La muerte del dragón (18 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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»Un rumor procedente del exterior reverberó en las paredes del túnel cuando todos los árboles empezaron a cantar al unísono. Entré apresuradamente en la cámara y empecé a registrar los montones de tesoro. Había varitas, varas de todos los tamaños y formas. Cualquiera hubiera podido responder al cetro de los Señores, y me sentí perdido, incapaz de distinguir la que yo buscaba.

»Entonces un ruido desapacible surgió del túnel que había excavado. Se me ocurrió que podría hundir el techo sobre quien me estuviera persiguiendo, cogí una espada de plata y me dirigí a la entrada: entonces lo vi, apoyado entre dos raíces del árbol, con una sencilla corona de oro colgando de la empuñadura.

—¿El cetro de los Señores? —preguntó Vangerdahast.

En la oscuridad, los ojos perla de Rowen giraron alrededor de sus órbitas.

—Era un cetro dorado cuya forma recuerda a las raíces de un roble, y cuyas ramas surgen en ángulos desiguales; tiene un pomo de amatista que recuerda la forma de una bellota. Era el tesoro más precioso de la cámara, imposible confundir su poder.

»Arranqué el cetro de entre las raíces y me situé a un lado del túnel mientras me las apañaba para librar el cetro de la corona que colgaba de él. Los ojos carmesíes de una ghazneth aparecieron en la entrada del túnel, momento en que arremetí contra el monstruo con el hombro por delante.

»Pero al agachar la cabeza, me llegó una maldición infernal del túnel y se extendió por toda la cámara en forma de humo negro. Primero el suelo tembló bajo mis pies; después cedió y me precipité en este horrible abismo. Al igual que tú, he sido incapaz de salir de aquí.

—¿Y el cetro? —A Vangerdahast le latía con tal fuerza el corazón en el pecho que apenas podía oír su propia voz—. ¡Dime que no lo has perdido!

—Por supuesto que no. —Las yemas de sus dedos crepitaron envueltas en diminutas descargas de energía, y el saliente se iluminó con una luz argéntea. Se llevó la mano a la espalda y sacó una corona de tres puntas con una amatista de color claro engarzada en el centro—. Tampoco he perdido la corona.

Vangerdahast se la arrancó de la mano. Pesaba como el plomo: toda la magia espléndida que había poseído en tiempos había desaparecido por completo.

—¡Tú no...!

—Me temo que sí, pero fue antes de darme cuenta de en qué me estaba convirtiendo —dijo Rowen—. Por otro lado, resultó ser una lección muy provechosa. El cetro de los Señores sigue cargado de magia, oculto en un lugar donde los trasgos de Nalavara nunca podrán encontrarlo, un lugar donde no supone una tentación constante para mí.

—Menos mal. —Vangerdahast hizo girar la corona entre sus dedos, lamentando en silencio el hecho de que una magia tan antigua hubiera desaparecido. Hubiera aprendido mucho de haber tenido la oportunidad de estudiarla, casi tanto como había aprendido al escuchar la historia de cómo la había recuperado. Dio una palmada cariñosa en la rodilla de Rowen, pero enseguida se arrepintió de hacerlo al ver que la ghazneth se estremecía de asco—. Lo has hecho muy bien, Rowen. Aprovecharemos lo poco que tenemos para procurar el bien de Cormyr.

—¿Cómo? —La ghazneth movió los dedos crepitantes de energía alrededor de la caverna, en un gesto de desesperación—. ¿Cómo vamos a hacerlo?

—Nalavara se ha tomado muchas molestias para engañarte, con tal que irrumpieras en la arboleda mágica de Iliphar y anularas la magia que la protegía —sonrió Vangerdahast—. No lo habría hecho a menos que le preocupara el cetro, un arma que has mantenido lejos de su alcance.

—¿Vamos a matarlo? —preguntó Rowen, que a juzgar por su expresión parecía mucho más animado.

—Nosotros no —respondió el mago. Estaba pensando en el antiguo secreto que él y los demás magos de la corte habían ayudado al rey a guardar durante tantos siglos—. Azoun lo hará. El cetro no servirá de nada si no lo empuña un rey.

15

P
or las lágrimas de Chauntea! —exclamó Azoun—. ¡Aunque forrajearan hasta la última semilla del último pedazo de tierra al norte de Cormyr, y lo hicieran sin oposición alguna, es imposible que esos trasgos tengan suficiente para alimentarse! ¿De dónde habrán salido?

Los serios y cansados oficiales que lo rodeaban no se molestaron en responder. Después de abrirse sangriento paso a través de dos oleadas de trasgos en un solo día, el ejército del rey había coronado otra colina para encontrarse con que el terreno que se dibujaba ante su mirada estaba infestado de ululantes y chirriantes trasgos. Los pequeños humanoides agitaron sus estandartes en un gesto de desafío al ver el estandarte real, pero mantuvieron la posición como las garras de un enemigo disciplinado. Al parecer, el paso hacia el sur estaba bloqueado por varios millares de expectantes espadas empuñadas por trasgos.

