La muerte del dragón (35 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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Entonces abrió la boca asombrado.

El dragón volaba saludado por una nube de flechas, y sufrió una sacudida cuando la mayoría de ellas hizo blanco. Tenía las alas plegadas para planear, las garras abiertas, y alimentaba su aliento flamígero que aquí y allá fundía los escudos que los hombres interponían entre ellos y la muerte, escudos que no tardarían en quedar reducidos a cenizas.

Sin embargo, detrás de los escudos los hombres empujaban y tiraban como dementes, haciendo a un lado lo que el capitán de arqueros hubiera entendido por cajones llenos de flechas, para hurgar bajo lo que éstos ocultaban. Se trataba de un ariete que el capitán de arqueros recordaba haber visto hacía mucho tiempo en el armero. Habían afilado la parte posterior, y los golpes de hacha eran tan recientes que la madera aún brillaba. El extremo afilado retrocedía, a medida que los guerreros afianzaban la base con cualquier cosa que encontraran.

Concentrado en el caos de la batalla, el dragón advirtió demasiado tarde el peligro que corría. Se hizo a un lado con un rugido. El viejo ariete, relleno de antiguas hachas enanas, procedentes de la armería real, con gemas incrustadas, no lograron penetrar su pecho, pero sí alcanzaron a su barriga. Las escamas salieron volando en la estela del dragón como las tazas de barro que caen del carro inestable de un buhonero.

Chilló, se retorció, y voló tan bajo que de no haber estado allí la laguna, hubiera chocado contra el suelo. La sangre humeante del dragón cayó sobre los Dragones Púrpura que esperaban allí, boquiabiertos de asombro cuando el dragón casi se volvió del revés en pleno vuelo y se alejó hacia el norte, hacia el bosque. El chillido del monstruo se perdió en la distancia, y antes de perderse de vista tropezó con las copas de los árboles.

Los orcos y los trasgos que se encontraban al norte del río gimieron y gritaron, y a continuación siguió el gruñido y el restallar del látigo.

Situado en una posición algo más elevada que la del capitán de arqueros, el rey Azoun observó satisfecho la confusión.

—Ésta es nuestra oportunidad —dijo a la princesa de acero, mirándola con mirada febril—. Encabezaré una avanzadilla a través del puente, ofreciéndome ante esa ralea de trasgos y orcos como si me confiara. Tú cruzas el río con tus soldados por allí, más allá de ese fuego, donde el humo te ocultará, y te adentrarás en el bosque. Cargaré sobre el campamento principal de los orcos como un espadachín idiota, y tendrán que abandonarlo y plantarme cara y luchar.

—Son orcos —dijo Alusair—. Lucharán.

—Cuando oigas el toque del cuerno, ordenas a tus hombres que salgan del bosque y la emprendan con los orcos por su retaguardia. Lo más probable es que acabemos de una vez por todas con ellos. Si huyen al este, nuestros arqueros podrán hostigarlos al menos durante tres kilómetros hasta que encuentren un terreno cubierto por el que puedan escapar. Podremos habernos librado de ellos al anochecer e incluso ganar esta guerra.

Alusair sabía que su rostro mostraba la misma sonrisa generosa que la que lucía su padre.

—Siempre y cuando no vuelva el dragón —le recordó la princesa cuando la cogió por los hombros y la sacudió exultante, el saludo propio de los guerreros.

—¿Y? —asintió Azoun, más moderado, antes de preguntar con su vozarrón y la mirada febril—: ¿Ahora me dirás que no tenemos que correr ese riesgo?

—No, nada de eso —respondió la princesa de acero con un amago de sonrisa en los labios—, mas vuestra majestad se olvida de los trasgos.

Azoun volvió a cogerla de los hombros y la atrajo hacia sí. La besó en la frente y palmeó sus hombros con fuerza.

—¡Vamos, vete de una vez, y atenta al tajo!

