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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (14 page)

BOOK: La muerte del dragón
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—¡Sangre de orco! —rugió Theldyn Thorn, que agarró la espada con ambas manos y trazó un arco para burlar la guardia del contrincante con tal fuerza que despegó las botas del suelo. La enorme mandíbula de la bestia, su pecho peludo y las costillas que albergaba estallaron en mil pedazos. Cuando cayeron juntos sobre el barro, Thorn agitó las piernas en el aire para librarse del orco que intentaba matarlo.

Otra persona cayó sobre el orco con un grito de furia, y las hojas de dos espadas lo atravesaron de parte a parte hasta llegar a escasos centímetros de la nariz de Thorn, a quien cegó casi por completo la sangre oscura del enemigo. Al sacudir la cabeza en la hedionda oscuridad, los gritos cesaron de pronto.

El capitán de infantería pestañeó, culebreó y se libró del muerto hasta que pudo plantar los pies en el suelo. Cuando pudo ver de nuevo, descubrió que se encontraba en una isla donde no había orcos vivos, sino Dragones Púrpura como él, cansados y bañados en sangre, entre montañas de cuerpos. Miró con desprecio al Dragón que lo había salvado.

—¡Encárgate de tus propios orcos, espadachín!

—Bueno —replicó el otro, librándose de los cadáveres de los que aún manaba sangre—. Ruego humildemente que me perdone, mi señor capitán. Se me habrá ido la mano.

—Sin duda —gruñó Thorn, que arremetió contra un par de orcos también bañados en sangre, cuyas espadas habían quedado trabadas en la armadura del cadáver de un Dragón Púrpura—. Sin duda.

En medio de la refriega, el capitán Glammerhand y los señores Braerwinter y Tolon no hacían sino atacar y defender, con tal de mantener bien lejos los aceros enemigos de un par de compañeros que no querían que los ayudaran: el rey Azoun y su hija Alusair. La princesa de acero saltaba y se retorcía como una loca, enfrentándose a un orco tras otro y arrojándose en medio del peligro como si estuviera dispuesta a abrazar la muerte. La sangre oscura de los orcos resbalaba de su yelmo y barbilla, y su hoja danzaba como una llama temblorosa en medio de la refriega, arriba y abajo, incansable.

Siempre que Alusair arremetía con valor, detrás la seguía su padre, a tajo y estocada limpia, con una eficacia fría y calculadora que tenía por objeto acabar con cualquier orco que se interpusiera entre su hija y él, y que, por tanto, pudiera atacar a la princesa por la espalda.

Los orcos que le sacaban una cabeza de altura se enojaron tanto que agacharon la cabeza y cargaron contra ella al unísono. Uno pagó con la vida el hecho de bajar la guardia, saltó la gorguera y la garganta que protegía se abrió para dar paso a un torrente de sangre. El otro empujó a Alusair, y al caer lanzó un tajo por el costado, como un leñador al talar un árbol.

Profirió un gruñido (más bien un quejido) cuando su espada desgarró la carne de la princesa. ¡La hoja de un orco había derramado sangre real!

Los rugidos se repartieron en ambos bandos cuando los orcos profirieron gritos triunfantes, y los cormytas vocearon su necesidad ferviente de alcanzar y rescatar a la princesa de acero.

—¡Morid, cerdos! —gritó el capitán Glammerhand, que estuvo a punto de decapitar a un orco de un tajo impresionante—. ¡Morid y ahorradnos las molestias!

Azoun abrió los ojos como platos cuando vio las oscuras extremidades de unas alas que se agitaban ocultas en las sombras, a espaldas de los orcos. Unos tajos y estocadas más lo llevaron junto a la temblorosa Alusair.

—¡Bebe, valiente idiota! —gruñó el rey depositando un vial curativo en la mano de la princesa.

Alusair tosió, se puso de rodillas en el barro entre dos cadáveres (ninguno de ellos humano).