—¡No rompan la formación! —ordenó un capitán de infantería, cuando vio que algunos de sus hombres sentían curiosidad por ver lo que les esperaba.

—¡A Talos con sus órdenes, que no es momento para sus dichosas formaciones! —rugió un noble, levantando la espada—. ¡A ellos, a matarlos por Azoun y por mí!

—¡Por Azoun y por mí! —corearon otros soldados.

El rey los observó cómo cargaban contra la muerte con frustración y placer con una expresión por otra parte impávida. No podía permitirse el lujo de tener un puñado de nobles estúpidos de sangre caliente y desobedientes (claro que tampoco podía permitírselos en ninguna otra parte del reino), pero se sintió reconfortado al oír el grito de batalla, y ver cómo los hombres bullían a su alrededor a medida que se unían a él, agitando las espadas en alto y manteniendo la formación bajo la atenta mirada de los gruñones capitanes de infantería, y los capitanes de lanzas, de mirada acerada.

—¡Qué ningún cormyta leal abandone esta colina sin que se lo ordenen! —rugió un capitán de infantería, y Azoun se libró del yelmo para que todos pudieran ver que sus ojos se mostraban de acuerdo. Necesitaba de hombres capaces de tirar de acero, no de cadáveres ansiosos de gloria. También necesitaba una vía que lo condujera al sur, a Suzail, una ruta que fuera más rápida y menos sangrienta que la que aparecía ante su mirada, repleta de todos aquellos trasgos expectantes.

Los magos guerreros habían admitido que por mucho que lo desearan, era imposible teletransportar a todo el ejército. Ni siquiera absorbiendo toda la magia de los objetos mágicos de que disponían para intentar un hechizo combinado, ni siquiera sin que aparecieran las ghazneth dispuestas a sacar provecho del menor asomo de magia, podían garantizar el transporte de más de un par de centenares de hombres al sur. Por tanto, por mucho que se esforzaran sólo lograrían diseminar al ejército, e incluso matar a algunos hombres con las energías caóticas que desataba la magia de la teletransportación. Eso suponiendo que nada saliera mal, lo cual era mucho suponer. En el campo de batalla, las cosas nunca salen como uno las ha planeado.

Tenía que haber otro modo. Aunque hubiera dispuesto de tiempo y de los suficientes hombres como para abrirse paso hacia el oeste, sus Dragones Púrpura no podrían superar en la marcha a los ansiosos trasgos, ni evitar dar de espaldas con la barrera de Laguna del Wyvern. Sólo quedaba el bosque. Supondría una especie de escudo contra quienes pudieran espiarlos, y un laberinto mortífero tanto para sus hombres como para los trasgos que se empeñaran en seguirlos.

A menos, claro está, que dispusiera de un guía experto como los montaraces que lo acompañaban en sus cada vez más ocasionales partidas de caza. Eso suponía que tenía que encontrar Duskroon, o cualquiera de la docena de granjas de los montaraces, dispuestas a lo largo del lindero del bosque. Feldon era del lugar...

Azoun se volvió hacia un capitán de lanzas que se encontraba cerca.

—¡Vaya de inmediato a buscar al capitán de infantería Feldon!

El hombre se alejó dispuesto a obedecer, y tan sólo al cabo de un par de latidos del corazón de un trasgo apareció ante él el mostacho familiar de Feldon.

—Majestad.

—Buen Feldon —dijo—. Necesito a un montaraz leal, al que se encuentre más cerca y sea más hábil, quiero que venga inmediatamente y acompañado por una escolta.

—¿Le acomoda el montero real, mi señor? —preguntó el capitán de infantería, cuyo rostro de piel curtida dibujó una amplia sonrisa—. Tengo entendido que se encuentra en el pabellón de Ildulph, ni siquiera a tres tiros de flecha de aquí.

—¿Con toda su familia? ¿Con todos estos trasgos rondando por aquí?

—Veréis, majestad —desapareció la sonrisa del rostro de Feldon—. Lord Huntsilver y Goodman Ildulph son de la opinión de que la autoridad real constituye un escudo para todos los hombres leales. Si los trasgos no se encuentran allí por orden del rey...

—Entonces, por los dioses, allí no hay trasgos que valgan —completó la frase Azoun—. O, al menos, no se atreven a atacar ni a despojar sus tierras, excepto si cuentan con un escrito de mi puño y letra. Tráigame a los dos —sonrió Azoun al ver que Feldon asentía ante sus palabras. Antes de que el capitán pudiera abrir la boca, el rey tuvo una idea—. Ordene al guardián que le acompañe su familia. Que las damas se dispongan a emprender la marcha... pero sin contar con la carga de joyas y trapos que bastaría para hundir a dos guerreros bajo su peso.

Como guardián, Maestoon Huntsilver se encargaba de cuidar del estado de toda la caza del Bosque del Rey, así como de todos los montaraces. Era uno de los pocos Huntsilver capaces de prestar un servicio tan útil a la corona como el de guiar al ejército real a través de la espesura del bosque. Además, era uno de los pocos que, probablemente, estaría dispuesto a hacer tal cosa.

