Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Cuando la compañía desfiló tres metros más abajo del lugar donde había colgado la hamaca, Vangerdahast no pudo sino permanecer completamente inmóvil. A aquellas alturas llevaba un tiempo refugiado en el margen de los territorios ocupados, lugar desde el cual solía seguir a las partidas de caza adondequiera que cazaran los cuervos y las mofetas: probablemente en algún lugar fuera de la ciudad, puesto que jamás había encontrado a ninguno de estos animales en aquella vasta oscuridad.
Sus esfuerzos no habían obtenido mayor recompensa que sus intentos por teletransportarse, abrir un portal dimensional o simplemente alejarse a pie de la prisión. Las partidas de caza siempre desaparecían a un millar de pasos más allá de las casas ocupadas de la ciudad: en ocasiones se desvanecían al doblar una esquina, y en otras se esfumaban en la oscuridad al llegar al final de un corredor largo y recto. Nada de lo que Vangerdahast había intentado le había permitido descubrir su ruta, ni siquiera la magia.
Pero en aquella ocasión no se trataba de una simple partida de caza, sino de un ejército en toda regla, y los ejércitos no desaparecen en el aire, por muy compuestos de trasgos que estén.
Acababa de doblar la esquina la compañía, cuando Vangerdahast oyó los pasos de la siguiente. Reunió todas sus posesiones y saltó a través del ventanuco. Antes de hacerlo, conjuró un hechizo para hacerse invisible. Los trasgos no solían mirar hacia arriba, pero eran plenamente conscientes de lo que sucedía a la altura de sus ojos, y seguro que le descubrirían si no tomaba precauciones.
En cuanto hubo pasado la compañía, Vangerdahast se deslizó fuera de la puerta dispuesto a seguirlos. No tuvo problema alguno para mantener el paso durante los primeros trescientos metros, más o menos, hasta que los trasgos se adentraron por una serie de pasadizos angostos que discurrían bajo las viviendas situadas en el segundo piso. Se agachó todo lo posible, pero no tardó en quedarse atrás. Muy a su pesar, Vangerdahast se vio obligado a formular un hechizo de vuelo para mantener el paso sin hacer demasiado ruido. Era el decimonoveno hechizo que formulaba desde que descubrió que la magia liberaba, poco a poco, a Nalavara.
Para cuando la compañía alcanzó su objetivo, el entorno había absorbido toda la magia de los tres hechizos de Vangerdahast. Volvió a formularlos: el vigésimo, el vigésimo primero y el vigésimo segundo desde que había jurado no volver a recurrir a la magia, y después siguió a los trasgos a un espacio abierto, cubierto por un domo inmenso.
Aquel lugar, con las estalactitas y los guijarros que cubrían el techo y el suelo, tenía todo el aspecto de ser una caverna natural. En medio de tan vasto lugar había una maltrecha escalera de madera que ascendía hasta un andamio asimismo maltrecho, y que después desaparecía en la oscuridad. Una legión al completo de trasgos, compuesta por más de un centenar de compañías, permanecía ante la estructura en perfecta formación. Los trasgos volcaban toda su atención en el primer piso, donde un puñado de trasgos de alto rango enfundados en armadura de hierro contemplaban el espectáculo que suponía ver reunido al ejército.
Vangerdahast, cuyo corazón latía con fuerza a causa de los nervios, se ocultó tras una piedra para planear su próximo movimiento. Hubo un tiempo en que hubiera tenido la arrogancia de introducirse invisible entre los soldados y subir la escalera sin pensarlo dos veces, pero con el tiempo había aprendido que no debía subestimar a los trasgos de Grodd.
Otra docena de compañías accedieron al lugar de reunión de las tropas y ocuparon sus puestos en la retaguardia. Finalmente, cuando el último guerrero hubo ocupado su lugar y colocado la jabalina ante sí, un trasgo alto vestido con una túnica roja dio un paso al frente. Levantó los brazos, y los legionarios gritaron vítores secos y ensordecedores.
Dos trasgos más levantaron los brazos, y dos legiones más gritaron vítores. La figura vestida de rojo juntó las yemas de los dedos e hizo un gesto a la legión antes de retroceder un paso. Otro trasgo, éste vestido de blanco, ocupó su lugar y habló. Vangerdahast formuló el vigésimo tercer hechizo.
—... El Hierro ha hablado —dijo el trasgo. La voz correspondía a Otka, la hembra a quien Vangerdahast había oído impartir órdenes en el palacio Grodd—. Ha llegado el momento. ¡Todos a los Bosques del Lobo!
Otka señaló con el brazo escaleras arriba y se hizo a un lado. La primera compañía emprendió el ascenso en fila de a tres, mientras Vangerdahast maldecía la magia que acababa de desperdiciar. Ni siquiera los nobles más pusilánimes al servicio de Azoun hubieran necesitado de magia para intuir a qué obedecía un discurso tan breve.
