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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (6 page)

BOOK: La muerte del dragón
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Vangerdahast estaba tan pasmado que era incapaz de articular palabra. De todos modos, pensó que si estaba volviéndose loco ya no había nada que hacer, así que decidió tratar al dragón como si fuera real. Hizo acopio de coraje, se sentó en el peldaño y se dirigió al dragón.

—Me interesa menos saber quién eres, que qué eres —dijo—. Si eres una especie de quimera manifestada por la culpa que anida en mi corazón para maltratarme en las horas solitarias que preceden a la muerte, te agradecería que me ahorraras todo este sinsentido y fueras por faena. Soy plenamente consciente de todos los males que he causado, no sólo del precio que he pagado sino también del que he hecho pagar al prójimo.

—¿Plenamente consciente? —repitió el dragón, como un eco—. Eso es impresionante.

—¡Lengua de Cyric! —maldijo Vangerdahast—. ¡Eres un fantasma! Supongo que es lo que merezco por no haber impedido que Alaphondar y Owden hablaran y hablaran sobre símbolos y significados.

—El significado tiene un poder —respondió el dragón—, pero yo no soy nada tuyo, te lo prometo. Soy un dragón genuino.

—Los dragones se empollan, y no... —Vangerdahast calló unos instantes y observó burlón la figura que emergía del agua—... y no se forman.

—Así es, a mí me empollaron cuando el
rothé
trotaba en libertad y el elfo regía los bosques. —El ojo del dragón abandonó la figura sentada de Vangerdahast y recaló en la esfera de luz mágica que desaparecía sobre él—. Pero ahora soy un prisionero, más prisionero, si cabe, que tú.

—¿Un prisionero, dices? —Mientras Vangerdahast pronunciaba estas palabras, hizo un rápido cálculo mental. Por el acento del dragón y su referencia al
rothé
, al búfalo extinto que había vivido en tiempos en los bosques de Cormyr, debía de tener unos mil cuatrocientos años. Incluso para tratarse de un wyrm tan viejo, era una cifra astronómica. La distancia de su ojo al último de los colmillos blancos sería de unos dieciocho metros, lo cual permitía cifrar la distancia entre el morro y la cola en unos ciento ochenta metros—. Lo dudo. No ha nacido mago capaz de enjaular a un dragón tan anciano como tú.

—Ni el guerrero capaz de encarcelar a un mago tan grande como tú —replicó el dragón—, y mira, te he visto conjurando tus hechizos: teletransportación, caminar por los planos, abrir puertas dimensionales, enviar mensajes a cualquiera que sea capaz de oírte, y aun así aquí seguimos. A mí no me atrapó ningún mago, ni tampoco a ti. Estamos confinados en este lugar por nuestra estulticia y nuestro orgullo, y aquí permaneceremos como prisioneros.

—Si vas a seguir hablando así... —dijo Vangerdahast, poniendo los ojos en blanco y levantándose.

—Oh, sí, ¡vete y muérete de hambre!

Un estruendo terrible salió de uno de los orificios nasales del dragón, y una bola de fuego del tamaño de un elefante partió en dos la oscuridad. Alcanzó una lejana casita de los trasgos, y con el impacto la piedra se partió en mil pedazos que llovieron por doquier.

—Después de todo, no creo que vaya a pasar por delante de ti —dijo Vangerdahast enarcando una ceja.

Un labio rojizo y escamoso se separó lentamente de los dientes de dragón, para dar forma a una media sonrisa burlona que a Vangerdahast le pareció reconocer.

—Muere si eso es lo que quieres, pero déjame los deseos.

Vangerdahast se cogió las manos a la espalda para ocultar el anillo que había estado contemplando antes.

—¿Deseos?

—Los del anillo. —Un penacho de humo amarillo se elevó en espiral desde las distantes fosas nasales de dragón—. Ya has intentado todo lo demás, pero los deseos son muy peligrosos. No comprendes la naturaleza de este lugar, y si pides el deseo equivocado... ¡puff, ya no habrá mago que valga!

