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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (7 page)

BOOK: La muerte del dragón
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—¿Un deseo? —Vangerdahast dio una patada a la corona para apartarla, y después se adentró cojeando en la oscuridad—. Si tuviera que pedir un deseo, sería que nunca hubieras existido.

—Naturalmente —rió Nalavara—. Cualquier deseo servirá.

4

L
a llamada del cuerno resonó por segunda vez, y Alusair observó a su padre. Para su sorpresa, estaba sonriendo.

—¡La magia aún sirve en ciertos aspectos a la corona, moza! —exclamó el rey, exultante, al ver cómo le miraba.

La princesa de acero enarcó una ceja, alborozada al ver que el rey de Cormyr abandonaba su malhumor, pese a intrigarle el porqué.

—¿No esperarás que Dauneth se reúna con nosotros aquí? —preguntó mirando a su alrededor, a los familiares riscos y los despeñaderos del desfiladero de Gnoll—. Ayer me dijiste lo mucho que necesitábamos los refuerzos que traería, y ahora su desobediencia parece ser la causa de... ¿Acaso ha empeorado la situación en Arabel?

—¡No, no, hija! —rió Azoun—. Es lo que trajo consigo lo que ha causado... Bueno, te lo contaré más tarde. Por ahora, vamos a subir a esa cima, donde levantaremos la tienda que espero que el joven Marliir haya traído consigo.

—¿Tienda? Padre, ¿acaso has perdido la cabeza?

—Yo de usted me mordería la lengua antes que cometer traición —dijo un capitán de lanzas, situado a espaldas de la princesa de acero—. ¡No hable así al rey!

—¡Es usted quien debería moderar el lenguaje, soldado! —repuso Alusair, volviéndose rápidamente y echando fuego por los ojos—. Los Obarskyr hablamos libremente, razón de que el reino se mantenga en su lugar. Apréndalo bien, si es que no puede aprender nada más que le sea de utilidad luchando bajo la enseña del dragón púrpura.

—¿Has regañado a la princesa de acero? —masculló alguien lo bastante alto como para que Alusair lo oyera, cuando ésta se volvió para seguir a su padre—. Pero bueno, ¿acaso has perdido la cabeza?

Al oírlo, estuvo a punto de dibujarse una sonrisa en los labios de la princesa, mientras se apresuraba a descender por la roca resbaladiza y los montecillos de hierba hacia el lugar donde Dauneth Marliir se arrodillaba ante el rey.

—Todo se ha dispuesto según vuestras órdenes, majestad —decía el guardián de las Marcas Orientales—. Los hombres que cargan los palos esperan vuestras órdenes. Ahí tenéis a los magos, con la jaula. Tal y como podéis apreciar, está tapada para ocultar su verdadera naturaleza, como vos nos ordenasteis.

—¿Tapada para ocultar...? —murmuró Alusair cuando llegó a la altura de su padre—. Por todos los orcos vivos de las Tierras de Piedra, ¿qué...?

—Y ahora, dígame qué cara puso Elemander —preguntó Azoun—, cuando le hizo usted entrega de mis órdenes y le mostró el anillo de sello real.

—Un asombro total y absoluto —respondió Dauneth con una sonrisa—, que no tardó en convertirse en desazón, cuando empecé a describirle las gigantescas barras de hierro forjado en frío. «Eso está por debajo de mis destrezas», aspiró sonoramente y me cogió el anillo de entre los dedos para asegurarse de que no le estaba tomando el pelo. Echó pestes; no puedo recordar todas las palabras malsonantes que pronunció aunque vuestra majestad deseara oírlas, pero dudo de que existan cosas tales como el «cegato engendro volador de un amante abofeteado», o «un burro lamemierdas»; después, cogió el peto de la armadura en la que estaba trabajando cuando entré y la arrojó a lo lejos.

El rey no pudo contener la risa, dándose palmadas en los muslos antes de propinar un buen golpe a Dauneth en la espalda, golpe que obligó al joven guardián a trastabillar unos pasos.

