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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (10 page)

BOOK: La muerte del dragón
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Para asombro de Vangerdahast, los modales de aquellas extrañas criaturas eran muy elocuentes. Una docena de sirvientes ataviados con capa blanca permanecían de pie alrededor de la mesa, armados de utensilios de bronce para cortar la carne en trozos fáciles de masticar. Cuando uno de los comensales se dirigía a un sirviente, éste le tiraba un bocado, que la criatura atrapaba al vuelo con la boca abierta. Al parecer, seguían escrupulosamente ciertas normas porque los comensales se guardaban mucho de cambiar la posición en la que estaban sentados y mantuvieron las manos bajo las rodillas hasta que llegó la comida. Siempre que un invitado atrapaba un bocado que había sido arrojado desde una distancia relativamente grande, por la espalda o sobre la llama temblorosa de los candelabros, todos los comensales rompían en una serie de murmullos aprobatorios. Sólo en una ocasión vio Vangerdahast que uno perdió una baza, y los demás apartaron la mirada de él, mientras el avergonzado trasgo apretaba la boca contra el sucio suelo para recuperar el bocado.

Tan correctos eran aquellos trasgos que Vangerdahast sospechó que sería bien recibido por el solo hecho de lanzar sobre sí mismo un hechizo de comprender lenguas y presentarse ante ellos. No obstante, con una boca algo más pequeña que la de sus anfitriones, sospechaba que sus modales a la mesa no estarían a la altura de las circunstancias, y en realidad no tenía muchas ganas de comer el cuervo directamente del suelo. De hecho, jamás se le había pasado por la cabeza comer cuervo, y no iba a empezar ahora: no cuando había también una suculenta y asada
Mephitis mephitis
. Vangerdahast levantó una mano invisible hacia la mofeta más cercana, después volvió la palma de la mano hacia arriba e hizo ademán de levantarla.

Mientras murmuraba entre dientes el encantamiento, sus oídos captaron un suave roce procedente de la escalera. Se giró sobre sus talones y le pareció ver un par de puntos luminosos en la entrada del corredor. Los trasgos prorrumpieron en una cacofonía de gritos y otras expresiones de sorpresa. Volvió la mirada hacia la sala del banquete y descubrió que la mofeta flotaba en el aire, justo encima de su mano invisible y mágica, y que su aroma le llegaba de tal forma que, si era una alucinación, era la más agradable que había tenido en su vida.

Los trasgos contemplaban la mofeta flotante no ya con miedo, sino con un asombro dibujado en sus ojos abiertos como platos, como si esperaran que se materializara, surgida de la oscuridad, la boca repleta de colmillos de algún dios invisible para engullirla de un bocado. Dispuesto a mostrarse todo lo comedido posible, Vangerdahast desenvainó la daga invisible y cortó un pedazo de mofeta para llevárselo a la boca. De hecho, no recordaba haber probado un pedazo de carne tan sabrosa, ni siquiera salido de las cocinas del palacio de Suzail.

La sala del banquete estalló en un tumulto de voces airadas cuando los trasgos se incorporaron de un salto y desenvainaron los espadines de sus vainas de bronce. Vangerdahast introdujo la mano en el bolsillo y arrojó un pellizco de polvo de diamante en el dintel de la puerta, murmurando el encantamiento correspondiente en el mismo instante en que se volvieron para arremeter contra él. Se materializó un brillante muro de contención que cubrió todo el umbral. Los primeros trasgos que cargaban a la carrera se golpearon contra ella y trastabillaron sobre sus compañeros.

Vangerdahast quebró una costilla de la mofeta, la iluminó rápidamente con un hechizo rápido de luz, y la arrojó corredor abajo. Una silueta alta con forma humana estaba agazapada bajo el hueco de las escaleras, y al verla un escalofrío recorrió la espina dorsal del mago. Aquella cosa parecía demasiado robusta y humana como para tratarse de Xanthon, y no había visto nada parecido a una capa o túnica que cubriera la superficie lisa de sus hombros, así que el mago estaba convencido de lo que eso significaba: las ghazneth no llevaban ropa, porque el estado de sus cuerpos pudría instantáneamente cualquier tela que tocaran.