—¿Acaso te has dedicado a leerme la mente? —preguntó Vangerdahast, frunciendo el entrecejo.

El dragón rompió a reír, y como consecuencia de ello unos penachos de ardiente sulfuro sisearon en la plaza.

—Supongo que te refieres —dijo Vangerdahast después de que dejara de reír— a que tú sí conoces la naturaleza de este lugar.

Las membranas amarillas se cerraron sobre el estanque a modo de guiño.

—Llevo mucho tiempo aquí —dijo—, pero vosotros los humanos, aunque hubiera comida, no viviríais tanto. Si lo que pretendes es marcharte, tendrás que hacerlo conmigo.

Vangerdahast se tomó un tiempo para estudiar a la bestia, y consideró toda la destrucción que desataría si la ayudaba a escapar. Si en verdad era tan anciana como parecía, sus habilidades mágicas rivalizarían con las del mago, y ya había visto de lo que era capaz el aliento de dragón. Por otro lado, Cormyr estaba condenado sin él, sobre todo teniendo en cuenta que las ghazneth andaban sueltas y que la princesa Tanalasta aún estaba prendada de ese explorador de poca monta que había conocido, familiar de los traidores Cormaeril, además de ser uno de esos granjeros que Chauntea tenía por siervos. Separó las manos y empezó a bajar las escaleras.

—Imagino que tendrás un nombre.

—Así es —respondió el dragón—, pero ningún humano podría entenderlo. Puedes llamarme Nalavara.

Vangerdahast hizo un esfuerzo para evitar caer de nuevo por las escaleras. Recordaba aquel nombre de uno de los primeros capítulos de la historia de Cormyr, y no precisamente de uno de los capítulos más memorables.

—¿Algún problema, mago? —preguntó Nalavara.

Vangerdahast levantó la mirada y comprendió que había dejado de moverse.

—No, en absoluto. Sólo que tengo hambre, eso es todo. —Con la esperanza de que Nalavara no estuviera leyendo su mente, volvió a bajar las escaleras—. Aunque me gustaría saber el nombre completo, si es posible.

—¿Y por qué? —inquirió el dragón, entrecerrando las gigantescas membranas que cubrían su ojo.

—Las traducciones humanas son tan desafortunadas. —Vangerdahast hundió la mano en el bolsillo de componentes situado en el interior de su capa y sacó una pizca de sal y otra de hollín; después las frotó entre sus dedos y masculló un breve hechizo—. Mi comprensión del alto idioma de los dragones podría sorprenderte. Siento un cariño especial por la belleza del lenguaje.

—¿De veras? —Nalavara no abrió más el ojo, pero sus extensos labios se torcieron para dibujar una sonrisa que parecía propia de un cocodrilo—. Excelente.

Profirió una extensa serie de gruñidos cavernosos y crujidos incendiarios que Vangerdahast pudo entender perfectamente que equivalían a Nalavarauthatoryl el Rojo.

—Veamos, humano, ¿te gusta mi nombre? —preguntó Nalavarauthatoryl el Rojo.

—Lo siento, pero no he entendido una sola palabra. —De hecho, Vangerdahast lo había entendido mejor de lo que hubiera deseado. Aquel nombre no pertenecía al alto idioma de los dragones, sino al élfico antiguo. La frase significaba algo parecido a: «doncella Alavara, prometida de Thatoryl, teñida de sangre». Esbozó una sonrisa estúpida y a continuación añadió—: A veces sucede que el oído humano es insuficiente.

—Uno de tantos defectos —asintió Nalavara—. ¿Y tu nombre?

—Elminster —mintió Vangerdahast—. Elminster del Valle de las Sombras. Bueno, ¿cómo vamos a salir de aquí?

