La muerte del dragón (9 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—Rowen no me haría eso —sacudió la cabeza Tanalasta—, aunque encontrara un harén de hijas de nobles en las Tierras de Piedra.

—¿Rowen? —Filfaeril se incorporó y frunció el ceño—. El único explorador llamado Rowen que conozco es Rowen Cormaeril.

Tanalasta asintió lentamente y después dio unas palmadas sobre la cama, a su lado.

—Será mejor que te sientes, madre. Tengo algo que contarte.

6

A
hora se retirarán —dijo Alusair con cierta satisfacción—, y esperarán a que anochezca. Bastará con que reunamos la leña suficiente para preparar un buen cordón de hogueras.

Los agotados soldados del ejército real permanecían de pie, apoyados sobre sus aceros, en la cima de tres colinas situadas en las marcas del norte del reino. Observaban a los innumerables orcos que gruñían, silbaban y mascullaban mientras descendían por la ladera de las tres colinas, dejando a los muertos apilados unos sobre otros, entre charcos de sangre que se fundían con la tierra.

La refriega había sido larga y sangrienta, los marranos apenas podían creer que semejante pandilla de humanos pudiera mantener la posición (incluso disponiendo de la ventaja de altura), después de atacarlos a la carga una y otra vez los más valientes y probados guerreros orcos. La carnicería había sido terrible, y había asombrado incluso a los veteranos de sienes plateadas de los Dragones Púrpura. Si los orcos hubieran podido reunir mayores arrestos, lo más probable es que hubieran logrado abrirse camino entre los cansados humanos, y limpiado las colinas de todo vestigio de oposición, sumando al rey y a la princesa entre los muertos.

La ghazneth los había exhortado con roncos gritos en orco, con órdenes aulladas al viento, todo ello sin dejar de sacudir la jaula de hierro con una furia sin par. Pero todo fue en vano. Los orcos atacantes, hasta donde la mirada experimentada de Alusair alcanzó a ver, no habían hecho ningún esfuerzo para alcanzar a la criatura prisionera.

En el silencio espectral que se había extendido tras la retirada de los orcos, la princesa de acero y su padre observaron a las primeras cuadrillas de Dragones Púrpura extenderse para recoger leña.

—Ha llegado el momento de averiguar lo que podamos sobre el destino de Vangerdahast —dijo Azoun, tomándose la molestia de volver el hombro de tal forma que la ghazneth no pudiera leer sus labios.

—¿Aún tienes el polvo mágico que te dio Vangey para encontrar a las princesas descarriadas y caprichosas? —preguntó Alusair, enarcando una ceja.

—No lo he olvidado —respondió Azoun, haciendo un gesto de asentimiento—. Aún dispongo de la magia con la que me imbuyó.

La mirada de Alusair recaló en las varitas que colgaban del cinturón de su padre, y reparó en una en particular adornada con una runa roja.

—¿Anzuelo? —se limitó a preguntar, y el rey asintió de nuevo.

—Pongamos manos a la obra —dijo lacónico. Hizo un gesto para llamar la atención de un capitán de lanzas, para que ordenara a todos sus hombres que se apartaran veinte pasos de la jaula.

La ghazneth rió con aspereza al ver que los cormytas se retiraban, sin envainar los aceros ni apartar la mirada de ella. Aumentó la risa ronca cuando los dos Obarskyr se acercaron a ella.

—¿Envalentonado por tus barrotes de hierro, mezquino proyecto de rey?

—Saludos, Luthax —replicó Azoun, templado—. ¿Has encontrado ya la salida?

La ghazneth, que en tiempos fue el segundo mago guerrero más poderoso de toda Cormyr o, quizás, el más poderoso por un breve y oscuro momento, siseó y sacó sus largas garras entre los barrotes. Podía contraer las garras en los dedos, se percató Alusair, que se guardó mucho de ponerse al alcance de aquellos brazos oscuros y nudosos.

—¿Qué? ¿A suplantar al legítimo mago real de turno? —continuó el rey, con aire juguetón.

Luthax echó hacia atrás la cabeza pelada y lanzó una risotada; el flequillo quebradizo de la barba que se extendía por su mandíbula le daba un aspecto salvaje.

—¿Acaso es la suerte de ese idiota lo que tanto os preocupa? Oh, ciego rey, ahora tenéis problemas más acuciantes de que preocuparos. La supervivencia de vuestro trono y del reino, por ejemplo. —La ghazneth observó a Alusair a través de los barrotes, y preguntó—: ¿Cuánto pedís por esta lobezna, Azoun? Necesito un aprendiz con garra, o una moza con la que yacer para que alumbre a los potrillos que planeo educar en mi sapiencia de poderosos hechizos. ¿Por qué no probar los conocimientos de vuestros mejores magos contra mí?

—No creo que haya necesidad —respondió Azoun mientras caminaba alrededor de la jaula, con media sonrisa asomada a sus labios—. Mi deber consiste en preservar, en la medida de lo posible, las vidas y el bienestar de todos mis súbditos, incluso de súbditos como tú, no en consumirlos en estúpidos duelos resueltos a fuerza de hechizos.

