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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (16 page)

BOOK: La muerte del dragón
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—En tal caso, intentaré mantener el reino unido hasta que mi padre regrese. Prepárese —asintió Tanalasta, que sostuvo la mirada de Beldamyr. Volvió a subir las escaleras y luego se volvió y miró a los nobles—. Entre nosotros, poco más hay que pueda decirse. Respeto sus decisiones por mucho que me decepcionen, y estoy dispuesta a aceptar su ayuda cuando estén preparados a cumplir con sus obligaciones de vasallaje. Hasta entonces, háganme ustedes el honor: A partir de este momento, la corona prohíbe el uso de la magia (salvo aquella que pueda practicarse por orden de cualquier miembro de la casa real) al sur de Carretera Alta, so pena de confiscación, prisión o muerte... dependiendo de si somos nosotros o las ghazneth los primeros en encontrarlos.

Se produjeron algunos gruñidos, pero la mayoría de nobles comprendieron que la prohibición tenía sentido o que era preferible ahorrarse las objeciones. Tanalasta esperó hasta que volvió a reinar el silencio en la estancia, y después dio permiso a los presentes para que se retiraran.

—Dentro de una hora celebraré un concilio de guerra —anunció—. El chambelán reunirá a los mensajeros para los despachos de guerra de todo aquel que asista. Korvarr, prepare usted a sus hombres para partir al mediodía.

—¿Partir? ¿Adónde vamos?

—Vamos no, madre... Adónde voy, querrás decir —respondió Tanalasta—. Querría que permanecieras aquí con Alaphondar, y le ayudaras en la investigación de los archivos reales.

—Y tú, ¿adónde vas? —Filfaeril se cruzó de brazos—. ¿A la caza de la ghazneth?

—Alguien tiene que hacerlo —respondió Tanalasta—, y yo soy la persona que mejor las conoce.

13

D
ioses. Ante sus ojos, el agreste paisaje de las marcas del norte. Azoun observó los kilómetros y kilómetros de colinas cercadas por muros de piedra laberínticos, interrumpidos de vez en cuando por oasis de bosque. Un águila solitaria volaba en círculos en un cielo azul desprovisto de nubes.

Cuando volvió lentamente la cabeza, el rey de Cormyr pudo ver el púrpura creciente y la mancha gris de las Tierras de Piedra por un lado, y el lejano verde dorado de los campos que se extendían cerca de Immersea. Habían pasado muchos años desde la última vez que cabalgara por aquellos lares, sin otras preocupaciones que las de evitar relatar a su padre sus hazañas.

De pronto se volvió hacia su hija pequeña. Alusair cruzó la mirada con la de su padre: Azoun vio que tenía una curiosa expresión, que por lo general era aguerrida. A lo largo de los últimos años, las preocupaciones de la princesa de hierro habían coincidido plenamente con las de su padre de joven. Azoun se preguntó cuánto omitían en sus informes los magos guerreros que la cuidaban. El rey conocía de sobra a los magos: probablemente ocultaban mucho.

—Dioses —murmuró a Alusair, inclinando su cabeza hacia ella para que le llegara el susurro de sus palabras—, empiezo a comprender, al recordar mis días mozos, las razones verdaderas de que pases tanto tiempo cabalgando por estas tierras, con la espada desenvainada y rodeada por tus hombres.

—Peligros preferibles a los de la corte, ¿no te parece? —murmuró la princesa de acero—. Aunque a decir verdad, mis nobles son quisquillosos conmigo, como si les perteneciera.

—Supongo que sí —dijo Azoun, con la mirada fija en la belleza que asomaba en aquel extremo de su reino—. Y después de tanto cabalgar, ¿por qué habrías de volver a la pompa, las intrigas y las riñas de Suzail?

—Eso, ¿por qué? —repitió Alusair. Ambos sonrieron.

Azoun sacudió la cabeza. Dioses, Alusair le recordaba tanto a sí mismo, al joven rebelde que había prescindido de formalidades y ceremonias, al joven que prefería el juego de la seducción a los festejos... Vaya, por la mitad de las monedas de su...