Como no tenía sentido permanecer en línea (incluso en la ciudad de Grodd los magos tenían sus privilegios), Vangerdahast abandonó su escondite y sobrevoló las legiones. Aterrizó a tres cuartas partes de la altura total de la torre, en una plataforma que quedaba a unos diez metros por encima de la primera compañía; una vez allí, se dispuso a subir las escaleras. Lo hizo con rapidez pero con cautela, procurando no tropezar y no hacer ruido al pisar los escalones, ni hacer cualquier otro ruido que pudiera revelar a los trasgos su invisible presencia. Por desgracia, no había nada que impidiera a la temblorosa escalinata sacudirse y balancearse bajo su peso. Los habitantes de Grodd eran hábiles, sobre todo teniendo en cuenta que eran trasgos, pero la construcción no era una de sus habilidades.
Al llegar a la siguiente plataforma, Vangerdahast levantó la mirada y vio que las escaleras se adentraban en la profunda oscuridad. El mago ascendió a un brazo de distancia, después miró hacia abajo y decidió formular un último hechizo antes de abandonar la ciudad de los trasgos. Sacó un puñado de sulfuro y guano de murciélago de la capa y enrolló formando una pelota pegajosa. Entonces vio los ojos brillantes de una ghazneth que le observaban desde la boca del túnel de los trasgos.
Un ojo color perla aparecía y desaparecía. Vangerdahast dejó lo que estaba haciendo. La cosa le había guiñado el ojo. Prescindiendo de los componentes del hechizo que tenía entre manos, el mago subió los últimos escalones corriendo como un poseso, y se golpeó la cabeza con el techo esponjoso de la caverna.
La superficie se separó y cedió ligeramente, para después volverse firme y empujarlo hacia abajo, lo cual le permitió contemplar a los trasgos que subían las escaleras y formaban en el patio. La bola de sulfuro resbaló de entre sus dedos a medio mezclar y se precipitó al vacío. Por un instante temió que la seguiría, pero el techo lo aguantó, con los brazos y las piernas extendidos a trece metros por encima de la legión.
Vangerdahast perdió de vista la bola de sulfuro, después oyó un golpecito y vio cómo un centurión trasgo se hundía de hombros. El soldado se quitó el yelmo y estiró el cuello para mirar, de entre todas las direcciones que un trasgo podía mirar, hacia arriba.
Incluso entonces, Vangerdahast pensó que no lo descubrirían. Después de todo estaba suspendido a trece metros, invisible, y camuflado por la capa negra, pero el trasgo abrió unos ojos como platos, los puso en blanco... y desapareció en la oscuridad.
El mago tenía la esperanza de verse arrastrado a través del techo a los Bosques del Lobo, lugar conocido en su tiempo como Cormyr, cuando una vocecilla empezó a cuchichear debajo de él, y la escalera crujió y se balanceó bajo el peso de unas botas pequeñas. Vangerdahast se dio cuenta de que la barrera esponjosa que lo sostenía con fuerza también absorbía la magia de sus hechizos. Ya no podía ver en la oscuridad ni, probablemente, volar.
Vangerdahast volvió la mirada hacia el túnel donde había visto los ojos color perla y no encontró nada excepto la oscuridad. No dudaba de lo que iba a suceder a continuación, quiso meter la mano en el bolsillo de huida de la capa, pero descubrió que tenía enganchado el brazo al techo. Las voces agudas de los trasgos empezaron a oírse por todas partes, a no más de tres o cuatro metros.
Consciente de que no podía teletransportarse para huir de la caverna, cosa que había intentado una docena de ocasiones antes, con el resultado invariable de encontrarse de nuevo en cualquier rincón pero en el interior de la caverna, Vangerdahast optó por algo más sencillo. Cerró los ojos y recitó el encantamiento de un hechizo.
Se produjo un ruido sibilante. Después una docena de manos diminutas lo agarraron por las piernas, por la capa, encaramándose a pulso hasta las solapas y tirando del broche de la capa, rebuscando en sus bolsillos y sacando varitas, pociones y anillos, paquetitos de lengua seca de sapo, liquen y polvo de ojo de tritón que de nada servirían a nadie más excepto a él.
Un par de ojos brillantes como perlas aparecieron en la oscuridad por debajo de él, más o menos donde Vangerdahast creía recordar que estaba el hueco del andamio. Los trasgos empezaron a chillar como locos. El tamaño de aquellos ojos era cada vez mayor. La ghazneth se acercaba.
Finalmente, cuando un trasgo saltó hacia arriba, se cogió a la manga del mago y empezó a subir a pulso hacia su cintura, el mago tenía el corazón en un puño. Cerró los ojos e intentó decidir una vez más si Nalavara necesitaba su anillo de deseo o tenía miedo de él.
Cuando el trasgo se agarró a su muñeca, aún no había tomado una decisión. Cerró los ojos y empezó a decir:
—Deseo...
Un estruendo ensordecedor interrumpió la frase. Vangerdahast percibió la intensidad de la luz a pesar de tener los ojos cerrados, y de pronto dejó de sentir el peso del trasgo. Un olor como a conejo chamuscado inundó el ambiente.
—¡No lo hagas! —gruñó una voz ronca—. ¡Tal y como están las cosas, casi lo has liberado!
