explicó Owden con alegría.
Korvarr pareció confuso ante la noticia; registró apresuradamente la habitación, sin duda intentando comprender si las palabras del clérigo tenían algún objeto. Al no descubrir nada fuera de lugar, sonrió incómodo a Tanalasta.
—Qué buenas noticias. —Fijó su mirada en Owden—. Gracias por informarme.
—Relájese, Korvarr —dijo el clérigo, resoplando divertido—, nadie le está acusando de ser el padre.
—¡Por supuesto que no! Jamás le haría una cosa así a la princesa.
—¿De veras? —enarcó una ceja Owden, que acto seguido se volvió a Tanalasta y volvió a cubrirla con la sábana—. No sé qué pensaréis vos de este comentario, alteza.
Korvarr se puso rojo como un tomate. Quiso tartamudear una disculpa, después perdió el norte y se limitó a cerrar la mandíbula con fuerza. La incomodidad del capitán de Dragones Púrpura arrancó una risa ronca de Owden, y su sentido del humor resultó contagioso. Tanalasta lloró y rió a un tiempo, luego lloró entre risotada y risotada, hasta que finalmente dejó de llorar. Hizo un gesto al capitán para que se acercara y le cogió de la mano.
—No se sienta incómodo, Korvarr. Puede que sea su princesa, pero también soy una mujer —dijo—. Una mujer y una amiga. Nunca lo olvide.
Sus palabras parecieron tranquilizar al capitán de su guardia. Sonrió envarado, e hizo una reverencia.
—Gracias, alteza.
Owden puso los ojos en blanco.
—Korvarr, quizá debería usted informar a la reina Filfaeril de que su hija se ha despertado. Creo recordar que hizo hincapié en ello.
—Efectivamente, nos dio órdenes de que se lo notificáramos enseguida —corroboró Korvarr. Pese a su afirmación, no hizo ademán de marcharse—. Sin embargo, pasará algún tiempo hasta que podamos hablar con ella.
—¿De veras? —Owden frunció los labios—. Yo en su lugar me aseguraría de ello, porque la última vez la reina Filfaeril parecía ansiosa por...
—Igual que ahora, se lo aseguro —interrumpió Korvarr—, pero en este momento está ocupada con un asunto de estado.
El entrecejo arrugado del capitán de Dragones no pasó inadvertido a Tanalasta.
—¿Qué asunto de estado? —preguntó.
Korvarr Rallyhorn miró en dirección a Owden como si solicitara su ayuda, que no recibió.
—Capitán, le he hecho a usted una pregunta —insistió Tanalasta—. ¿Dónde, exactamente, está la reina?
—Se encuentra en la sala de audiencias con los nobles Goldsword, Silversword y compañía —respondió Korvarr, tras dar un suspiro, enarcando una ceja.
Tanalasta se libró de la sábana y se incorporó en la cama con intención de levantarse.
—¿Y de qué hablan?
En aquella ocasión, Korvarr sabía que no valía la pena titubear.
—De vos, alteza, y de lo que debe hacerse.
—¿Hacerse? —Tanalasta se puso en pie, pero estuvo a punto de caer a causa del mareo.
Owden la cogió del brazo y la ayudó a incorporarse.
—Sé que estáis preocupada, alteza, pero no debéis precipitaros. Lleváis algunos días en cama. Tomáoslo con calma.
Tanalasta permaneció inmóvil un tiempo hasta que pudo volver a enfocar la vista, y después se volvió hacia Korvarr.
—¿Hacer respecto a qué?
—Respecto a la oferta de Sembia, alteza —dijo Korvarr—. El embajador Hovanay la ha repetido, y Emlar Goldsword ha trabajado duro para convencer a los nobles más conservadores de que... esto, de que la paternidad incierta de vuestro hijo...
—¡Incierta! —exclamó Tanalasta, enfadada. Arrastró prácticamente a Owden y cruzó la estancia en dirección a su vestidor—. ¿Es que nadie se lo ha contado?
—Me temo que no —respondió Owden—. Dado vuestro apego por la discreción, la reina ha considerado que era preferible mantener el asunto en secreto.
Korvarr frunció el ceño, confuso, pero era demasiado buen soldado como para hacer preguntas impertinentes y se mordió la lengua.
—No hay nada incierto acerca de la paternidad de mi bebé —dijo Tanalasta—, y creo que ya ha llegado el momento de dejarlo bien claro ante lord Goldsword y su caterva.
Korvarr hizo acopio de coraje para seguirla hasta el vestidor.
—Os ruego que me perdonéis, princesa, pero quizá no haya expuesto el asunto con delicadeza. Es precisamente sobre la legitimidad del bebé de lo que discuten. El hecho de que vuestro primer hijo no esté reconocido...
—Sí está reconocido, Korvarr. —Tanalasta percibió la desaprobación implícita en el tono de voz del capitán de Dragones Púrpura, e hizo lo que pudo por no pagarla con él—. Por mi marido.
