La muerte del dragón (34 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—¿Estás jugando conmigo, muchacho? —Oyeron una bofetada procedente del techo, seguida por el golpe que se dio Orvendel al caer de nuevo—. Haz lo que te digo, o...

—¿Orvendel? —llamó Tanalasta. Pasó la corona a Owden y abandonó su escondrijo—. Orvendel, he oído voces. ¿Hay alguien contigo ahí arriba?

Nadie respondió, y Owden la cogió del brazo.

—¿Qué estáis haciendo?

—¡Silencio! —siseó Tanalasta. Retiró su mano y se dirigió al pie de las escaleras—. ¡Orvendel! ¡Responde!

Oyeron ruidos procedentes del techo, y la nube de azufre se hizo más densa y más acre. Korvarr salió de debajo de las escaleras.

—¡Orvendel! —gritó Tanalasta—. No estoy dispuesta a esperar más tiempo esa sorpresa tuya. El tiempo de una princesa es...

—¿Orvendel? —llamó Korvarr, serio, al comprender qué era lo que se proponía Tanalasta. Se puso delante de la princesa y empezó a apartarse de la escalera, llevándola hacia su ataúd—. Si se trata de otro de tus jueguecitos...

—¡Nada de eso! —rugió la voz profunda de Luthax.

Una llamarada recorrió todo el trecho de escaleras, alcanzando a Korvarr de lleno en el pecho y empujándolo contra Tanalasta. Ésta trastabilló y cayó al suelo, con el olfato sobrecogido por un sorprendente hedor a carne quemada. Korvarr cayó sobre ella, aullando y gritando mientras sacudía los miembros contra el suelo para apagar el fuego.

La cabeza de un mago asomó por detrás de la cortina de la aspillera, después la estantería empezó a deslizarse cuando los Dragones Púrpura que se ocultaban detrás la corrieron para salir.

—¡Alto! —gritó ella con voz autoritaria. El mago ocultó la cabeza tras la cortina, y la estantería falsa dejó de moverse. Suspiró aliviada, y repitió con menos aplomo—: ¡Deje de moverse, Korvarr!

Aunque en realidad aquella orden no iba destinada a él, de algún modo, pese al dolor y el miedo, Korvarr encontró la fuerza necesaria para permanecer inmóvil. Tanalasta se lo quitó de encima e intentó pensar desesperadamente en lo que haría a continuación si no fuera consciente de la presencia de Luthax en el techo, escuchando cada paso que daba e intentando descubrir si había gato encerrado.

—¡Ayuda! —Al tiempo que gritaba, hizo un gesto a Owden para que cerrara el armario, y a los demás compañeros para que siguieran en sus puestos. A Korvarr lo dejó en el suelo, ardiendo junto a ella—. ¡A mí la guardia!

Luthax no necesitó oír más para convencerse. Con un increíble estruendo bajó por las escaleras hasta irrumpir en la sala, seguido por una nube asfixiante de humo y ceniza. En medio de la nube se plantó la figura de aspecto humano con la barriga de un mago y piernas curvas, delgadas como palillos. Dirigió su fiera mirada a Tanalasta, y acto seguido avanzó un paso.

Un torrente de toses surgió de detrás de la falsa estantería, y al oírlo la ghazneth abrió unos ojos como platos. Se volvió hacia el sonido levantando un dedo.

—¡Ahora! —gritó Tanalasta—. ¡Hacedlo ahora!

La librería cayó hacia adelante, aplastando a Luthax contra el suelo. Un círculo de llamaradas rojas surgió por debajo, y se extendió hasta quemar la planta de los pies de Tanalasta y prender fuego a las alfombras. Entonces, una docena de Dragones Púrpura se arrojaron hacia adelante y empuñaron las espadas sobre la estantería caída.

Una columna de fuego surgió a través de una obertura, y abrió un orificio en el techo de roble de la torre del tamaño de un caballo. Dos Dragones Púrpura cayeron hacia atrás gritando, con las manos sobre sus rostros quemados. Los demás empezaron a hundir sus espadas de hierro a través del agujero.

