La muerte del dragón (33 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—Bien hecho —alabó Azoun con visible satisfacción—. No podemos permitirnos perder ni un solo hombre más, de modo que los está cuidando como si fuera su niñera. ¡Ha nacido para liderar ejércitos!

Cruzó la mirada con el mensajero, y ambos extendieron la mano para hacerse con más rocío de dragón. El pellejo estaba casi vacío.

—Hay más orcos de los que podrías contar dos o tres colinas más allá, pero la mayoría son trasgos —dijo Alusair, satisfecha, cuando llegó montada a caballo. Estaba empapada de la cabeza a los pies en sangre de los trasgos.

Azoun se inclinó en la silla para abrazarla.

—¿Acaso has olvidado para qué sirven los yelmos, joven dama? —gruñó.

—Ah —rió su hija, mientras sus ojos brillaban de satisfacción—, ¡cómo disfruto luchando a tu lado, padre!

—¿Seguro que no prefieres a dos docenas de ardientes jóvenes nobles? —preguntó su padre, zumbón.

—En fin, sus esfuerzos por impresionarme me proporcionan un entretenimiento mucho más intencionado del que obtengo de ti —respondió la princesa de acero—, pero por mucho que se esfuercen, a veces tanto entretenimiento aburre.

Azoun rió, pero después oyó algo. Miró hacia el sur, y mudó la expresión de su rostro.

—Más mensajeros —informó Bayruce—. Llevan los caballos a punto de reventar.

—¿Problemas, padre? —preguntó Alusair, llevándose la mano a la espada.

—No lo sé —respondió Azoun, encogiéndose de hombros—, pero sí sé que éste no sería un buen momento para enfrentarse a nobles traidores.

—¿Serían tan idiotas de acuchillarnos por la espalda, teniendo en cuenta que el dragón lidera a los trasgos y a los orcos, que están dispuestos a llegar hasta las mismas puertas de la capital? —preguntó la princesa, enarcando una ceja.

—Aburrido entretenimiento, aburrido —replicó Azoun.

Los mensajeros llevaron buenas noticias. Los nobles habían reunido un contingente de fuerzas bien pertrechadas, que esperaban la llegada del rey cerca de Jesters Green, al mando del maestre de guerra Haliver Ilnbright, veterano Dragón Púrpura que contaba con el respeto de muchos nobles que habían luchado a su lado a lo largo de los años.

—Les plantaremos cara en Puente de Calantar —decidió Azoun, volviéndose en la silla—, después, cuando sea necesario, nos replegaremos a las granjas situadas en la colina.

Todos guardaron silencio y torcieron el gesto cuando la silueta oscura del gigantesco dragón rojo remontó el vuelo, recortado contra la luz del sol, y voló a sus anchas de un lado a otro sobre las tierras de Cormyr.

Después de unos cuantos latidos de corazón, pudieron ver las diminutas siluetas de seis ghazneth que hicieron lo propio para reunirse con él. Alusair no pudo reprimir un temblor, y Azoun extendió la mano para coger la suya con fuerza.

—Lo siento —murmuró.

—No lo sientas —respondió ella. El rey apretó la mano, cálida y tranquilizadora—. Siete azotes —murmuró la princesa—. ¿Quién será y dónde está el séptimo?

—A mí no me mires —refunfuñó su padre—. Aquí sólo soy el rey.

Y de pronto, Alusair rompió a reír como hacía tiempo que no reía.

29

C
omo todo lo relacionado con aquella traición, Tanalasta consideraba la señal que utilizaba Orvendel para llamar la atención de las ghazneth excesivamente complicada, infantil y muy descorazonadora. Se hallaba en lo alto de torre Rallyhorn, observando desde la oscuridad cómo Orvendel izaba un estandarte deshilachado en cuya superficie se representaba la figura de una ghazneth de anchos hombros y mirada roja; en una de sus manos tenía la corona de Cormyr, y en la otra un rayo; un pie apoyado en el pecho de un moribundo, y el otro en las ruinas de una torre de la nobleza.