Después de abrir y cerrar los ojos varias veces, Vangerdahast consiguió distinguir una modesta cascada de llamas que ascendía por el andamio situado a sus pies. Los líderes trasgo cuchicheaban enfadados y señalaban las llamas. Un instante después, varios valientes guerreros trasgos se arrojaron sobre el fuego, intentando extinguir las llamas con sus cuerpos y manos desnudas.
Vangerdahast ignoró aquella muestra pusilánime de valor y fijó la mirada en los ojos grises de la ghazneth.
—¿Te... conozco?
—No —respondió. La ghazneth se acercó hasta situarse debajo de donde colgaba Vangerdahast, y arrebató un par de varitas de las manos de un trasgo, para a continuación absorber su magia—. Nadie me conoce.
—Mientes —dijo Vangerdahast. Aunque su voz era más ronca que cualquiera de las que conocía bien, había algo familiar en la hosquedad seca de aquel quebradizo acento del norte—. ¿Dónde nos hemos visto antes?
—En ningún otro lugar que no sea este infierno.
La ghazneth giró sobre sus talones y empezó a empujar a los trasgos por el andamio. Profirió un alarido cuando uno de los guerreros se las apañó para hundir una jabalina de hierro en su abdomen. Vangerdahast la observó asombrado, confuso al principio respecto a la razón de que la ghazneth lo hubiera ayudado; después, más y más asustado a medida que reparó en la respuesta a sus preguntas. Era un mago, y las ghazneth necesitaban la magia como los buitres los cadáveres.
Después de despejar las inmediaciones de trasgos, la ghazneth se volvió hacia la escalera. En aquel instante, Vangerdahast pudo ver un rostro atractivo, de una belleza oscura, con unos rasgos razonablemente humanos y una barbilla grotesca y ganchuda. Antes de que el mago pudiera ver más, un torrente de agua surgió de manos de las ghazneth y empujó a veinte trasgos por el andamio. El chorro apagó también el fuego al que se habían enfrentado, y sumió la caverna en una oscuridad total.
Extendió una mano fuerte y cogió a Vangerdahast del repulgo de la túnica, y después se dispuso a arrojarlo también por el andamio.
—¡Espera! —exclamó Vangerdahast, cuando al fin logró juntar las líneas de aquel rostro perfectamente cincelado y el acento norteño—. ¡Yo te conozco!
—Ya no —dijo la voz—. Ahora, vuelve a tu nido y procura que no lamente haberte salvado la vida.
La ghazneth lo arrojó al vacío, y Vangerdahast apenas tuvo tiempo de dibujar en su mente los confines de su madriguera antes de oír su propia voz pronunciando las sílabas que componían el hechizo de teletransportación.
E
stos marranos son tan feos —gruñó el capitán de lanzas Raddlesar, cuando atravesó con la espada la panza de un orco grueso—, que creo que las madres no deben tardar mucho en perder su interés por alumbrar más.
—No, seguro que no, Keldyn —replicó otro capitán de lanzas con tristeza—. Nunca más.
Aquéllas fueron sus últimas palabras: Una hoja negra le atravesó el yelmo, la mejilla y asomó por la boca acompañada por una explosión de sangre, y el capitán Garthin cayó sobre el barro ensangrentado sin pronunciar una sola palabra, arrancados sus sueños de llevar a su prometida a una mansión de Suzail en un único y trágico instante. Tan confusa era la refriega, que sus compañeros no se percataron de que había caído.
—Habré matado a treinta, como mínimo —jadeó un capitán de infantería, trazando un arco con su acero que arrancó chispas y gemidos de protesta a la docena de armas orcas contra las que se enfrentaba.
El orco que estaba a la cabeza retrocedió un paso para apartarse de su acero, y el arma de Thorn se lanzó como un rayo o como los colmillos de una víbora, dentro y fuera de la garganta del grueso marrano, con tal rapidez que a nadie podía culpársele de no ver la estocada que lo había matado, al menos hasta que la sangre empezó a brotar a chorro, y aquel corpachón sucio trastabilló hacia atrás por última vez.
—¿Eso es todo, Thorn? —gritó lord Braerwinter, que levantó la voz por encima de los hombros de dos orcos que atacaban a un soldado que ya estaba muerto—. ¿Y qué has estado haciendo todo este tiempo?
—Afilando mi acero —rió el otro. Profirió un gruñido, mientras cruzaba golpes ensordecedores con un capitán de orcos más corpulento que él—. Y templando...
Ambos combatientes se lanzaron al tajo con tanto encono como pudieron, y sus aceros rasgaron el aire hasta entrechocar y producir un torrente de chispas. El acero, torturado, restalló en sus oídos. Como si fueran uno, hombre y orco se separaron, sacudidos los hombros por la fuerza del impacto.
Otro orco de gigantescas proporciones golpeó el yelmo del Dragón Púrpura, que trastabilló del golpe. El guerrero que luchaba a su lado, hombro con hombro, miró al orco con rabia, hizo una finta pese a que el enemigo lanzaba a fondo su acero para hundirlo en sus costillas y hundió su daga hasta la empuñadura en el oído del orco.