Ahora que la ghazneth estaba atrapada, Tanalasta se dedicó a Korvarr; se quitó la capa y la extendió sobre el cuerpo quemado del capitán, que chilló y rodó sobre sí mismo, envolviéndose en la capa y apagando las llamas.

Un crujido tremendo reverberó en las paredes de la estancia cuando el suelo de un extremo cedió y se precipitó sobre el piso inferior. Tosiendo, medio asfixiada por el humo sulfuroso, Tanalasta se arrojó hacia adelante y echó un vistazo, a través de la cortina en llamas que le llegaba a la altura de la rodilla, a la estancia humeante que había debajo.

La estantería falsa yacía sobre el suelo caído y chamuscado, y sobre ella se encontraban docenas de Dragones Púrpura gruñendo o gritando. Luthax se incorporaba de rodillas, asomando la cabeza. La ghazneth estaba rodeada de unos treinta Dragones Púrpura, cuyas armas se entrechocaban al atacarlo con denuedo. Aunque muchas de sus heridas parecían cerrarse de inmediato, otras no lo hacían, y Tanalasta sabía que se imponían por ser muchos.

—¡Owden, la corona! —Extendió la mano hacia atrás, sin por ello dejar de mirar a través del agujero. Entonces señaló a los magos que habían permanecido ocultos bajo el enorme escritorio—. ¡Y bajad de una vez esa caja!

Los magos volcaron la parte superior del escritorio, que reveló la caja enorme de hierro que había ocultado la tapa de cerezo. Después la empujaron hacia el boquete que había en el suelo. Abajo, Luthax pareció advertir que no podía regenerar las heridas tan deprisa como se las infligían sus atacantes. Dejó de forcejear y cerró los ojos para concentrarse. Un rumor sordo hizo temblar la torre. Los tapices que colgaban de las paredes se ondularon rítmicamente, y el polvillo del yeso cayó de los travesaños.

—¡Moveos! —ordenó Tanalasta, animando a los magos que llevaban la caja al agujero.

Owden le dio la corona, y después arrimó el hombro a la caja de hierro. La enorme jaula se deslizó por el suelo, dio un bote y cayó sobre la cabeza de Luthax. La ghazneth cayó de espaldas con la caja sobre el pecho y la corona que ceñía totalmente aplastada.

Cesó la confusión y el humo empezó a aclarar, después la forma del cráneo de Luthax pareció recomponerse. Tanalasta quitó al chamuscado Korvarr la capa, y la utilizó para extinguir las llamas que devoraban el borde del agujero. Descolgó las piernas y levantó un brazo hacia Owden.

—Bájeme.

—Son más de tres metros —respondió éste con los ojos abiertos desmesuradamente. —Es demasiado, lo sé —dijo—, pero lo haré si es necesario.

—No es necesario —Owden la cogió de las muñecas y se agachó boca abajo; acto seguido, la descolgó por el borde—. ¡Eh! ¡Los de ahí abajo, necesitamos ayuda!

Varios pares de manos cogieron a Tanalasta por las piernas y la depositaron suavemente en el suelo del piso inferior. Aunque toda la operación no les llevó más que treinta segundos, cuando se acercó a la caja de hierro para arrodillarse junto a Luthax, su cráneo había recuperado por completo su forma normal.

Tanalasta sostuvo la corona antigua sobre su cráneo calvo y negro.

—Luthax el poderoso, castellano supremo de los magos guerreros, como legítima descendiente de Obarskyr y heredera del trono dragón, le concedo la cosa que más desea, el deseo que le empujó a traicionar aquello que más amaba. —A medida que así hablaba, Luthax abrió los ojos. La princesa le ciñó la corona, y terminó el discurso que Alaphondar había escrito para la ocasión—. La corona de Draxius Obarskyr os pertenece.

—¡No! —Luthax extendió la mano y golpeó a la princesa en la mejilla.