—Maldito cabrón —siseó Korvarr—. No tenía ni idea.

—Obviamente —replicó Tanalasta.

Después de oír describir a Orvendel casi con orgullo cómo había jugado con Korvarr para descubrir los planes de Tanalasta, el capitán de Dragones había renunciado a su puesto y solicitado compartir el castigo de Orvendel. Tanalasta había aceptado la renuncia, pero declaró que la contrición de Korvarr ya suponía castigo suficiente. Según el cabeza de familia, la cortedad de vista de Orvendel y su pasión por el estudio lo convirtieron durante su infancia en el hazmerreír. Cuando era muy joven, Korvarr y sus amigos no habían tenido reparos en burlarse del muchacho. No obstante, cuando comenzó la invasión ghazneth, el capitán de Dragones había sido momentáneamente víctima de las locuras de Boldovar, el rey Loco, y pudo apreciar cuán dañinas habían sido sus burlas. Se propuso cambiar su cruel forma de ser, y envió de inmediato varias disculpas a su hermano.

Éste rechazó todos los mensajes, y es que el resentimiento de Orvendel se había transformado ya en una rabia que no conocía límites, y no sólo hacia su hermano. Lord Rallyhorn también se había granjeado el desprecio de su hijo pequeño por no haber ocultado nunca la decepción que supuso para él la torpeza física del muchacho, y lo delicado que era de salud. Igual hizo el resto de la sociedad cormyta, que siguió el ejemplo del hermano mayor y del padre, y que trató al joven como al enclenque de la familia o al bufón. No era de extrañar, pues, que cuando Orvendel empezó a oír los informes de los daños que sufría el reino a manos de los azotes que anunciaban las profecías de Alaundo, se divirtiera de lo lindo.

Orvendel se obsesionó con las ghazneth y aprendió todo lo que pudo sobre ellas, hasta que descubrió que podrían convertirse en herramientas de su ansia de venganza. No tuvo ninguna dificultad para registrar la cámara mágica de la familia con tal de hacerse con un objeto que pudiera atraer la atención de las ghazneth, y cuando Korvarr envió mensaje conforme no tardaría en teletransportarse de vuelta al hogar acompañado por la princesa, Orvendel ya se había puesto en contacto con Luthax. Bajo la tutela de la ghazneth, el joven Rallyhorn había aceptado los intentos de recuperar la amistad de su hermano y se había convertido en espía; su primer paso consistió en concretar la venganza ayudando a los monstruos a devastar el sur de Cormyr.

En cuanto aquel lamentable estandarte pendió del tope del palo, Orvendel encendió una linterna con cuya luz iluminó el estandarte.

—Aho... ahora será mejor que os retiréis. —El joven no miró ni a Tanalasta ni a su hermano, y estaba tan asustado que la luz de la linterna tembló a medida que hablaba—. Supongo que no querréis que os vean.

—Vigila tu pulso, Orvendel —dijo Tanalasta—. No nos interesa que sospeche nada malo.

Orvendel observó sus manos temblorosas y exhaló un par de veces, después presionó el fondo de la lámpara contra su estómago.

—No pasa nada. No es la... primera vez que estoy nervioso.

—¿Y estás seguro de que lo verá? —preguntó Korvarr.

—Estará observando —respondió su hermano pequeño—. Ansía la magia, y no esperará mucho. Aprisa.

—Adelante, alteza —dijo Korvarr—. Me quedaré en el dintel de la puerta con la ballesta por si intenta escapar.

—¿Te crees más rápido que una ghazneth? —preguntó Orvendel, que miró a su hermano. Por muy asustado que pudiera estar, el muchacho compuso una mueca de desprecio—. Si te quedas aquí, querido hermano, Luthax te matará. A mí no me importa nada, pero te aseguro que echaría a perder el plan de la princesa.