—Gra... Gracias padre —dijo en voz baja, escupiendo sangre—. Siempre presente cuando te necesito.

—Levántate, moza —respondió el rey—. Ahora necesito tus conocimientos, no tu espada.

—¿Y eso? —preguntó al ponerse en pie, mientras los nobles Braerwinter y Tolon asentaban los pies a un lado de la real pareja, con las espadas en guardia. El capitán Glammerhand y el capitán de lanzas Raddlesar montaban guardia en el otro flanco.

—Mira —dijo el rey, señalando con la espada hacia la retaguardia de los orcos—. No hacemos más que perseguir a esta ghazneth, y se retira siempre sin cruzar sus garras con nuestro acero. ¿Acaso es así como guerrean? Siempre andamos a vueltas con la misma ghazneth. ¿Dónde están las demás?

—Nos han rechazado —dijo con calma Alusair, que se llevó la mano al costado donde la había herido el acero orco, antes de retirarla empapada en su propia sangre. Levantó la cabeza y dirigió unas miradas aceradas a la refriega, deteniéndose sólo cuando encontró al mago guerrero que jamás se apartaba demasiado del rey. Arkenfrost era el mago más poderoso presente en la batalla—. ¿Cuántos de sus compañeros magos permanecen junto a las tropas, señor mago?

—Ocho, más o menos, si contamos los aprendices —respondió Arkenfrost con mesura pese al tumulto—, y tres de ellos disponen de hechizos capaces de marcar la diferencia en la batalla.

—Si lo intentan —replicó burlón Azoun—, todas las ghazneth caerán sobre nosotros como buitres hambrientos. ¡Han vuelto a engañarnos! —Dioses, cuánto echaba de menos la precaución de Vangerdahast y su tranquilidad sarcástica... Sin embargo, aquélla era una guerra que el rey de Cormyr tendría que ganar sin contar con la ayuda del mago de la corte.

Miró a su alrededor, a los Dragones Púrpura que se batían con denuedo contra los orcos, y después volvió a clavar la mirada en Arkenfrost.

—Si nos vamos, ¿podrá usted hacer que estos hombres vean el sol de un nuevo día y se reúnan con nosotros?

—Hemos podido llegar hasta aquí —respondió el mago, encogiéndose de hombros—, y me atrevería a decir que podríamos batirnos en retirada.

—Nos vamos. Cuídense —dijo el rey, haciendo un gesto de asentimiento y cogiendo de la mano a Alusair.

Éste abrió la boca con intención de decir algo, pero Azoun no parecía dispuesto a cambiar de opinión. Su anillo lanzó un destello cuando la vasta oscuridad azulada los envolvió por completo, y cuando despejó, volvían a encontrarse bajo la luz del sol, pese a que el estandarte real que Azoun había prometido llevar de vuelta gualdrapeaba aún en su oído. Se encontraban frente a tres hombres enfundados en túnicas que extendían las manos ante los Obarskyr, envueltas las muñecas por el crepitar de la magia de combate, en forma de rayo.

—¡No ataquéis al rey! —rugió Alusair, con una voz tan ronca como la de cualquier capitán de infantería—. ¿Cómo va la batalla? ¿Os habéis enfrentado a alguna ghazneth?

—Ni... ninguna, alteza —respondió el hombre que se encontraba más cerca, haciendo una ligera inclinación de cabeza—. Ah, Eareagle Stormshoulder, mago leal de la corona, a vuestro servicio. Oh, al servicio de vuestras majestades. —Profirió un suspiro que dejó patente su desdicha, y prosiguió envarado—: Nos enfrentamos a una marabunta de orcos: hay marranos por todas partes, como una capa que alfombrara las colinas de los alrededores. No nos atrevemos a usar la magia, por temor a las alas ne... a las ghazneth.