Fue como si le explotara el oído de dolor; todo se volvió oscuro. Durante un instante pensó que Alaphondar se había equivocado, pero entonces recuperó la visión y pudo ver que la mirada de Luthax perdía el fuego que la caracterizaba. La sombra abandonó su rostro, y Tanalasta se encontró frente a los ojos amargos de un mago ansioso de poder y devorado por el odio.

Luthax volvió a levantar el brazo, pero en esta ocasión un Dragón lo detuvo antes de que pudiera descargar el golpe. Se sacudió la mano del soldado y palpó la corona, intentando en vano deslizar un dedo bajo ella para poder quitársela. Sólo logró hacerse cuatro rasguños en un costado de la cabeza.

—No servirá de nada, Luthax —suspiró aliviada Tanalasta. Levantó una mano y profirió un gemido de cansancio cuando la ayudaron a levantarse—. Querías esa corona, y ahora ya la tienes.

—Sí, eso quería —dijo con voz mezquina—. Pero y tú, ¿qué es lo que quieres? Creo que tendré que pensarlo.

La mirada de Luthax recaló en su propia barriga, adonde miró Tanalasta, sorprendida al ver una cadena de plata de la que pendía una hebilla del mismo metal en forma de girasol.

La hebilla le resultaba tan familiar como el símbolo sagrado que llevaba alrededor de su cuello. Era la misma hebilla que lucía Rowen Cormaeril en su cinturón de explorador; la misma hebilla que había observado ella durante el viaje que los había llevado a través de las Tierras de Piedra; la misma hebilla que tanto se esforzó en desabrochar en su noche de bodas.

Tanalasta se la arrancó a Luthax del cuello.

—¿Dónde la has conseguido?

—Veo que estás interesada —dijo el anciano con una sonrisa—. Qué curioso, porque con esta corona en la cabeza no lo recuerdo...

—Jamás. —Se preguntó qué clase de esposa se negaría a aceptar el trato sugerido por Luthax. Tanalasta dio una patada al viejo en las costillas y se apartó—. Encerrad a este monstruo en su jaula.

Owden asomó la cabeza por el agujero del techo.

—¡Y aseguraos de que no pueda lanzar hechizos!

—Eso —dijo Tanalasta—. Tendremos que hacer algo para asegurarnos. Rompedle las manos y la mandíbula: las quiero bien rotas.

30

F
uego! —ordenó el capitán de arqueros con voz serena y la mirada puesta en el río que discurría a sus pies. La tercera andanada de saetas que había ordenado hendió el aire fugazmente iluminada por el sol, y después se precipitó como una lluvia mortífera sobre los orcos que avanzaban pesadamente.

Los marranos trastabillaron y cayeron en el agua, un agua roja teñida con su sangre. Las pilas de cadáveres de quienes habían caído antes asomaban en la superficie como grotescas islas, y tan terribles eran las aguas de la Laguna de las Estrellas que no era buena idea franquear la orilla para ir al terreno fangoso por donde avanzaban los orcos.

Ni siquiera habían logrado llegar a la primera línea de Dragones Púrpura: una línea donde los soldados formaban con las picas en ristre, a medio camino de la ladera que llegaba hasta la orilla, como un animal que enseñara los colmillos a su presa. Los arqueros de Cormyr disparaban a discreción contra cualquier cosa que se acercara al río o que intentara atravesarlo. Habían caído cientos de orcos, pero había más dispuestos a ganar la otra orilla, quizá más temerosos del dragón que los seguía que de los humanos que los esperaban.

Incluso el capitán de arqueros torció el gesto al ver a los enloquecidos orcos golpearse unos a otros, resoplando como cerdos enormes, con las flechas que aún no los habían tumbado clavadas en el ojo. Los que se habían librado avanzaron incansables; algunos tuvieron el ingenio necesario para coger a los muertos y utilizarlos como escudos ante las flechas que silbaban a su alrededor.