—Esta vez Orvendel no nos traicionará —dijo Tanalasta cogiendo del brazo a Korvarr—. Luthax lo mataría de todos modos, y estoy segura de que preferirá que lo recuerden como al héroe que salvó Cormyr, que como al muchacho que lo vendió.

Orvendel empezó a temblar de pies a cabeza, y se volvió para observar la oscura ciudad. Después de la confesión que había hecho, confesión que se produjo incluso antes de que la reina Filfaeril expusiera todas las pruebas de que disponía, Tanalasta había pronunciado las palabras más duras de toda su vida al condenarlo a muerte. Después de dejarle que considerara su destino durante un tiempo, empezó a jugar con él, a describirle todas las ejecuciones horribles de anteriores traidores, para después rogarle que la ayudara en lo posible a cambio de elegir una ejecución que fuera rápida y lo más indolora posible. Orvendel había resistido aquella parte del interrogatorio con sorprendente entereza. Fue desafiante y orgulloso hasta que Korvarr empezó a hablar de los suyos, y de cómo lo ridiculizarían a su muerte.

Sus descripciones habían servido para martirizar mucho más a Orvendel que las torturas descritas por Tanalasta, y el muchacho finalmente aceptó ayudarlos a tender una trampa a Luthax. Dado el miedo que tenía a que se burlaran de él, la princesa estaba convencida de que cumpliría con lo que había prometido. Antes de cumplir los veinte años, también ella había tenido que sufrir en sus carnes los mismos temores que Orvendel, y sabía mejor que nadie lo mucho que pesaban esos sentimientos.

Tanalasta cogió del brazo a Korvarr y lo arrastró tras ella escaleras abajo, preguntándose si podría volver a mirarse al espejo cuando acabara la guerra. Apenas hacía diez días de lo que se llamó «El concilio de Hierro», cuando ordenó ejecutar a lady Calantar por el simple hecho de protestar una orden real. Ahora utilizaba a un muchacho asustado, un hombre joven según la ley y las costumbres, a quien no por ello dejaba de considerar un muchacho, a que atrajera a una ghazneth a la trampa que habían tendido. Si lo hacía bien, recibiría por toda recompensa una muerte indolora.

Tanalasta no pudo reprimir un temblor al pensar en lo que se estaba convirtiendo. Quizá fuera una regente para quien el principal objetivo consistía en librar al sur de todo mal, pero ¿y después? Cuando volviera a ver a Rowen, ¿podría mirarlo a los ojos y describirle todas las cosas horribles que había hecho?

Cuando Tanalasta descendió por los escalones, Owden Foley la cogió del brazo y la condujo al espacioso estudio de Urthrin Rallyhorn.

—Alteza, ¡estáis temblando! —dijo—. ¿Tenéis frío?

—Me temo que me estoy convirtiendo en un témpano de hielo. —Tanalasta miró a su alrededor, y preguntó—: ¿Está todo preparado?

Aunque la estancia parecía vacía, la princesa sabía perfectamente que había una docena de Dragones Púrpura, ocultos tras un panel de estanterías falsas que se extendía a lo largo de una de las paredes. Había también un par de magos guerreros sentados en una aspillera oculta por una cortina gruesa, y dos más agazapados tras el pesado escritorio del duque. El resto de la compañía, un centenar de guerreros escogidos y una docena de magos guerreros, aguardaba al pie de la escalera, dispuesta a irrumpir en la estancia en cuanto se disparara la trampa.

—Tan preparados como podamos estarlo —dijo Owden.