—¡Yo no soy tu súbdito! —escupió Luthax, tuteándolo—. Vete a buscar a Vangerdahast, si lo que quieres es rodearte de una cohorte de pisaverdes y aduladores magos rastreros.

—¿Y dónde podría encontrarlo?

—Oh, no —se mofó Luthax—. Por lo visto estás acostumbrado a cruzar pullas verbales con cortesanos muy estúpidos, Azoun. ¿Crees que podrás arrancarme una sola palabra que no quiera pronunciar? Soy Luthax, un mago de una especie tal como jamás habéis conocido unos animales como vosotros, un mago al que jamás alcanzaríais a comprender. Ahora mismo, Cormyr parece infestada de ghazneth, ¿verdad? Somos las suficientes, más que suficientes, como para mantener a un débil y anciano Vangerdahast donde ni tú ni ningún otro hombre podáis encontrarlo.

—¿De veras lo crees? —replicó el rey—. La magia del mago de la corte me dice otra cosa.

—¿Otra cosa?

—El sustento de la ghazneth —dijo Azoun como de pasada— parece ser menos firme de lo que al menos una ghazneth asegura que es. Lo cierto es que resulta menos poderoso que estos cuatro barrotes de hierro. Me pregunto, ahora, ¿cuántos otros poderes de los que alardean las ghazneth serán fruto de su arrogancia?

La oscura criatura atrapada en la jaula profirió un rugido de furia y cogió los barrotes con los hombros tensos. La jaula sufrió una sacudida, pero los barrotes se mantuvieron en su lugar sin moverse un ápice. La criatura siseó y apartó del hierro las manos cerradas en puños, temblorosas, como si se hubiera quemado.

—¿Hambre de magia? —murmuró el rey de Cormyr. Azoun esperó a que la malhumorada mirada de la ghazneth recalara en sus propios ojos, y después sacó a relucir la varita que había desenfundado del cinturón, oculta tras la espalda mientras la ghazneth hacía lo posible, en vano, por escapar de su prisión—. Estoy dispuesto a negociar contigo.

Dio un paso atrás y observó a la ghazneth que había sido Luthax mantener una fiera lucha interior; después, su rostro reflejó diversas emociones, antes de volverse sobre sus talones hacia donde estaba el rey.

—¿Negociar con qué? —preguntó con una voz cavernosa, que en tiempos había sido más astuta y calmada.

—Esta varita que carece de trampas, llena de bolas de fuego... —Azoun hizo una pausa al observar que los ojos de la ghazneth parpadeaban—... por una identificación completa y detallada que pueda comprender y me parezca suficiente del paradero del mago Vangerdahast, y de cualquier trampa o guardián que pueda encontrar cuando me disponga a buscarlo.

Luthax pareció quedarse paralizado, sentado como estaba con la cabeza gacha y pensativo, más tiempo del que cualquier persona hubiera considerado confortable, pero la ghazneth y el rey podían haber sido dos estatuas, pacientes e inmóviles.

—Trato hecho, rey. Acércate —rugió la criatura, estirando la cabeza pelada.

Azoun dio un paso hacia la jaula, pero se detuvo con una sonrisa, sosteniendo la varita ante su pecho. Tanto él como la varita se encontraban fuera del alcance de la ghazneth.

Los ojos de Luthax volvieron a parpadear.

—A unas siete colinas de distancia al sudeste de tu frontera —se limitó a decir— hay un lugar abandonado, una casa excavada en una ladera, un excusado que está en un establo derruido. Hay un pozo entre la casa y el establo, y tu preciado mago está en el fondo del pozo, atado y con pesos, mojado pero con vida. No puede hablar ni mover las manos, y de sus hombros surgen dos anillas de las que una ghazneth (o tú con una cuerda, ganchos y un poco de paciencia) podrían subirlo. Se encuentra bien, pero si me disculpas el chiste, lo más probable es que esté un tanto molesto.

—¿No hay trampas?

—Ninguna, a menos que consideres un pozo al descubierto y sin señalar como una trampa. No creo que al mago le sentara nada bien que un Dragón Púrpura cayera encima de él con la armadura de combate.

—¿Eso es todo cuanto debo saber?

—Por nuestro trato, todo. Ahora dame la varita, si es que los reyes aún tenéis honor.

—Los reyes sí —replicó secamente Azoun, y deslizó los cerrojos que mantenían la jaula cerrada. Tiró del paño pesado con una fuerza sorprendente para un solo hombre de su edad y arrojó la varita al interior de la jaula.

La ghazneth la cogió en el aire, profirió un aullido de alegría, y borbolleó hacia el cielo como una serpiente sorprendida mientras toma el sol.

Batió sus alas en una muestra de azul deslustrado al tiempo que la varita brillaba con luz azulada, y se produjo un estallido de luz que se encogió en manos de Luthax, ahora vacías.

—No he olvidado mis viejos hechizos —dijo Luthax—. ¡Pierde una varita y gana una tormenta de meteoros!

Unas bolas de fuego surgieron de la boca de la ghazneth, seguidas por el estruendo de su risa salvaje, directas hacia el rey. Azoun permaneció inmóvil.