La mofeta perdió su sabor, pero Vangerdahast cortó otro trozo e hizo un esfuerzo para comerlo, convencido de que tendría que recurrir a todas sus fuerzas.

Los trasgos se apelotonaron ante el muro de contención durante unos instantes, antes de decidir que no podrían capturar al ladrón invisible atravesando el umbral. Apostaron cuatro guardias frente al portal y volvieron a la mesa, donde se enzarzaron en una acalorada discusión. Vangerdahast no quitó ojo de ambas direcciones, y siguió donde estaba mientras lanzaba un hechizo que le permitiría escuchar la conversación. Con una ghazneth acechando en el palacio, no quería moverse hasta saciar su hambre y recuperar parte de su energía.

—Debemos encontrar al ladrón —dijo, ronco, uno de los trasgos, un tipo grueso que vestía taparrabos rojo—. No debemos permitir que pasee a sus anchas por el palacio Grodd.

Vangerdahast no daba crédito a sus oídos: al parecer, aquellos trasgos hablaban en un dialecto extraño de la misma lengua élfica que había empleado Nalavara para decirle su nombre.

—Sólo es un bicho —dijo otro—. Dejemos que se lo coma y se atragante. Después ya lo encontraremos por el olor.

—No, después vendrán más —quien así hablaba parecía ser una hembra, ante la cual los demás guardaron un silencio respetuoso—. ¿Acaso Mano de Hierro no nos ha hablado de estas cosas humanas? Si uno entra, lo seguirá un millar. Debemos rastrearlo antes de que lo sigan otros, o lo de Cormanthor quedará en nada comparado con Grodd.

—Como Otka ordene. —El macho que había manifestado su sumisión señaló hacia la puerta situada en el extremo opuesto de la sala—. Ghislan y Hardy, dirigíos a la cocina con vuestras compañías, y haced sonar la alarma. Pepin y Rord, a la pared con las vuestras.

Con una eficacia escalofriante, Pepin y Rord reunieron a veinte de los comensales y empezaron a golpear la pared. Ghislan y Hardy reunieron al resto y se dirigieron a la cocina, dejando tan sólo a Otka y a los sirvientes de capa blanca de pie y en medio de la sala. Vangerdahast no tenía ni idea de si Ghislan y Hardy o Pepin y Rord o sus subordinados eran machos o hembras. La única pista para identificar sus sexos eran sus voces, pero estaban demasiado atareados para hablar.

Vangerdahast se las ingenió para engullir la mitad de la mofeta antes de oír a las compañías de Ghislan y Hardy cargando escaleras arriba. Se dio cuenta de que aquella tribu de trasgos era demasiado eficiente para jugar con ella, envolvió lo que quedaba de mofeta en el pelaje y lo guardó en su capa. A continuación, lanzó un hechizo que le ayudara a ver en la oscuridad y se alejó corredor abajo.

Al llegar a la primera intersección, Vangerdahast tomó un pequeño pasadizo lateral que trazaba un círculo hacia una escalera secundaria que había visto en la parte posterior del salón de entrada del palacio. La carne de mofeta cayó en su estómago como plomo, aunque sospechaba que se debía más al hecho de haberlo tenido abandonado tanto tiempo que a la destreza de los Grodd como cocineros. Esta tribu no se parecía en nada a lo que él conocía, era más organizada y (sintió un escalofrío sólo de pensarlo) civilizada. Sus pensamientos saltaron a los lejanos fortines repartidos a través de las Marcas del Trasgo, pero no podía comprender qué relación podían tener los Grodd con aquellas estructuras antiguas que habían sido abandonadas mucho antes de la fundación de Cormyr. Por supuesto no comprendía cómo había pasado por alto la existencia de Otka y los demás, a pesar de encontrarse en aquel enorme palacio de los trasgos. Tenía la sospecha de que ambos misterios estaban más relacionados con Nalavarauthatoryl el Rojo de lo que hubiera querido admitir.