El ojo de Nalavara recuperó su tamaño normal al abrir los párpados, lo cual equivalía a decir que era tan grande y espacioso como una cama.

—Antes, Elminster, tienes que comer. Tendrás que tener la cabeza despejada para el trabajo que nos espera.

—¿Trabajo? Debes de estar bromeando —se mofó Vangerdahast—. Ésa es la razón de que tenga un anillo de deseos: y no, no pienso gastar el último en un bol de gachas.

—¿Tan sólo dispones de un deseo? —preguntó Nalavara después de que un temblor fruto de su enfado sacudiera las escaleras.

—Sólo uno: tendrás que afinar.

Vangerdahast no mentía del todo. Lo cierto es que no tenía ni idea de cuántos deseos disponía el anillo. Había llegado a sus manos después de que pasara por las manos de una larga lista de magos de la corte, y si alguno de ellos hubiera sabido el número de deseos que restaban, el secreto había muerto con él antes de llegar a conocimiento de Vangerdahast.

—Dime qué debo desear —dijo el mago de la corte—, y ambos saldremos de aquí.

Nalavara expelió sendos chorros de fuego por las fosas nasales.

—No soy estúpido —rugió—. Acércate, átate a mi cuerno y te lo diré.

Vangerdahast obedeció, pero el cuerno era tan grande como el tronco de un árbol, y ni siquiera pudo abarcarlo con el cinturón que tenía (que era bastante grande). Así se lo explicó a Nalavara, y después rodeó el cuerno con ambas manos.

—Te doy mi palabra de que no me soltaré.

—Te lo advierto —resopló molesto Nalavara—, si intentas dejarme atrás, el deseo no funcionará.

—¿Dejarte atrás? —repitió Vangerdahast—. Nunca. Mi palabra es tan válida como mi nombre.

—Eso supone para mí menor consuelo del que crees, Elminster —masculló el dragón—. No olvides que si intentas jugármela...

—Sí, sí, puedo hacerme a la idea de lo que ocurrirá —interrumpió Vangerdahast—. Me buscarás en el Valle de las Sombras, y tendré motivos sobrados para lamentar mi perfidia. Veamos, ¿conjuraremos ese deseo o no?

—Muy bien —gruñó Nalavara—. El secreto no consiste en desear salir de la ciudad, sino en desear que la ciudad retroceda en el tiempo. Debes pedir al anillo que la llene de trasgos.

—¿Trasgos?

—Los trasgos de Grodd —aclaró Nalavara—. Eso devolverá la ciudad al tiempo en que los trasgos regían la tierra. Desde allí, tendremos que recurrir a nuestros propios conjuros para desplazarnos a nuestros respectivos tiempos, porque doy por sentado que dispones de un hechizo para viajar en el tiempo.

—Pues no —refunfuñó Vangerdahast—. Aunque no creo que eso importe mucho.

Soltó el cuerno del dragón y saltó de su cabeza. Después empezó a andar por la plaza sumido en la decepción y la desesperación. De haber existido la menor posibilidad de conseguir que el hechizo funcionara, Nalavara hubiera insistido en que no se apartara de sus mandíbulas: después, una vez satisfecho el deseo del anillo, lo hubiera partido en dos de una dentellada.

—¡Espera! —tronó Nalavara—. ¡Sin mí, el hechizo no resultará!

—Y sin mí, tampoco —respondió—. No sé qué es lo que quieres, Nalavara, pero no creo que tenga que ver con salir libre de este lugar. Los dragones rojos no son tan confiados.

Para sorpresa de Vangerdahast, Nalavara no estalló en un acceso de rabia, sino que estalló en risas e hizo temblar la plaza con tal violencia que el mago perdió pie y tuvo que sentarse.

—Vamos, vamos, Elminster. —Al pronunciar su nombre, lo hizo con cierto énfasis—. Ya sabrás que no soy un simple dragón, igual que yo sé que no eres quien dices ser.