Korvarr tropezó con sus propios pies y estuvo a punto de caer al suelo.
—¿Marido?
—Rowen Cormaeril —dijo Tanalasta—. Y creo que ha llegado el momento de que lo sepa todo el reino, antes de que a lord Goldsword y sus secuaces se les ocurra vender nuestro reino a los sembianos.
E
l rey de Cormyr avanzó un cauteloso paso sobre la húmeda tierra del bosque, antes de volver a quedarse inmóvil. Por encima de su cabeza, a través del verde infinito de las hojas, la luz había cambiado. Azoun Obarskyr sabía perfectamente lo que eso significaba.
La razón de que el sol hubiera desaparecido volaba en lo alto, batiendo sus oscuras alas. El dragón, un dragón rojo tanto o más grande que cualquiera de los que había visto en su vida, se dirigía hacia el sur y parecía tener prisa. Malhumorado, Azoun observó cómo se alejaba.
Algo cayó de su estela, algo que había escupido sobre los árboles al pasar.
Algo que caería tan cerca de Azoun que éste se alegró de que el dragón no pareciera dispuesto a recuperarlo.
Azoun permaneció inmóvil como un árbol cuando ese algo cayó con fuerza sobre las húmedas hojas, rebotó una vez y volvió a caer al suelo quedando inmóvil. Levantó polvo al caer, pero no lo suficiente para que el rey no pudiera identificarlo. Era el resto ensangrentado de una pierna humana; la pierna aún calzaba una bota de las que emplean los cortesanos adinerados cuando marchan de campaña.
El rey se preguntó a cuál de sus súbditos pertenecería, y si acaso una muerte rápida pero brutal se convertiría en los tiempos que corrían en algo deseable por cualquier cormyta. Al cabo de un instante, se alegró mucho de haber permanecido inmóvil y en silencio. Los silbidos y cuchicheos pertenecían a los trasgos, sin duda, y se oían enfrente de donde se encontraba. Aquel sonido provenía de al menos tres focos distintos, y entre los cuchicheos se oían gritos de «¡Nalavara!» y «¡Ardrak!» Sabía que esta última palabra era la que utilizaban los trasgos para referirse a un dragón.
Ningún muchacho o muchacha de Cormyr que superase los cuatro inviernos de edad considera los bosques como un lugar vacío y privado. Las historias que se contaban no dejaban lugar a dudas: había más vida en los bosques que en los cebadales donde ni el águila ni la lechuza causan estragos entre los ratones. También sabían que si uno no quiere caer presa de nada cuando cruza un bosque, es necesario mostrarse cauteloso y alerta, y tener las armas preparadas. Pero en cualquier bosque, excepto en los confines situados más al norte, los trasgos eran una rareza. Azoun profirió una maldición de pura sorpresa. Tenía una banda de sabandijas trasgo enfrente, y muy, muy cerca, por cierto. A saber qué harían en los bosques... aunque no le sorprendería que su presencia tuviera algo que ver con la posibilidad de tender una emboscada al ejército del rey.
Azoun Obarskyr no había jugado a los montaraces desde los días más disolutos de su juventud plagada de mozas, pero hincó la rodilla en la tierra húmeda del bosque tan lenta y suavemente como un montaraz consumado. Las vidas de muchos Dragones Púrpura dependían de lo cuidadoso que fuera. Eso por no mencionar la vida de cierto hombre conocido como Azoun Obarskyr IV.
Es más, el olfato y el oído del trasgo eran más finos que los de los guardias humanos, a los que había engañado cuando era más joven, más corajudo y más ágil. Al menos confió en haber ganado en sabiduría, por lo que esperó hasta haber aspirado aire diez veces después de oír el rumor de pasos que se alejaban, antes de seguirlos.
La podredumbre causada por la herida de la ghazneth parecía haberse debilitado, aunque moriría igualmente a manos de los trasgos si se entretenía demasiado. En fin, tardaría lo que tuviese que tardar, y ya está. El rey de Cormyr recurrió a su habilidad para moverse en silencio durante la eternidad que estuvo siguiendo a la compañía de trasgos, y no descuidó en ningún momento la necesidad que tenía de no adelantarlos.
Finalmente llegaron a un lugar donde pudo oír el murmullo de voces humanas, las pisadas ocasionales e incluso el sonido metálico de un arma al ser desenvainada. Los trasgos lo habían llevado al lugar donde se encontraba su ejército... para que pudiera salvarlo si era lo suficientemente hábil. Muy despacio, como una sombra vengadora, se puso en pie bien derecho y echó atrás la cabeza para inspirar el aire que sabía que iba a necesitar. Sólo disponía de una oportunidad, y tenía que aprovecharla.
—¿Araga? —siseó una garganta trasgo, no muy lejos a su izquierda. Eso, si no le fallaba la memoria, significaba «¿Preparados?».