Cuando Vangerdahast empezó a andar por el corredor en dirección a las escaleras, se llevó un buen susto al encontrar una silueta rojiza, de aspecto humano, agazapada en el rellano. La cabeza y el cuerpo correspondían a un ser humano, de eso no cabía ninguna duda, pero la mirada perlada de aquella cosa tenía el mismo fulgor que el mago había visto en los ojos de Xanthon Cormaeril y las demás ghazneth. Es más, la figura estaba desnuda, y miraba a través del salón en dirección al hueso que Vangerdahast había iluminado antes. Aunque apenas habían transcurrido unos minutos desde que lanzó el hechizo, lo único que quedaba de su magia era un leve fulgor amarillo.

Vangerdahast susurró una maldición, después eructó y se retiró por el corredor. Ya se sentía más fuerte, pero no lo suficiente como para enfrentarse a una ghazneth. Sería preferible jugársela con los trasgos.

Casi había llegado a la fachada del palacio, cuando el imperceptible siseo de los trasgos que lo olisqueaban resonó a la vuelta de la siguiente esquina. Regresó en silencio a la esquina anterior y siguió otro pasadizo. Este corredor era aún más pequeño, tanto que tuvo que andar a gatas. De haber dependido su vida de ello, no podría haberse dado la vuelta. Los primeros trasgos, silenciosos salvo por el ruido que hacían al olisquear, pasaron de largo por el corredor, a su espalda. Cuando ninguno de ellos hizo sonar la alarma, Vangerdahast lanzó un silencioso suspiro de alivio y se arrodilló, volviendo la cabeza bajo el brazo para ver cómo pasaba el resto del grupo.

Había suspirado demasiado pronto. Casi había pasado de largo la línea de trasgos, cuando uno de ellos se detuvo y entrecerró los ojos para mirar al interior del pasadizo. Profirió un grito. Con el corazón en un puño, Vangerdahast bajó el hombro y estiró el cuello para ver qué sucedía. Allí donde sólo debía haber oscuridad, creyó ver algo de color azul. Como toda la magia que lanzaba en la ciudad de Grodd, su hechizo de invisibilidad se agotaba rápidamente.

Vangerdahast hizo ademán de recurrir a la varita de fuego cuando se le ocurrió algo terrible. Si su magia no duraba lo suficiente (y así era), eso significaba que algo la absorbía. Si ese algo era lo que temía, lo último que le interesaba era empezar a lanzar proyectiles mágicos como flechas de un carcaj. Pensó que su cerebro empezaba a razonar como debía, ahora que tenía algo en el estómago, dejó la varita en su lugar y siguió avanzando por el pasadizo, tan deprisa como sus manos y rodillas pudieron llevarlo.

Los trasgos estrecharon rápidamente el cerco. Ante la duda de si debía acabar con una espada clavada en el estómago o recurrir a otro hechizo de su arsenal, el mago se permitió el lujo de conjurar un único muro de piedra. Los trasgos chocaron contra la barrera a la carrera, después rebotaron en los confines oscuros, dispuestos a encontrar una ruta alternativa que los condujera hasta su presa.

Debían conocer el laberinto mucho mejor que Vangerdahast. Lo único que podía hacer era llegar a la fachada del palacio y alcanzar el diminuto balcón antes de que esos pequeños guerreros lo alcanzaran. El primero de ellos se arrojó contra él, y a punto estuvo de atravesarle un glúteo, pero el mago logró saltar por encima de la balaustrada y perderse en la oscuridad.