—¡Mi rey! —exclamó un capitán de lanzas—. Hemos encontrado un hombre que pide ser recibido en audiencia. Se hace llamar Randaeron Farlokkeir, y dice que trae un mensaje urgente de la corte.

Azoun frunció el ceño y cruzó la mirada con la princesa de acero. Alusair le obsequió con una sonrisa torcida, gesto con el que claramente venía a decir: «Que cada palo aguante su vela».

—Considérate al mando hasta que vuelva —le dijo con una mueca.

Un «mensaje urgente de la corte» siempre equivalía a problemas. Además, el capitán de lanzas no se fiaba del mensajero. Cuando los ejércitos van a la guerra, muchos cabalgan con la desconfianza desenvainada, como si se tratara de una espada.

—Hablaré con él —dijo Azoun al oficial—. Lléveme de inmediato donde se encuentre.

Algunos latidos de corazón más tarde, Azoun se encontraba ante un hombre que acusaba las penurias del viaje, enfundado en una armadura sencilla de cuero, que yacía tumbado sobre una pila de sábanas sucias. Le habían desarmado y lo rodeaban las puntas centelleantes de aceros desenvainados.

—Mi rey —jadeó, temblando de puro cansancio—. Vengo de parte de los Wyvernspur, con noticias apremiantes que sólo vuestra majestad debe oír.

—Retírense —murmuró el rey, levantando la mano sin molestarse en mirarlos—. Le conozco.

Lo cierto es que tan sólo lo había visto en una o dos ocasiones, y ni siquiera sabía su nombre, pero si Cat Wyvernspur confiaba en él, para el rey de Cormyr era suficiente.

Tembloroso, exhausto, Randaeron intentaba arrodillarse en ese momento. Azoun se lo impidió con un gesto, que también le sirvió para que los Dragones Púrpura más desconfiados se apartaran lo suficiente como para no oír su conversación.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —murmuró el rey.

—Co... corriendo, mi señor. Lady Wyvernspur... recurrió a su magia para teletransportarme a la torre de guardia, muy al sur de aquí. Apareció una ghazneth que voló en círculos antes de caer sobre mí. Yo... yo me libré de ella, me oculté en zanjas y luché y corrí siempre que me fue posible hacerlo. Entonces tropecé con los trasgos... y tuve que correr y luchar más.

—Trasgos —asintió Azoun. Hasta el momento sólo habían encontrado orcos. El rey tomó nota de sus palabras y preguntó—: ¿De qué noticias se trata?

—La princesa de la corona tiene problemas en la corte. Aunque sus palabras son firmes y justas, algunos nobles se niegan abiertamente a obedecerla, aduciendo que tan sólo responden ante vos, sire. La reina dragón también es ignorada por quienes han decidido hacerlo... y son muchos.

Los hombres que formaban alrededor se agitaron en muda protesta, pero Azoun no apartó la mirada de aquellos labios que tanto se esforzaban. El explorador tosió débilmente y continuó.

—La situación... no es halagüeña. Los intereses sembianos buscan una brecha en nuestra armadura, surgen facciones por doquier en la corte, como leones inquietos, dispuestas a retomar antiguas intrigas, despreciando la guerra que sacude el norte como un truco de la corona para vaciar sus arcas y secuestrar a sus herederos... Y los susurros de revueltas de siempre: Arabel y Marsember, los herederos reales que permanecen ocultos... todo eso vuelve a oírse en los corredores de palacio, y en las salas privadas de las tabernas. Los Wyvernspur temen que los Obarskyr pierdan el trono dragón, y que Cormyr se divida en facciones de nobles en guerra, pese a que el enemigo extranjero amenaza el reino. Según Cat, sólo falta, si me permitís decirlo, sire, una espada que atraviese las entrañas de cualquiera de esos nobles fanfarrones para que empiece la carnicería. Se os necesita, majestad, y mejor que volváis rodeado de caballeros nobles y dispuestos, en gran número, para acabar con cualquiera que haya planeado clavar una daga en espalda regia, o arrojar un techo corredizo sobre la testa coronada.