—¡Fantástico!

—¿Sería alguien tan amable —interrumpió Alusair con la delicadeza de la seda— de informarme por qué los armeros reales tienen que procurarnos jaulas de hierro forjadas de esa manera?

—Moza —respondió su padre, jovial, al tiempo que señalaba la cima de la colina y hacía un gesto a Dauneth con la cabeza para indicarle que deseaba que ordenara a los de los palos que emprendieran su camino—, vamos a procurarnos una ghazneth: y si es necesario, ¡negociaremos su liberación a cambio de la de nuestro mago de la corte!

—Oh —replicó Alusair con una tibieza engañosa—, ¿sólo era eso? Bien, pues ahora que ya me lo has explicado, estoy segura de que todo irá como la seda. Sí que me parece plausible, sí. Mm...

Azoun enarcó una ceja ante el tono de voz de su hija, masculló algo entre dientes que muy bien pudo ser «Igualita que su madre», y se dio la vuelta para señalar algo situado a su espalda.

—¿Supongo que estarás cansada de tanto huir de los orcos?

—Dioses, sí —gruñó Alusair tan fervientemente como cualquier Dragón Púrpura veterano, cansado de marchar durante largo tiempo, al que dieran la oportunidad de tumbarse y descansar a sus anchas.

—Bien, con los refuerzos de Dauneth guardando nuestros flancos, vamos a volver sobre ellos y hacerles pagar por todo lo que nos han hecho. Llevan demasiado tiempo pisándonos los talones, y no esperan de nosotros más que sigamos con la retirada. Ahora mismo vamos a ofrecerles una última defensa desesperada, en la otra cara de esa colina que tenemos ahí mismo. En cuanto monten la tienda, romperemos la formación y correremos de vuelta aquí. Ellos nos seguirán para aprovechar la desbandada y poder derrotarnos a placer, y nosotros enviaremos las tropas de Dauneth para que los envuelvan como un brazo largo, sorprendiéndolos por retaguardia mientras los magos guerreros que Dauneth ha traído consigo los cosen a hechizos desde la tienda.

—Y así, el cazador se convierte en presa —dijo tranquilamente Alusair—. Hasta ahora te sigo. Pero dime, ¿cómo vamos a encargarnos de las ghazneth que, inevitablemente, caerán sobre nosotros cuando los magos, como tú dices, «la emprendan a hechizos»?

—Los magos conjurarán sobre la tienda una magia defensiva que sea visible: unos fuegos élficos que no tengan mayor importancia, por ejemplo —explicó el rey—, y después se retirarán a su interior cuando las ghazneth irrumpan en escena. La tienda desembocará en la entrada de la jaula, y los Dragones Púrpura formarán a ambos lados armados con hierro, dispuestos a atravesar a cualquier ghazneth que ose irrumpir en su interior.

Alusair sacudió la cabeza. Entonces se encogió de hombros y sus labios dibujaron una sonrisa burlona.

—En otras palabras, que te encabritas y sales corriendo al galope, todo ello sin perder la fe en que todo salga bien —dijo—. Bueno, ¿y por qué no? Ya lo hemos intentado todo.

—Sabía que estarías dispuesta a darles su merecido —replicó su padre—, porque, por todas las ovejas que hayan podido abrevar en la Laguna del Wyvern, ¡yo sí lo estoy!

Tres jóvenes magos guerreros formaban en la entrada oscura de la tienda que habían montado en la cima de la colina, con rostros severos y pálidos por el miedo. Las bolas de fuego y los rayos partían de sus manos para precipitarse de lleno sobre los orcos que corrían aullando colina arriba, y que retrocedían acto seguido ante la férrea línea de los Dragones Púrpura que empuñaban las lanzas. Antes de morir, los orcos se doblaban de dolor, eso cuando no huían quebrada la moral, para ser alcanzados por la onda expansiva del siguiente hechizo.