Azoun decidió no esperar la respuesta. Llenó de aire los pulmones y rugió en voz tan alta como pudo:
—¡Estamos rodeados! ¡Al ataque, Dragones Púrpura!
Un entrecortado grito de rabia surgió como un muro de protestas ante su rostro. El rey de Cormyr se arrojó hacia adelante para agarrarse a la primera rama que pudiera alcanzar, y desde allí a un saliente, donde afianzó los pies contemplando fijamente el furioso tumulto que se desarrollaba a sus pies. Perdida la ventaja de la sorpresa y comprometida la emboscada, la mayoría de trasgos cargaron furiosos contra los guerreros del rey por un frente, mientras otros se volvían para atacar al enemigo que había dado la alarma.
Azoun Obarskyr esperó a estos trasgos con tranquilidad, a solas y algo mareado por la debilidad, aunque lucía la sonrisa de un lobo. Sus ojos tan sólo temían una cosa: el perfil de las ballestas trasgo. En cuanto vio una, activó el primero de los hechizos de protección que tenía, en virtud del anillo de la mano izquierda, y se apartó de la roca.
Las saetas no superaron los molinetes que trazaban las espadas que lo protegían, pero sí los encendidos gritos de los trasgos y los cuerpos que los siguieron. Desató con calma la segunda y última barrera de espadas a la derecha de la primera, donde pudo ver más trasgos que corrían hacia él.
Se quitó el anillo del dedo y lo arrojó con fuerza en plena carnicería de las espadas que había conjurado, observando dónde caían los trasgos y también las hojas de sus aceros.
Cuando vio lo que quería ver, Azoun bajó de la roca como una serpiente a punto de morder. Empuñaba una ballesta de los trasgos y echó a correr en zigzag antes de que ningún trasgo pudiera advertir su presencia.
—Jamás un anillo de almacenamiento de hechizos ha sido más útil para la corona de Cormyr —murmuró, hincando la rodilla tras unas ortigas, con la ballesta dispuestos para el disparo—. Mi agradecimiento eterno, Vangey, dondequiera que estés.
Tanto el cuerpo principal de trasgos como casi todas las hojas de la zona donde las espadas conjuradas trazaban molinetes en el aire sufrieron una sacudida, una masa oscura y húmeda que servía de advertencia de aquello que Azoun sospechó que no tardaría en aparecer...
La ghazneth cayó como un relámpago negro. Las espadas se fundieron como la niebla ante la tormenta cuando absorbió toda la magia de los hechizos desatados por Azoun; la criatura no les prestó atención mientras absorbía la magia del anillo.
Tranquilamente, Azoun introdujo la ballesta a través del cinto mientras daba un paso al frente, y se arrojaba al suelo sin tomarse la molestia de reconocer al enemigo.
—Guerreros de Cormyr —gritó mirando a lo alto, hacia las copas de los árboles—, ¡abrid fuego contra la bestia con todas las flechas y saetas que tengáis! ¡No las escatiméis! ¡Disparad a discreción!
Rodó sobre sí mismo hasta incorporarse y se asomó para ver al enemigo. Antes no se había tomado la molestia de intentar reconocer a la ghazneth, y dudaba de que pudiera hacerlo ahora. Quedaba prácticamente oculta bajo la lluvia de saetas y flechas con que la obsequiaban los Dragones Púrpura, entusiastas en la labor; docenas de proyectiles.
Azoun observó satisfecho que la ghazneth trastabillaba, daba dos o tres pasos frenéticos hacia los árboles, después batía las alas que temblaban a medida que iba chocando con las ramas, hasta que logró remontar un vuelo inestable.
—¡A mí los Dragones Púrpura! —rugió Azoun, que volvió a sentarse en la roca. No era momento de heroicidades, porque se exponía a recibir la flecha de cualquiera de sus hombres, ya fuera fruto del error o de un acto deliberado. Había en Cormyr quienes culpaban de la guerra a los Obarskyr. Siempre había quienes culpaban a los Obarskyr de todo lo malo.
Pero un instante después el rey se vio rodeado por aquellos rostros familiares que le observaban sonrientes por encima de los petos con el blasón de los Dragones Púrpura.
—¡Bien hallado, majestad! —rugió uno de ellos, tendiendo su mano al rey.
Azoun la aceptó y el dragón le ayudó a ponerse en pie.
—¡Bien hallado, nunca mejor dicho! —rugió él, mirando a su alrededor—. ¿Qué nuevas tenéis?
—Más bajas, mi señor —gruñó uno de los capitanes de infantería—. También los magos guerreros, que nos han abandonado.
—¿Abandonado ?
—No se precipite —le corrigió otro oficial—. Nos dijeron que mediante la magia habían averiguado que ni vos ni Arkenfrost habíais llegado sanos y salvos a la corte. Explicaron al viejo Hestellen que temían la traición por parte de ciertos nobles, aunque no dieron nombres, y aseguraron que podían buscaros si os encontrabais cerca, gracias a la ropa que dejasteis aquí. Y con ésas se fueron.