—Creo que aún hay más. Habla —dijo el rey, haciendo un gesto de asentimiento, con una leve sonrisa dibujada en los labios.

El explorador profirió un suspiro compungido y profundo, antes de responder de un tirón:

—La princesa Tanalasta no parece estar bien, no parece contenta, pese a lo cual ha decidido destruir personalmente a las ghazneth. Cuanto más se las ve, más se apresura ella a cruzar su acero con esos monstruos. —Azoun y él se miraron a los ojos durante un largo latido de corazón, ambos cuidando que la expresión de su rostro no delatara sus sentimientos, hasta que el explorador añadió en voz muy baja—: Yo también tengo una hija que está sola en esto, sire. Los Wyvernspur no son los únicos que temen que Cormyr pierda su heredera.

—De modo —murmuró Azoun—, que lo mejor será que alcance a las ghazneth antes de que lo haga la princesa. —Otra sonrisa torció la línea de sus labios—. Y mejor aún si preparo algún plan para vencerlas cuando nos encontremos.

—Majestad —dijo Randaeron—, así es.

—Ha hecho usted bien —asintió Azoun—. Permanecerá aquí con la princesa Alusair, se lo ordeno; yo cogeré a un puñado de hombres de los que podamos prescindir para dirigirnos al sur a buen paso y coger con fuerza las riendas de Cormyr. —Y se alejó murmurando—: Y si los dioses me sonríen, quizá me gane un descanso. Los viejos leones, por muy tontos que sean, merecen descansar de vez en cuando.

Randaeron sabía que no debía oír oficialmente aquel último comentario real, de modo que cerró los ojos y también la boca. A menudo el silencio es la mejor opción en cualquier asunto que atañe a la corte.

14

E
l eco de un lejano chapoteo reverberó a través del río a espaldas de Vangerdahast, hasta perderse en la nada. El mago se volvió hacia el lugar de donde había procedido el ruido. El agua era tan negra como el aire viciado, y el aire era tan negro como las paredes torcidas, y las paredes tan negras como humo de chimenea, con la salvedad de que estaban cubiertas por una especie de heces negras que parecían mitad musgo, mitad piedra, en lugar de hollín. Círculos de esa sustancia flotaban en el agua a unos centímetros de la barbilla de Vangerdahast, hedían a rancio, a moho, a una suciedad antigua en cuya composición ni siquiera quería pensar, porque estaba en el túnel, un piso por debajo de la ciudad de Grodd.

La caverna seguía sumida en una ominosa quietud, pero en el último recodo a espaldas de Vangerdahast, los círculos de desperdicios se alzaban y caían levemente sobre la superficie. El mago observó la diminuta pata de cuervo que tenía en la palma de la mano y que mantenía por encima del agua, más o menos a la altura de sus ojos, y vio que aún señalaba al frente. La ghazneth se encontraba allí, en algún lugar, pero ¿qué había a sus espaldas?

Imágenes de tiburones albinos y anacondas empezaron a poblar su mente, pero Vangerdahast arrinconó estos temores por ser infundados. Tales criaturas necesitaban una dieta estable, y los trasgos, la única fuente de alimento que había descubierto en las cavernas, habían repoblado la ciudad recientemente. Parecía más probable que un pedazo de desperdicios hubieran caído del cielo y provocado el chapoteo.

Vangerdahast continuó por el pasadizo, obedeciendo las indicaciones de la brújula que había improvisado hasta llegar a un cruce de tres caminos. Si estaba en lo cierto sobre la identidad de la ghazneth, y sinceramente confiaba en equivocarse, aquella cosa era Rowen Cormaeril, el atractivo y joven explorador que desgraciadamente había enamorado a la princesa Tanalasta. El mago los había visto juntos por última vez al pie de los Picos de las Tormentas, cuando la pareja se libró de su abrazo para evitar que los teletransportara de regreso a Arabel. En aquel momento, Vangerdahast no pudo evitar enfurecerse con ellos, pero ahora estaba... en fin, ahora estaba muerto de miedo. Si Rowen se había convertido en una ghazneth, no se atrevía ni siquiera a pensar en qué podía haberse convertido Tanalasta.