Unos pocos latidos de corazón bastaron para que las primeras ghazneth hicieran acto de presencia. Volaban a ras de suelo, procedentes del sur.

—Por los Dioses que moran en los cielos, qué rápidas son —murmuró Alusair a oídos del rey. Observó a los tres magos guerreros: Stormshoulder, Gaundolonn y Starlaggar, así se llamaba el tercero, Mavelar Starlaggar, y vio que todos estaban pálidos y temblorosos del miedo—. ¿Estás seguro de que nuestros magos guerreros estarán a la altura?

Azoun siguió la mirada casi burlona de su hija pudiendo ver a uno de los jóvenes magos vomitar lo último que había comido. El rey se encogió de hombros.

—Todos nosotros, quien más quien menos, hemos tenido que enfrentarnos a nuestro primer combate, y ningún soberano podría defender el reino si sólo pudiera contar con veteranos canosos: con quienes ya saben qué supone luchar por Cormyr.

—¿Veteranos canosos como el rey? —preguntó Alusair con una sonrisa.

—Exacto —Azoun correspondió a su sonrisa, y se echó hacia adelante—. Ahí tienes al pájaro más atrevido...

La segunda ghazneth que sobrevoló la cima de la colina no perdió el tiempo en trazar círculos y lanzar graznidos como hacía su compañera. Se arrojó sobre la tienda sin detenerse a pensarlo.

Uno de los magos guerreros lanzó un grito de terror y de la prisa que tenía por huir tropezó con el compañero que tenía más cerca, cayendo ambos sobre la tienda. El tercero, desesperado, se apresuró a apartarlos del camino de la ghazneth que se arrojaba hacia la entrada de la tienda. La criatura era grande, fuerte y tenía la cabeza pelada, además de los hombros propios de un hombre gigantesco y de aspecto imponente.

Con escasos segundos de margen, el mago guerrero Lharyder Gaundolonn logró apartar a sus dos compañeros del camino y se precipitó con ellos en el interior de la tienda sumido en penumbras. La ghazneth los siguió como un rayo, un rayo negro cuya invisible trayectoria terminó en un estampido de huesos, cuyas astillas volaron por doquier, atrapada en la jaula con tal ímpetu que hizo temblar toda la cima.

Un capitán de infantería de los Dragones Púrpura echó el cerrojo que cerraba la jaula, empujó las dos escarpias de hierro que procurarían mantenerla en su lugar e hizo un gesto con la mano a los de las lanzas, cuyas armas mantendrían a la ghazneth capturada en su lugar.

—Majestad —dijo el capitán—, ya tenéis el pájaro en su jaula: más rápido y más limpiamente de lo que me atreví a soñar, ¿y ahora?

—Sólo tenemos una jaula —se encogió de hombros el rey.

Observó el tumulto de la sangrienta batalla donde los Dragones Púrpura avanzaban lentamente para reunirse, dispuestos a acabar con los orcos que habían quedado atrapados en medio, y, después, a las ghazneth (tres en aquel momento) que trazaban círculos en el aire y que, de vez en cuando, arrancaban una cabeza aquí o abrían en canal a uno de sus hombres allí.

—Basta —dijo—. Dauneth, ¿está preparado el mago guerrero más antiguo?

—Así es, majestad —respondió el guardián, que movió el brazo de arriba abajo a alguien a quien los Obarskyr no podían ver.

Bastante después, una pequeña forja de dagas de hierro forjadas al frío, puntas de flecha, y puntas de lanza, apareció suspendida en mitad del cielo, adoptando la forma de una nube situada encima de la ghazneth más cercana, sobre la cual se precipitó como una pedrada.

La criatura profirió un chillido ensordecedor al caer desamparada en medio de la refriega. Mucho antes de que pudiera incorporarse, antes de que, herida, remontara el vuelo y se alejara sobrevolando como podía el escenario de la batalla, las otras dos ghazneth se habían alejado ya.