—Como ordenéis, majestad. Oh, león entre reyes —respondió Alusair en un murmullo con la voz aflautada, falsa y cantarina de un cortesano cualquiera, arrodillándose.

Se puso en pie, giró sobre sus talones y desapareció antes de que el rey pudiera volver a darle una de sus demoledoras palmadas en el hombro. Su risa, sin embargo, la siguió como una bendición.

31

C
oncentraos.

El brote argénteo empezó a oscilar, y los ojos de Tanalasta lo siguieron.

—Imaginad su rostro.

Tanalasta intentó recordar el rostro de su marido y descubrió angustiada lo difícil que era. Apenas habían pasado un mes juntos, y a aquellas alturas hacía por lo menos siete meses que no lo veía. Aún tenía una sensación casi tangible de su presencia, pero su rostro se había convertido en algo borroso con el hoyuelo en la barbilla y los ojos oscuros, rodeado por una mata aún más oscura de pelo liso. ¿Cómo podía haber olvidado su cara? Una buena esposa sabía qué aspecto tenía su marido, pero habían sucedido tantas cosas en aquellos siete meses. Tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde que se había casado, y tenía razones de peso para preguntarse si ella era la misma persona.

Tanalasta había firmado la orden de ejecución de Orvendel Rallyhorn aquella misma mañana. Como había prometido, la muerte del muchacho sería rápida y honorable. Lo asfixiarían mientras durmiera y después llorarían su muerte en todo el reino como el valiente que había mostrado a los Dragones Púrpura cómo se podía capturar a las ghazneth. Por mucho que hubiera querido perdonarlo, no podía hacerlo en tiempos de guerra. La traición del muchacho había supuesto la muerte de muchos, y a su padre había estado a punto de costarle el reino. Había cosas que era imposible perdonar.

—¿Podéis verlo? —preguntó Owden.

—Un momento —pidió Tanalasta levantando el dedo índice. Miró a su alrededor en el espacioso comedor de la mansión de los Crownsilver, que la matriarca de la familia había ofrecido a la corona para la esperada batalla—. ¿Listo todo el mundo?

Como durante la captura de Luthax, una compañía completa de Dragones Púrpura permanecía emboscada, con una docena de magos guerreros y varios clérigos de Tempus en reserva. Su «ataúd» estaba abierto, igual que una prisión de hierro para cada una de las ghazneth. La princesa no esperaba que los cinco espectros llegaran al mismo tiempo, al menos confiaba en ello, pero sólo los dioses sabían lo que ocurriría cuando Owden formulara su hechizo. El edicto prohibiendo el uso de la magia había vuelto a las ghazneth tan locas que habían empezado a atacar las patrullas de nobles con la esperanza de que un mago guerrero perdiera la cabeza y formulara un hechizo. La táctica había funcionado lo suficiente para que los espectros aguantaran un tiempo, como deseaba Tanalasta. Era preferible mantenerlas sujetas al sur de Cormyr y controlar la magia que recibían, que permitirles salir volando e ir a buscarla en otra parte.

—¿Queréis encontrar a Rowen o no, princesa? —preguntó Owden—. No he pasado cinco días enteros estudiando este nuevo hechizo porque no tuviera ninguna otra cosa mejor que hacer.

—Lo sé —dijo Tanalasta. Se acercó a él y bajó el tono de voz—. Tengo problemas para acordarme de su cara.

—Quizá tengáis miedo de saber de él.

—No. —Tanalasta hizo un gesto de negación—. Si está muerto, quiero saberlo. Mejor eso que pensar que está prisionero en algún campamento orco... o algo peor.

Owden hizo un gesto de asentimiento y después cubrió la escasa distancia que los separaba y le puso la mano en la frente.

—Ponéis demasiado empeño. Aún sigue ahí. Recordad algo que hicierais juntos. Relajaos, y le recordaréis.