Aumentó unos centímetros la profundidad del agua, y el mago echó la cabeza hacia atrás para no hundirse. Sostenía la antorcha en alto, por lo que tenía el brazo cansado, y se preguntó si no sería buena idea lanzar un hechizo de luz al pie del cuervo. Con ambas manos ocupadas, tendría dificultades para defenderse si de verdad había algo que le seguía, y siempre existía la posibilidad real de hundirse en un agujero y que al hacerlo se apagara la llama.

Pero formular un hechizo de luz supondría también alimentar la necesidad de magia de Nalavara, y a aquellas alturas bastantes preocupaciones tenía sobre lo cerca que el dragón estaba de liberarse. Unas horas después de estar a punto de caer en manos de los trasgos en la torre, Vangerdahast había aprovechado la confusión de sus perseguidores para regresar a la plaza y echar un vistazo al dragón. Allí descubrió, horrorizado, al dragón de ciento ochenta y tantos metros de longitud, con los restos de su capa, las varitas, los anillos y otros objetos mágicos desperdigados alrededor de su cabeza, deslustrados y vacíos de la energía mística que los había caracterizado. Aunque seguía apoyado en el suelo por uno de los flancos, arañaban el aire cuatro patas del tamaño de árboles, un ala lo suficientemente grande como para hacer sombra al palacio de Suzail y una cola surcada de pinchos que tenía la mitad de longitud del patio donde se celebraban los desfiles. Aquella visión atemorizó tanto a Vangerdahast, que cuando la inevitable cohorte de trasgos lo encontró estuvo a punto de dejarse capturar antes que lanzar otro hechizo. Tan sólo el hecho de que hubiera decidido buscar a la ghazneth y averiguar lo que le había pasado a Tanalasta le convencieron de que debía huir.

Otro chapoteo sonó en la caverna a espaldas de Vangerdahast, más alto y más indistinto que el último. Al ruido siguió un susurro agudo, y por un momento el mago fue incapaz de distinguir lo que estaba oyendo. No podían ser los trasgos, no con un agua tan profunda que mojaba los pelos de su barba. Prestó atención y oyó una especie de batacazo rítmico, débil, momento en que su incredulidad se convirtió en consternación. Le habían seguido, cosa que pudo constatar con su propio olfato. Aunque se había acostumbrado al hedor acre de la antorcha, el humo que despedía era tan denso y rancio que debía ser como beicon para el olfato de los trasgos.

Una vez más, Vangerdahast reparó fugazmente en la pata del cuervo que sostenía en la palma de la mano, y acto seguido apagó la antorcha restregándola contra la pared. Las llamas arrancaron una capa de cieno negro, y casi al instante el borde ardió lentamente, despidiendo penachos de un humo que olía a horrores en dirección al techo. Rió entre dientes al pensar en qué efecto causaría en el olfato trasgo aquel hedor, y se adentró en la oscuridad.

Al cabo de unos minutos, los trasgos parecieron caer en la cuenta de lo que sucedía y se oyeron sus cuchicheos por todo el túnel. Aunque Vangerdahast había doblado un recodo, se volvió para echar un vistazo al trecho de pasadizo que había recorrido y vio un anillo de fuego de llamas temblorosas. Los trasgos aparecieron ante sus ojos, remando a horcajadas de unos troncos, en grupos de dos o tres por tronco y con las patas hundidas en el agua de tal forma que pudieran servirse de ellas a modo de remo. Al acercarse a la pared ardiente, hundieron la cabeza entre los hombros, intentando proteger sus ojos (capaces de ver en la oscuridad) de las llamas.

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