—¿Cómo están? —preguntó a gritos un comandante de infantería pagado de sí mismo, que se acercó a la línea donde refulgían las puntas de flecha.

El capitán de arqueros evitó sonreír al responder.

—Aún seguimos de pie, señor. No hemos sufrido ninguna baja, y aún disponemos de muchas flechas.

—¿Y qué hacen esos hombres ahí, cruzados de brazos? —gruñó el oficial, que los señaló con la espada desnuda.

—No es que estén de brazos cruzados, señor. Esperaban con las saetas preparadas, ¿comprende?

El comandante de infantería pestañeó ante el silencio que siguió a su pregunta, sin percatarse de que era necesaria una respuesta.

—¿Por qué? —preguntó.

—Esperan por si hay que defender el puente.

—¡Pero si estamos defendiendo el puente y ni siquiera han puesto un pie encima! —exclamó el comandante, frunciendo el entrecejo—. Esos marranos ni siquiera lo han tocado, gracias a los arqueros que lo defienden, arqueros que, por si no lo había observado, luchan con coraje mientras los suyos están de brazos cruzados.

—Claro, señor —respondió el capitán de arqueros—. Ahora mismo acabo de darme cuenta de que tiene usted razón.

El comandante retrocedió como si acabaran de abofetearlo. Después, acercó el rostro a unos centímetros del arquero.

—¿Se burla de mí, soldado? —espetó—. Explíqueme ahora mismo a qué están esperando.

—¡Fuego! —rugió el capitán de arqueros sin molestarse en responder.

Cuando el comandante de infantería dio un respingo ante lo súbito de aquel grito, otra andanada mortífera surcó los cielos.

El capitán de arqueros siguió con la mano el descenso de la nube de flechas, y señaló también el lugar donde docenas de orcos caían en el barro o en el agua, agarrando los proyectiles que los atravesaban.

—Esta carnicería no seguirá por mucho tiempo, señor, sin que el enemigo aporte algo más.

—¿Algo más? ¿A qué se refiere?

—Al dragón, señor. Si seguimos así mucho tiempo más, el dragón vendrá, señor. Primero la emprenderá con el puente, donde se apiñan los hombres que no podrán huir de él. Cuando haya terminado con el puente, los marranos lo cruzarán y subirán aquí.

El comandante tragó saliva y clavó la mirada en el rostro calmo del arquero, antes de volverse hacia el puente y de nuevo al oficial con el que estaba hablando. En algún punto de aquel recorrido no pudo evitar empalidecer.

—Bueno, adelante —dijo con voz ahogada mientras recorría la línea. El capitán de arqueros no se molestó en verlo marchar.

Estaba concentrado en el ataque que tanto había esperado... y temido.

La bestia que los soldados llamaban malvado dragón era tan enorme como se decía al calor de los fuegos del campamento. Era un dragón rojo más grande que cualquier otro wyrm vivo que el capitán de arqueros hubiera visto jamás, y en el aire su imagen era amenazadora y bella como un halcón.

Apareció al sobrevolar una colina, y cayó sobre un ala encima del terreno donde los arqueros cormytas causaban una carnicería entre los orcos, directo hacia el puente. El capitán de arqueros pudo ver a los hombres encogerse de miedo cuando el dragón mostró sus fauces.

—¡Fuego a la mandíbula! —gritó aunque la orden no era necesaria. Antes del combate había recorrido la línea que tenía bajo su mando, y había explicado a sus hombres y mujeres que la batalla podía muy bien depender de sus arcos, llegado el momento en que el dragón abriera la boca.

—Quiero que todas vuestras flechas penetren hasta su garganta —repitió la orden cuando los arcos se tensaron a su alrededor. La mano con la que ya no podía empuñar un arco se movió espasmódicamente, le dolía de ese modo tan familiar siempre que era necesario realizar un tiro crucial—. Que Tempus nos ayude —dijo entre dientes, apretando con fuerza el puño sobre una piedra de esmeril, para que brotara la sangre y el dios de la guerra atendiera su plegaria.

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