—Prudencia —dijo el rey, haciendo un gesto de asentimiento—, pero deben utilizar toda la magia que sea necesaria. Permitir que mueran los nuestros mientras ustedes se cruzan de brazos y conceden la victoria a las ghazneth no nos ayudará a ganar la batalla. —Miró inflexible a los otros dos magos—. ¿Ha informado correctamente Stormshoulder de la batalla?

—Así es, majestad —dijo, incómodo, otro mago, mientras el tercero tartamudeaba las mismas palabras—. Así es. —Entonces, cuando ambos parecieron recordar a quién se dirigían, inclinaron la cabeza con una rapidez que casi resultaba cómica.

—Lharyder Gaundolonn, leal mago de Cormyr, Oh, mi rey.

—Mavelar Starlaggar, leal mago a vuestro servicio, señor coronado de Cormyr.

Azoun rechazó las formalidades con un simple gruñido.

—¡Síganme! —ordenó—. ¡Me encargaré de expulsar a estos orcos de mis tierras aunque tenga que matar personalmente hasta el último de ellos! ¡Por Cormyr y la victoria!

Levantó la espada como si fuera la tea llameante de los dioses. Cargó el rey. Alusair cogió el estandarte real y lo siguió.

—¡Vamos! —ordenó a los magos guerreros, que los observaban boquiabiertos.

Las cabezas cubiertas con yelmos se volvieron para mirarlos mientras marchaban a la carrera. El ejército del rey se enfrentaba a una cohorte de orcos que cubrían las colinas hasta donde alcanzaba la vista, pero un grito ensordecedor se alzó cuando los Obarskyr se unieron a la línea donde hombres y orcos se enfrentaban a muerte bajo la luz del sol, con una especie de resignación.

—¡Por Cormyr y la victoria! —gritaron un millar de gargantas al unísono.

—¡Muerte a todos los orcos! —gritó un capitán de infantería.

—¡Por Cormyr y la victoria! —respondieron los demás a voz en cuello.

Y cuando el ejército real emprendió la carga con renovado vigor para segar la vida de los orcos como si fueran trigo maduro, a veces tropezando o sorteando los cadáveres enemigos que habían caído, nadie pudo permitirse el lujo de levantar la mirada al cielo para comprobar si había alguna ghazneth. Tenían que acabar con los orcos, y como el día no tardaría en morir tenían que hacerlo cuanto antes.

—¡Por Cormyr! —gritó Azoun, radiante, pasando junto a un sorprendido capitán de lanzas, para inmediatamente después abrir la cabeza de un orco de un sólo tajo—. ¡Por siempre!

—Dioses, sí —gritó Alusair, cerca de él, a su izquierda—, que sea por siempre.

12

T
analasta permanecía de pie en el estrado amatista del salón real de audiencias, empequeñecida y extraviada en la grandeza de aquella estancia dorada, pero satisfecha por poder vestir la túnica púrpura que le permitía disimular su estado. Empezaba a ensancharse de caderas, y no convenía que aquella manada de lobos empezara a especular sobre la causa. Había cerca de doscientos apiñados al pie de las escaleras, que cuchichearon incluso cuando lord Emlar Goldsword se dirigió a la corona.

—Estas ghazneth se están convirtiendo en una molestia, alteza. A estas alturas, la plaga se ha cebado con mis viñedos, las moscas han reducido a la nada mis establos y he tenido que despedir a varios sirvientes que se mostraban impertinentes con lady Radalard.

Las quejas diferían tan sólo en los detalles de la letanía de agravios que Tanalasta llevaba escuchando toda la mañana. Una hendidura de roca fundida se había abierto en las tierras de los Huntcrown, tragándose la mansión, el alazán favorito de lord Tabart y a una docena de buenos jardineros. Una cuarta parte de los barcos de la flota mercante propiedad de los Dauntinghorn presentaban súbitos problemas de podredumbre en el casco, lo cual había obligado a la familia a abandonar a su suerte cargamentos enteros de comida que no tardaría en pudrirse. Sin razón aparente, los jóvenes de la prolífica familia Silverhorn habían sentido un odio repentino contra los Hornhold e iniciado una riña de sangre que a aquellas alturas ya había costado la vida a los herederos a ambas familias.