Condujo a Tanalasta a lo largo de la estancia hasta la puerta de roble de un armario, cuyas puertas abrió. En su interior, el gabinete parecía menos un armario que un ataúd construido para dos personas. De hecho, era una caja de hierro disfrazada de armario, con un grueso forro de cuero acolchado, y una barra de acero a modo de cerradura, que sólo podía abrirse desde el interior. La princesa sabía mejor que nadie que nada podría impedir que la ghazneth la alcanzara, pero si conseguía entretenerla podría recurrir al broche mágico de la capa y teletransportarse.

Tanalasta penetró en su interior y cogió el arma que destruiría a Luthax: una corona antigua con una gema incrustada, que en tiempos perteneció al rey Draxius Obarskyr. Se miró el estómago, tan inflado a esas alturas que ya no podía verse las puntas de los pies, y dijo:

—Espero que se cierre la puerta.

—Estoy seguro de que lo hará, alteza —dijo Owden. Entró junto a la princesa y, pese a la seguridad de su tono de voz, empujó la puerta para asegurarse—. ¿Lo veis?

—Sí —respondió ella. El forro de cuero empujó su tripa hacia sus pechos, pero oyó que la barra de acero se ajustaba en su lugar—. No la cerremos hasta que sea necesario, si no le importa.

Owden profirió un gruñido de desaprobación, pero abrió de nuevo la puerta. Casi de inmediato, Tanalasta olió el olor acre del azufre y observó la bruma amarillenta que colgaba de la estancia. Primero pensó que Luthax había olido la trampa e intentaba asfixiarlos, pero después oyó que algo se posaba en el tejado y que toda la torre empezaba a temblar. Una voz grave reverberó a través de las tejas, fuerte y retumbante como un terremoto.

—¿Dónde has estado, muchacho? Tengo mis necesidades.

—Lo... Lo sé. —Abajo, apenas lograron oír la respuesta de Orvendel—. La princesa ha obligado a todos los nobles a llevar su magia al palacio real. Habréis...

—Ya me había percatado —masculló Luthax—. Debiste advertirnos. De haberlo sabido con tiempo, podríamos haberlos emboscado. Con toda esa magia... sabes que no habría pasado mucho tiempo hasta que te convirtiéramos en uno de los nuestros.

Tanalasta se sobresaltó, y oyó que Owden siseaba entre dientes a su lado. Orvendel no les había dicho nada de eso, de que intentaba convertirse en ghazneth, pero tenía sentido. Imaginó que lo veía señalando hacia abajo, bajo el techo, mientras pronunciaba la palabra «trampa». Se sintió como una idiota al pensar que comprendía lo que sentía el muchacho, aunque no demasiado. Mientras conversaban, había un centenar de Dragones Púrpura que se acercaban a la torre montados en hipogrifos, dispuestos a enfrentarse en el aire a la ghazneth y devolverlo al techo. Finalmente, la única diferencia estribaría en la forma en que Cormyr recordara a Orvendel Rallyhorn y en lo que pensaría Tanalasta de sí misma.

Pero Orvendel no era tan iluso como antes.

—Hasta el momento os he ayudado a encontrar el doble de toda esa magia. —Hubo una larga pausa—. Si quisierais convertirme en uno de los vuestros, a estas alturas ya lo hubieseis hecho.

Lo siguiente que oyó Tanalasta fue un cuerpo que rodó por el tejado. Pensó por un instante que Luthax había matado al muchacho, pero entonces la ghazneth se dirigió de nuevo a él.

—Tengo hambre, muchacho. No es buen momento para jugar conmigo.

—No estoy jugando —Orvendel hablaba tan bajo que Tanalasta apenas podía oír lo que añadió—: Tengo algo especial para vos.

—¿Dónde? —preguntó Luthax—. No percibo magia.

—No es magia... algo mucho mejor —dijo Orvendel. Junto a Tanalasta, Owden maldijo entre dientes, al parecer convencido de que el muchacho se había propuesto traicionarlos. Orvendel añadió—: Venid abajo.

—¿Abajo? —preguntó Luthax con suspicacia—. Tráelo aquí arriba.

—Uy, no puedo.

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