Se habían celebrado innumerables matrimonios entre Huntsilver y Obarskyr a través de los años, pero lo más probable era que no pocos Huntsilver se rieran de lo lindo al ver a Azoun IV enterrado a tres palmos bajo tierra. El último hijo vivo de Maestoon, Cordryn, era uno de los nobles exiliados y desheredados por conspirar junto a Gaspar Cormaeril cuando éste trazó un plan para apoderarse del trono.

El propio Maestoon, sin embargo, cosa que había descubierto Vangerdahast después de espiarlo por medios mágicos, estaba avergonzado por ello, y ansiaba recuperar el favor de la corona. Mesurado en la palabra e incluso afeminado, era en cierto modo un bicho raro: un montaraz que conocía al dedillo la vida animal, que sabía cómo criar animales. También era un cortesano de lengua afilada, y tan observador que siempre decía lo más adecuado por muy incómoda que fuera la situación en la corte.

Maestoon tenía, al menos, dos problemas más aparte de la tendencia de sus hijos a dejarse matar o a involucrarse en traiciones. Maestoon tenía esposa y una hija.

Su señora Elanna, mucho más joven que él, Dauntinghorn de soltera, era una mujer de cabello rubio platino y figura delgada, de una belleza devastadora cuya habilidad en el baile era de sobra conocida por despertar en los hombres que la miraran una lujuria sin igual. Lo malo es que era plenamente consciente de sus poderes. Se divertía jugueteando con todos y cada uno de los nobles con los que se cruzaba; enfrentaba a unos con otros ofreciéndoles encargos y misiones que éstos cumplían con la vana esperanza de disfrutar de sus favores.

La hija de Maestoon, Shalanna, era una manzana podrida fuera de su cesto. A su modo era igual de traviesa, y conocía la magia necesaria como para mostrarse maliciosa y peligrosa con quienes se arriesgaban a cruzarse en su camino. Era gorda y hosca, estaba resentida con su madre porque era guapa, y con los magos guerreros porque no la habían convertido en la belleza que merecía ser, sin olvidar a todos los jóvenes nobles que la cortejaban por su dinero y posición, pese a ser conscientes de lo mucho que los despreciaba... y también, o al menos eso suponía Azoun, odiaba a todo el mundo por verla como era realmente, tanto por dentro como por fuera. Azoun no estaba seguro de cuál de esas dos víboras era peor.

La mitad de su reino se encontraba habitado por gente peor que ésa, el reino por el que estaba luchando y por el cual, algún día, moriría con la espada en la mano. Pero era el único reino que tenía, y también su hogar, y Azoun sabía que no lo cambiaría por ningún otro, ni aunque su propia reina y las demás mujeres que lo habitaran fueran como Elanna y como Shalanna.

En aquel preciso instante deseó que Maestoon fuera feliz con ellas, y también deseó no tener las manos manchadas con su sangre al cabo de unos días. Odiaría tener que dar tan funesta recompensa a un hombre tan bueno y leal.

Por allí se acercaba el montero, con una sonrisa de oreja a oreja al ver al rey, dispuesto, ansioso por servirlo.

Azoun lo vio acercarse y profirió un hondo suspiro. Sí, había muchos hombres valientes y leales en Cormyr a quienes no desearía recompensar con la muerte en los días que se avecinaban.

Y también había otros que debían estar locos de remate para ansiar el trono dragón para sí.

16

A
unque la cumbre del risco de Jhondyl permanecía oculta tras un antiguo bosque de gigantescos espinos y robles, la parte occidental caía en una pendiente profunda desde la cual se dominaba toda Cormyr, al sur de Robles Grises. Desde la mesa del campamento situada bajo las ramas de un viejo árbol, Tanalasta pudo señalar la posición de cada una de las ghazneth por la devastación que iban dejando a su paso. Los incendios de Luthax daban paso al humo a lo largo de Laguna de las Estrellas, la plaga de Suzara cubría de un velo pardo los campos entre Puente de Calamar y Marsember, y las langostas de Xanthon zumbaban al norte, a lo largo del Camino del Dragón. Era fácil localizar a las ghazneth, pero ¿qué podría hacer para detenerlas?

Hasta el momento, la campaña de Tanalasta por salvar el sur había sido poco menos que una cadena sin sentido de duras jornadas a caballo y costosas batallas. Después de observar la destrucción que una ghazneth había dejado a su paso, ella y una compañía de soldados escogidos se teletransportaban al lugar de los hechos para retener al fantasma en su lugar hasta que llegara el resto del ejército para destruirlo. Inevitablemente provocaban un daño irreparable en la zona, y además sufrían demasiadas bajas como para impedir que el enemigo huyera. El hecho de que las criaturas aparecían siempre a medio día de distancia a caballo de su ejército se le antojaba a la princesa como algo más que una simple coincidencia, sobre todo desde que tomaba precauciones para mantener ocultas a sus fuerzas; no obstante, también era consciente de que sus sospechas simplemente podían ser el reflejo de la frustración de intentar atrapar a un enemigo capaz de volar.

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