La mayoría de los nobles culpaban a Tanalasta de haber traído consigo esa plaga de calamidades cuando volvió del norte, y al mismo tiempo sugerían que si hubiera buscado refugio en otra parte, quizá se hubieran librado de ellas. Escuchó a todos con educación, y sólo los interrumpió para aclarar algún punto concreto o para pedir una descripción más detallada en el extraño caso de que el abatido noble se hubiera unido a sus guardias para enfrentarse a las ghazneth. Todo lo que oyó la princesa le sirvió para convencerse de que los seis espectros arrasaban el sur de Cormyr.

También se convenció de que la mayoría de nobles que se habían presentado ante ella no estaban a la altura del título. Se preguntó por qué los miembros más relevantes de una familia eran unos cobardes egoístas, mientras que sus primos lejanos eran fieles y valientes. Así se había demostrado en el caso de los Cormaeril. Podía imaginar tranquilamente a Gaspar o a Xanthon allí ante ella, quejándose de que los azotes profetizados por Alaundo arrasaran el reino, mientras que Rowen, su primo lejano, intentaba hacer algo para remediarlo.

Tanalasta hizo un esfuerzo por concentrarse en lord Goldsword. No sabía si era su nueva condición o su creciente inquietud por la ausencia prolongada de Rowen, pero solía distraerse con frecuencia para no pensar en su marido, cosa que cada vez hacía más a menudo. Habían pasado tres meses desde que el rey Azoun encontró la montura del explorador sin jinete, vagando sola por las Tierras de Piedra, y se había enterado de lo de la sangre en la silla y la probabilidad de que fuera el resultado de una herida. La conclusión era obvia, pero Tanalasta se negaba a aceptarlo sin ver su cadáver, sobre todo teniendo en cuenta que no había recibido noticias del propio Rowen. Llevaba puesta la capa de explorador real cuando se despidieron, capa que disponía del mismo broche mágico que el que utilizaban los magos en sus capas. De haberse encontrado agonizando en cualquier parte, Tanalasta sabía que su último acto hubiera sido despedirse de ella. No sería tan cruel como para morir y permitir que viviera con la duda, no, Rowen Cormaeril no.

—¿Alteza? —preguntó lord Goldsword.

Tanalasta miraba más allá de la brillante calva de Emlar, y supo que otra vez se había quedado con los ojos en blanco. Con la facilidad que da la práctica, mantuvo la mirada clavada en el dragón de marfil al que había estado observando, sin permitir que su rostro se alterara lo más mínimo.

—Decía usted que algunos de sus sirvientes han enloquecido e insultado a lady Radalard —dijo Tanalasta—. ¿Alguna otra cosa?

—Sólo el asunto de los perros, alteza —respondió.

—Ah, sí, los perros. —Tanalasta miró entonces, y sólo entonces, al noble. Esta vez no intentó ocultar su irritación ante aquellas peticiones de viñedos y perros de caza, mientras que la antigua profecía que anunciaba el ocaso de Cormyr se abatía sobre ellos—. ¿Qué pretende usted hacer al respecto, milord?

Goldsword pareció sorprendido por su pregunta, y el zumbido del cuchicheo de los presentes cesó de golpe.

—¿Hacer, alteza?

—Sí, Emlar —dijo Tanalasta—. ¿Qué pretende hacer con las ghazneth? Son la causa de todos sus problemas, ¿o es que no se ha enterado?

—Por supuesto que sí, alteza —respondió el noble, cuyos ojos delataron su irritación. Su voz traslució el tono suave que los nobles gustan de utilizar cuando intentan manipular algún hecho concreto o disfrazar la verdad en beneficio propio—. Todos sabemos cómo las trajisteis...

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