—A pedir de boca —dijo Alusair—. Ahora lo único que tenemos que hacer es contener a unos cuantos millares de orcos mientras tú te dedicas a negociar con esa ghazneth herida y furiosa. Sangre de Tempus, míralos cómo corren colina abajo. ¿Cómo se las apañará una tribu de orcos para alimentar tanta boca?

—Negociar, tú lo has dicho —dijo el rey con una sonrisa—. A juzgar por su aspecto, seguro que hemos capturado a la peor de ellas después de Boldovar. Será Luthax, no me cabe la menor duda, mano derecha de Amedahast entre los magos guerreros de su época.

—No eres muy amigo de los planes sencillos, ¿verdad? —preguntó su hija sacudiendo la cabeza en un gesto de desaprobación.

La respuesta jocosa del sonriente rey se perdió entre los aullidos de los orcos, que cargaban con denuedo colina arriba procedentes de todas partes.

5

L
as mordeduras de rata se habían convertido en rojos pliegues de la piel, dejando los pálidos pechos y el estómago de Tanalasta salpicados de cicatrices en forma de estrella y apostemas. Aunque le dolía la cabeza y las articulaciones debido a los últimos coletazos de la fiebre, se sentía bastante recuperada, descansada y, finalmente, a salvo. Owden Foley, pálido y maltrecho, pero vivo, permanecía sentado al borde de su cama. Tenía los ojos cerrados en plena concentración, y extendía la palma de la mano sobre su vientre con intención de curarla. Afuera, los corredores que había al salir de su estancia estaban custodiados por toda una escuadra de Dragones Púrpura. Había dos magos guerreros sentados en la antesala, y bastaría con gritar para llamar su atención. Incluso las ventanas estaban aseguradas, barradas con hierro y selladas con cemento y piedra.

Owden abrió los ojos, pero dejó la palma de la mano extendida sobre el abdomen desnudo de Tanalasta, que sintió fluir el calor curativo de la diosa en su vientre, y estremecerse también los riñones de un modo que no le era del todo ajeno, y que resultaba un tanto incómodo. Tanalasta permitió que aquellas sensaciones la recorrieran de los pies a la cabeza, e intentó aceptar lo que sentía sin sentirse cohibida. Aquellos movimientos eran un obsequio de Chauntea, y por muy particulares que fueran, nadie que adorara a la Madre podía negarlos.

Para cuando el maestre de agricultura apartó su mirada del rostro de Tanalasta, ésta fue incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo.

—¿Qué me dice del bebé, Owden? —preguntó la princesa con cierta dificultad. Pese a que el sanador había aplicado su magia en la mandíbula rota, estaba tensa, ulcerada e inmovilizada por un pañuelo de seda—. ¿Está herido?

—¿No sentís dolores ni tenéis pérdidas? —preguntó Owden sin mirarla directamente.

Un miedo gélido empezó a extender sus garras por el pecho de Tanalasta.

—¿Qué sucede?

—Nada que nosotros sepamos —respondió Owden. No apartó la mano del abdomen de Tanalasta—. Sólo era una pregunta.

—Pregunta que sabe usted que no puedo responder. —Tanalasta acababa de despertarse, y lo primero que había hecho era llamar a Owden—. ¿Cuánto tiempo he dormido?

—Cinco días... o eso me han dicho —Owden levantó la otra mano, y con aire ausente frotó la venda en su propia herida—. Yo desperté ayer.

—¿Y Alaphondar?

—En la biblioteca de palacio. Seaburt y Othram también están por aquí, pero me temo que los demás... —Sacudió la cabeza, y añadió—: Los orcos llegaron muy deprisa.

—Que sus cadáveres alimenten la tierra —susurró Tanalasta con los ojos cerrados—, y que sus almas florezcan de nuevo.

—La diosa cuidará de ellos —Owden se llevó la mano al brazo—. Eran unos valientes.

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