Vangerdahast sintió un fuerte dolor cuando la magia de su capa se activó sola, y después planeó lentamente, como una pluma. El mago se permitió el lujo de descender lentamente, a sabiendas de que los trasgos no tendrían tiempo de armarse de ballestas, pero el estómago se le subió a su garganta cuando empezó a caer más y más deprisa.

—Luz del rey —dijo cogiendo el anillo de comandante que lucía en uno de sus dedos.

Una esfera de luz púrpura envolvió a Vangerdahast, revelando el sorprendente hecho de que no sólo ganaba velocidad, sino que además se alejaba del palacio Grodd. Se volvió en el aire para mirar hacia el centro de la plaza y se sorprendió aún más cuando descubrió que el enorme ojo de Nalavara lo seguía detrás. Pestañeaba lentamente y aún conservaba cierto parecido con aquel estanque oscuro bajo cuya apariencia Vangerdahast lo había visto por primera vez.

Entonces el hechizo se rompió. El mago cayó a plomo al suelo y se dio un buen golpe, después se puso de rodillas y se encontró delante de la mandíbula de reptil de Nalavara. Al sacudir la cabeza, el dragón levantó dos escamas del cuello y Vangerdahast supo que sus suposiciones sobre la absorción de su magia eran correctas.

—¡Arpía! —gritó, furioso por ser utilizado de esa manera—. ¡Arderé en el infierno antes que liberarte!

—Como desees. —Las palabras de Nalavara borbotaron al atravesar su garganta como el silbido del vapor—. Pero yo en tu lugar atendería mis deseos. Recuerda el anillo.

Un estruendo terrorífico estalló en la entrada del palacio Grodd. Al levantar la mirada, Vangerdahast vio una compañía de trasgos que empezaban a acercarse a la escalera. Se puso en pie, pero al volverse para echar a correr le dolían las costillas y le temblaban las piernas.

—Aun estando fuerte y descansado, eres demasiado viejo para eso —rió Nalavara. Levantó la cabeza, y sus cuernos arrancaron manojos de una sustancia esponjosa del techo oscuro de la ciudad—. Sólo dispones de las oportunidades que yo te ofrezco: morir a manos de mis trasgos o asumir la corona de hierro y regir en mi nombre.

Vangerdahast se volvió hacia el palacio y comprendió que Nalavara tenía razón. Los trasgos que iban en cabeza habían recorrido ya la mitad del tramo de escaleras, seguidos de cerca por más de un centenar de sus compañeros. Hubiera sido fácil para un mago de su poder acabar con todos ellos de un plumazo, por supuesto, pero sólo recurriendo a la magia, y sabía muy bien lo que eso significaría para Nalavara. El dragón ya había liberado la cabeza, y con cada hechizo que formulaba no hacía otra cosa que liberarlo más.

Era preferible morir, salvo que esos trasgos se hicieran con su magia y la utilizaran para combatir a Nalavara, cosa que sin duda alguna harían: todas las varitas, anillos, broches y amuletos que llevaba encima, ocultos en sus bolsillos secretos, por no mencionar la propia capa e incluso el diminuto libro de viaje de hechizos que llevaba, que dependía de la magia para ampliarlo y poder consultarlo allí donde se viera obligado a hacerlo. Morir sería peor que luchar. Morir proporcionaría al dragón toda la magia que necesitaba para liberarse.

Por supuesto, Vangerdahast ni siquiera consideró la posibilidad de optar por la corona de hierro. Aparte de los poderes místicos que Nalavara pudiera haber transmitido al objeto, ceñir la corona supondría declararse súbdito del dragón, y era consciente de los riesgos que correría si el dragón le exigía cumplir con su deber de obediencia como súbdito. Sólo tenía una opción.

Los trasgos llegaron al pie de las escaleras de palacio y empezaron a cruzar la plaza. Vangerdahast sacó una pluma de paloma de la capa y la arrojó al aire.

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