Al comprobar que las ventajas que podía proporcionarle el engaño se habían esfumado por completo, Vangerdahast también estalló en risas; la suya fue una risa ronca, enloquecida, más propia de la desesperación que del humor, pero risa al fin y al cabo. Era uno de los dos únicos hombres vivos que sabían a qué obedecía el nombre de Alavara, y también de lo que significaba para Cormyr, y le pareció absurdamente divertido encontrarse atrapado a solas con ella en la desierta ciudad de los trasgos.

Lorelei Alavara era una doncella elfa, bellísima a juzgar por lo que decían los relatos, que había vivido en los Bosques del Lobo cuando llegaron los primeros humanos. Se había desposado con Thatoryl Elian, un atractivo joven cazador lo bastante estúpido como para discutir con una partida de cazadores furtivos humanos acerca de qué flecha había matado a un oso. La discusión no concluyó hasta que Thatoryl se convirtió en el primer elfo de los Bosques del Lobo en ser asesinado a manos de un humano. El dolor que sufrió Lorelei Alavara no conoció límites, y conspiró constantemente con el rey Iliphar para hacer la guerra a los humanos y expulsarlos de sus tierras. Fue ella quien organizó la matanza de Mondar Bleth antes de que Cormyr fuera un reino, y también fue ella quien asesinó a un millar de humanos antes de que su pueblo se hartara de sus ansias de venganza. Un siglo después del primer asesinato, la desterraron a las Tierras de Piedra.

Hasta ahí llegaban los conocimientos relativos a todos y cada uno de los miembros que componían la familia real, conocimientos que recibían cuando alcanzaban la mayoría de edad; no obstante, había más información: la historia completa tan sólo pasaba de mago real a mago real, y, desde la fundación del reino, el monarca que se sentaba en el trono tampoco era ajeno a la historia. Fue Andar Obarskyr quien asesinó a Thatoryl Elian. Fue el hermano del fundador de Cormyr, Ondeth Obarskyr, y tío del primer rey, el hijo de Ondeth, Faerlthann.

Tal y como rezaba la historia que le habían contado a Vangerdahast, Andar se había librado de la venganza gracias a su buena suerte, pues después se echó al monte cuando los elfos decidieron vengar la muerte de Thatoryl. Aunque la masacre subsiguiente asustó de tal forma a Andar que nunca más volvió a pisar territorio elfo, antes de desaparecer explicó más de una vez a su hermano la cantidad de riquezas que había en los Bosques del Lobo, y tan exageradas fueron sus descripciones que convenció a Ondeth para que construyera una nueva casa al otro lado de la frontera. El hecho de que Cormyr hubiera nacido de una injusticia, había sido el secreto mejor guardado del reino durante más de catorce siglos, y Vangerdahast no pudo evitar reír al pensar que el dragón había planeado convertirlo a él en el instrumento de su divulgación.

—Nalavara el Rojo —dijo—. Creía que tu sed de venganza se había aplacado hace tiempo.

—No es venganza lo que busco, sino justicia —respondió Nalavara—. Pero sé que un apetito diferente sostiene al poderoso Vangerdahast.

A medida que Nalavara hablaba, la esfera de magia que flotaba sobre su cabeza se hizo más tenue. Un círculo negro apareció en el suelo, a los pies de Vangerdahast. El mago lanzó un grito de sorpresa, y echó a correr, pero no tardó en sentirse como un cobarde y un estúpido al ver que la cosa no se movía.

—Cógelo —apremió Nalavara—. No hay nada que temer.

Vangerdahast cambió el anillo de deseos por un simple anillo de comandante de la armería real.

—La luz del rey —susurró.

Un halo de fulgor dorado surgió de su mano e iluminó el suelo que había a sus pies, donde vio una sencilla corona de hierro.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿Sabes? —respondió Nalavara—. Resulta que toda tu vida has ansiado tenerla, y ahora es tuya. Lo único que tienes que hacer es pedir un deseo.

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