Tanalasta pensó en su primer beso. Estaban bajo la sombra que proyectaban las grandes dunas de Anauroch, a punto de distraer a una ghazneth que había tenido atrapada a la compañía de Alusair en las ruinas de una antigua fortaleza de los trasgos. Tanalasta empezó a caminar hacia la puerta para llamar la atención de la ghazneth cuando tuvo la necesidad de besar al atractivo explorador. Lo cogió por las solapas y apretó sus labios contra los suyos, y él respondió al beso y la rodeó con sus brazos. Había sentido un deseo tan fuerte que a punto estuvo de olvidar el peligro que corría su hermana.

Owden empezó a zarandear el símbolo sagrado de Rowen, que Tanalasta siguió con la mirada. Acarició el cuerpo de Rowen con las manos, y él hizo lo propio, deslizando una mano para acariciar uno de sus pechos...

Recordó su rostro, atractivo y atezado, con la suave sonrisa y los ojos negros, frondosos como un bosque. Sintió un alivio tremendo.

—Lo tengo —dijo.

—Bien. Ahora seguid observando este símbolo sagrado. Es el sendero que os conducirá hasta él. No lo perdáis de vista...

Owden inició el canto ronco de su hechizo, solicitando la ayuda de la diosa Chauntea para forjar de nuevo el nexo místico que tenía con Rowen, y que Luthax le había arrebatado. Tanalasta siguió observando el símbolo, sin olvidar la imagen del rostro de su esposo, mientras rogaba a la diosa que respondiera a la plegaria de Owden. La imagen de Rowen se fundió en el brote argénteo hasta convertirse en una única cosa, y de pronto sólo quedó la cabeza de su marido, que se movía aquí y allá ante ella. Perdió de vista la habitación donde se encontraba. Tenía la sensación de adentrarse en un oscuro túnel, negro e infinito como el Abismo.

Una sombra cayó sobre su rostro, y sus rasgos se volvieron espectrales y afilados. Su ceño se volvió duro, siniestro, y bajo él pendían dos ojos blancos y luminosos, redondos y lustrosos como perlas, mientras que la nariz se transformó en un gancho, agudo como el pico de un águila. Sólo la barbilla seguía siendo la misma: fuerte, cuadrada, con su hoyuelo.

—¿Rowen? —preguntó Tanalasta.

Los ojos blancos relucieron y desviaron la mirada, desapareciendo en medio de una bruma gris y mágica. Por un instante Tanalasta no comprendió lo que veía; entonces unos relámpagos danzaron ante su mirada, unos relámpagos que en realidad comprendió que eran lluvia.

—¿Rowen? —repitió.

Apareció un rostro distinto, igual de famélico pero con cejas espesas y nariz de perrito, con ojos hundidos y una barba negra que caía de sus mejillas. Tenía en el pelo sucio una corona de hierro, y en las sienes, allí donde había intentado quitarse la corona, unos rasguños.

Aquel hombre tenía un aire vagamente familiar, sobre todo en la impaciencia de su ceño y en la dureza de su mirada, pero a Tanalasta no se le ocurrió pensar por qué le parecía tan conocido.

«¿Quién eres?», preguntó. «¿Qué le ha pasado a Rowen?»

«¿Qué le ha pasado a Rowen?», respondió burlona aquella voz tan familiar, cuyo timbre reverberó en su mente. «¿Eso es lo único que os interesa? Nada de ¿cómo estás, viejo fisgón? O, ¿dónde has estado? Ni siquiera, ¿estás vivo o muerto?»

—¿Vangerdahast? —preguntó Tanalasta en voz alta—. ¿Estás muerto?

El mago parecía haber recibido un insulto.

«¡No!»

«Entonces, ¿dónde estás?» Tanalasta tuvo la sensación de que alguien se acercaba al lugar donde estaba ella en el comedor Crownsilver. Los ignoró y se concentró en el rostro oscilante que aparecía ante su mirada. «¿Qué ha sido de Rowen?»