—¡Todos atrás y cuerpo a tierra!

Inmediatamente después de gritar Azoun, la cima de la colina estalló en llamas.

Con otra risotada, la ghazneth trastabilló con torpeza en el aire, batiendo sus alas radiante de alegría.

—¿Un poco más espectacular de lo que esperabas, eh, Azoun? ¡Ajá! ¡Menudo idiota! ¡Menudo estúpido! ¿Esto es todo lo que los Obarskyr pueden dar de sí por el reino?

La ghazneth trazó un círculo en el aire sobre la cima ardiente, estallando en carcajadas cuando los guerreros corrieron a ocultarse con las inútiles espadas y armas apuntadas hacia arriba como hojas de hierba. Luthax huyó.

Los guerreros ahogaron gritos y exclamaciones cuando el rey de Cormyr salió corriendo de las llamaradas, al parecer incólume.

—No perdáis el tiempo en buscar pozos ficticios o establos abandonados: perderíamos por la mano si nos encamináramos a esas siete colinas al sudeste de la frontera —ordenó Azoun al capitán de infantería más próximo.

—¿Dónde entonces, majestad?

Azoun señaló a la ghazneth que se perdía en la distancia.

—Puede que los magos que han perdido la cabeza sean inteligentes y arrogantes, pero no tienen la suficiente seguridad en sí mismos como para no comprobar el estado de sus prisioneros, una vez plantada la semilla de la duda.

Sonrió con los labios prietos, y apoyó la mano en el pomo de la espada.

7

V
angerdahast coronó el último tramo de tortuosas escaleras del palacio de los trasgos y supo que había perdido por completo la cabeza. El espléndido corredor estaba inundado por un aroma delicioso, el mismo que lo había atraído a aquella lóbrega conejera de palacio. Un coro extraño de voces reverberaba corredor abajo procedente de la izquierda, donde una luz amarilla y cuadrada rompía la regularidad de la pared. Las voces se le antojaron completamente ajenas, pero sí pudo reconocer el olor. Conejo. Conejo asado.

Arrancó una de sus pestañas y la colocó en una bolita de goma arábiga que llevaba en el bolsillo; después recitó el encantamiento del hechizo de invisibilidad. Su mano desapareció, y en su lugar tan sólo quedó un halo de luz que emanaba de su invisible anillo de comandante. Se quitó el anillo, anuló la luminosidad mágica que desprendía, volvió a ponérselo y avanzó agachado por el corredor. Aunque el vestíbulo era el más grande que había visto nunca en el interior de un edificio trasgo, tuvo que agacharse casi hasta la mitad de su altura. La arquitectura de los trasgos expresaba su majestuosidad en sentido horizontal, ignorando más o menos el vertical.

A medida que Vangerdahast se acercaba a la luz amarilla, ésta definió su naturaleza para convertirse en una portezuela asimétrica, con un lado más alto que el otro sin que ninguno de ellos fuera perpendicular al suelo. Empezó a distinguir a distintos interlocutores entre las voces que cuchicheaban, y el aroma se hizo más intenso, abrumador. Llevaba un rato sin reparar en el hambre que tenía, pero el olor a comida, o la ilusión de lo que olía, inundó su boca de saliva e hizo crujir su estómago. Consciente de la desesperación que le invadiría cuando doblara la esquina y encontrara una habitación vacía, estuvo a punto de volver sobre sus pasos. Su cinturón casi daba dos vueltas alrededor de su cintura, y sufría de ceguera momentánea y períodos de debilidad tan intensos que no podía ni tenerse en pie. El hecho de descubrir que aquel maravilloso aroma era una ilusión, podría acabar con él.

Pero, por supuesto, Vangerdahast no dio media vuelta. El olor le atraía, y el sonido, también: correspondía a unas voces que parecían la suya, por muy extrañas y ajenas que fueran a su persona. No tardó en llegar agazapado a la portezuela, y estirar el cuello para echar un vistazo al interior, y vio una mesa iluminada con candelabros, en la que se disponían los cuerpos rellenitos de diez mofetas y varias docenas de cuervos.

Parecían muy reales, la verdad. Las mofetas, sin desollar, habían sido condimentadas, asadas a fuego lento y servidas. También habían preparado las aves con la misma exquisitez y elegancia, pues las habían cocinado
en sus plumas
, con nueces y su cáscara en el pico y gorgojos plateados en las cuencas de los ojos. Vangerdahast se preguntó a qué jugaba su mente. En cualquier otro momento, el simple hecho de ver tal banquete le hubiera puesto enfermo. Ahora hizo que le temblaran las manos y la boca se le llenara de saliva.

Sentados en cuclillas alrededor de la mesa vio a más de una treintena de trasgos, bien vestidos, con taparrabos de brillantes colores y túnicas claras; todos ceñían vainas de cuero. Eran más bien fornidos y bajitos para su raza, como mucho medían noventa centímetros de estatura. Tampoco el color de la piel era normal. Los ojos y la piel de la mayoría de trasgos oscilan del amarillo al rojo, pero éstos tenían la piel verde pálido y ojos azul claro, el mismo color de ojos que Filfaeril.

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