«La ciudad de Grodd, en respuesta a tu primera pregunta», respondió el mago. «Y en respuesta a la que seguro seguirá a esta primera, te diré que no tengo la menor idea. Huelga decir que he intentado por todos los medios salir de aquí... y que hace mucho tiempo que estoy encerrado.»

«Pues estás más joven», dijo Tanalasta.

Vangerdahast torció el gesto y se tocó la corona que ceñía en la cabeza.

«Supongo que son los beneficios del rango. ¿Cuánto durará este hechizo?»

«Más que nosotros. Una ghazneth está al caer», respondió Tanalasta. «Te había preguntado por Rowen...»

«Sí, ya lo sé, pero eso tendrá que esperar. Un dragón rojo gigante ha aparecido en Cormyr.»

Era una afirmación, no una pregunta, pero Tanalasta la confirmó de todos modos.

«Sí... un dragón, y un ejército entero de orcos, y también de trasgos», dijo. «Los nobles y yo nos enfrentamos a las ghazneth al sur.»

«¿Los nobles?», preguntó Vangerdahast, que enarcó una ceja.

«Es una historia muy larga», dijo Tanalasta. «He descubierto cómo privar a las ghazneth de sus poderes, pero por lo visto no puedo matarlas.»

«Perdonadlas», dijo Vangerdahast.

«¿Cómo?»

«Llamadlas por sus nombres y perdonadlas», repitió el mago. «Todas han traicionado a Cormyr, y es precisamente esa culpa la que las une y alimenta su poder. Si las absolvéis de su crimen, perderán el poder que tienen.»

«¿Así de simple?», preguntó Tanalasta.

«Antes tendréis que sobrevivir lo bastante como para pronunciar las palabras», recordó Vangerdahast. «Y sospecho que sólo podéis ser vos o el propio rey quien lo haga. Sólo la absolución de un heredero directo de la corona tendrá sentido para ellas.»

«¿Y vos cómo lo sabéis?», preguntó Tanalasta, frunciendo el entrecejo.

«No hay tiempo para explicaciones.» Vangerdahast apartó la mirada. «¿Y qué me decís del dragón? Ese dragón es su amo y vuestro principal problema.»

«Mi padre y Alusair se encuentran en el norte luchando contra el dragón, a quien siguen orcos y trasgos.» Un grito procedente de arriba anunció la presencia de una ghazneth en el horizonte. Tanalasta reprimió un pánico repentino e hizo un esfuerzo por concentrarse en Vangerdahast. «Me temo que nos queda poco tiempo.»

El mago hizo un gesto de asentimiento, dando a entender que se hacía cargo de la situación.

«Los trasgos ya no os molestarán.»

«Ni tampoco el dragón, con un poco de suerte», replicó Tanalasta. «El rey parece tenerlo a raya.»

Vangerdahast abrió los ojos como platos.

«¿A raya? Ese dragón es Lorelei Alavara.»

«¿Lorelei Alavara?»

«Vuestro padre sabe de quién se trata», comentó el mago con voz grave. Apartó la mirada un momento, y levantó el cetro dorado para que pudiera verlo. Estaba hecho de roble, tenía el puño de amatista, esculpido en forma de sauce gigante. «Necesita esto para matarlo. El cetro de los Señores. Díselo.»

Tanalasta hizo un gesto de asentimiento. Conocía el cetro de los Señores y se moría por descubrir cómo había llegado Vangerdahast a hacerse con él, pero sólo disponía de un instante. Los centinelas llegaban para informar de la presencia de la ghazneth, y la cosa ya había pasado de ser un simple punto en la distancia, de tal forma que podían ver sus brazos, sus piernas, sus alas.

«¿Cómo puedo hablar con él?», preguntó Tanalasta.

Vangerdahast cerró los ojos.

«Yo sí que no puedo». Intentó deslizar un dedo por debajo de la corona de hierro, pero tan sólo logró hacerse otro arañazo en la piel. «Pues igual que me habéis encontrado a mí...»

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