Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—Vamos, Alusair Nacacia Obarskyr —canturreó el orco, que acompasó sus palabras a la cadencia de la melodía que surgía a su espalda—. Sé mi esposa antes de convertirte en mi comida. ¡Te concederé ese honor!
La risotada del jefe orco restalló como un trueno, y Alusair se tambaleó, ansiando tener la fuerza necesaria para echar a correr. Quizá cuando dejara de gritar.
E
l mundo desapareció, y el estómago de Tanalasta se empeñó en subírsele al pecho. Un súbito escalofrío recorrió todo su cuerpo, y sintió como si un precipicio sin fin se abriera a sus pies. Se mareó y le flaquearon las piernas, incapaz de oír nada que no fueran los latidos de su corazón. Le daba vueltas la cabeza, y un millar de preocupaciones pasaron por su mente a la velocidad del rayo; entonces se encontró en algún otro lugar. Estaba de pie en los parapetos del muro de un castillo y tosía a causa de un sabor acre que tenía en la boca, mientras tenía todo su empeño en recordar en cuál de los Nueve Infiernos estaba.
—¡Intruso teletransportado! —gritó alguien con voz áspera—. ¡En nuestra esquina!
Tanalasta echó un vistazo por encima de su hombro y distinguió la esquina de una torre. Por las aspilleras asomaron las puntas de flecha de cuatro ballestas.
—¡Fuego a discreción! —gritó la voz ronca.
Cuando las armas produjeron un sonido metálico, Tanalasta se arrojó de cabeza desde la pared de la muralla. Las flechas silbaron al pasar y chocaron contra la piedra que había a su alrededor, antes de rebotar y caer sobre el patio cubierto de humo. Siguió su recorrido con la mirada y encontró el enclave lleno de calderos de aceite hirviendo, barriles llenos de flechas y cubas de fuego anegadas por el agua. En otro extremo del anexo vio una imponente puerta de roble, que retumbaba bajo el golpeteo regular de un ariete. Una procesión incesante de mujeres y niños corría escaleras arriba o escaleras abajo, llevando cubos de saetas de ballesta y potes de aceite hirviendo que entregaban a los guerreros apostados ante la pared frontal. Aunque un puñado de hombres tan sólo lucía los jubones de cuero propios de honestos leñadores, la mayoría iba tocada con el camisote de cota de malla y bacinete de acero propio de los Dragones Púrpura cormytas.
Al ver a los soldados del rey, Tanalasta se recuperó de la conmoción, consecuencia de la teletransportación, y recordó que se encontraba en la ciudadela cormyta de Montaña Goblin. Hubiera preferido entrar por la puerta principal, pero al parecer había una tribu de orcos aporreando el rastrillo con un ariete de punta de hierro.
—¡Cargad saetas! —ordenó a su espalda la voz ronca del sargento de la torre.
—¡Espere! —Tanalasta sacó el anillo de sello de su bolsillo y lo volvió hacia quienes la atacaban, sosteniendo en alto la amatista de dragón—. ¡En nombre de los Obarskyr, alto el fuego!
—¡Por la espada negra! —susurró el sargento de la torre, después de una pausa—. Es una mujer, ¡y con la capa de un mago guerrero!
—Así es. —Tanalasta se arriesgó a levantar la cabeza y vio a un Dragón Púrpura cejijunto asomando por una aspillera—. Y esa mujer es la princesa de la corona, Tanalasta Obarskyr.
—No os parecéis a los retratos que he visto de vos, princesa —repuso el sargento mientras entrecerraba los ojos. Al parecer dio una orden a alguien que había dentro de la torre, y una ballesta asomó por la aspillera contigua—. No os importará que nos acerquemos para echar un vistazo de cerca.
—Pues claro que no —replicó Tanalasta—. Traed cuerda, y que sea larga.
—Cada cosa a su tiempo —dijo el sargento—. Mientras tanto, no os mováis. No querréis que Magri, aquí presente, dispare contra la princesa real, ¿verdad?
Tanalasta hizo un gesto de asentimiento y permaneció inmóvil, por mucho que eso le royera las entrañas. El sargento tenía motivos para mostrarse cauto, aunque lo cierto es que la princesa tenía a una docena de compañeros apresurándose por el valle en dirección a la ciudadela. Si no tendían cuerdas para cuando llegara la maltrecha banda, los orcos los descubrirían y acorralarían contra la pared trasera.
Se abrió la puerta de la torre, de la que salieron tres Dragones Púrpura con armadura de combate. Dos de los soldados rodearon a Tanalasta, a quien amenazaron con sendas alabardas, mientras el sargento de barbilla pronunciada cogía de su mano el anillo de sello.
Observó atentamente la amatista dragón y su montura de oro blanco, y después profirió una maldición en nombre de Tempus.
—¿Cómo diantre habéis conseguido este anillo?
—Mi padre me lo regaló cuando cumplí catorce años. —Tanalasta estiró el cuello hacia atrás para mirar a los ojos al soldado—. Según reza en la obra de Lord Bhereu,
Manual de estándares y procedimientos
, cuarta parte, segundo párrafo, creo que el procedimiento adecuado obliga al centinela a interesarse por el santo y seña real.
El sargento empalideció: sabido era en todo el reino el profundo conocimiento que tenía Tanalasta de cualquier cosa que apareciera impresa en un libro.
—¿Me... me diréis el santo y seña, si sois tan amable? —preguntó el soldado, con el respeto debido a la realeza.
—Dragón adamascado —respondió Tanalasta, arrancando el anillo de sello de manos del centinela.
El soldado, más pálido si cabe, se agachó para coger a Tanalasta del brazo.
—¡Disculpadme, alteza! —La puso en pie sin esperar a que le diera permiso, y al caer en la cuenta de lo que hacía, su rostro se arreboló—. Vuestra cara... esto, yo, bueno, no os había reconocido. Os ruego que me perdonéis.
Tanalasta hizo una mueca al pensar en el aspecto que debía tener. Llevaba casi dos meses viajando en condiciones penosas, y aquellas últimas horas habían sido, con mucho, las más difíciles.
—No se preocupe, sargento, no me ofende —respondió Tanalasta—. Debo de tener un aspecto horrible.
Los dos últimos kilómetros había avanzado lentamente junto a sus compañeros con la cara pegada al barro para evitar que le picaran las avispas.
—Ahora procúreme esas cuerdas y algunos hombres fuertes que tiren de ellas. Mi compañía se encuentra en un estado muy penoso, y una ghazneth está pisándonos los talones.
Al mencionar la ghazneth, el rostro del soldado de los Dragones Púrpura pasó del tono pálido a uno blanco como la cal. Gritó una serie de órdenes a sus subordinados, y tres de sus hombres se apresuraron a obedecer los deseos de la princesa.
Los orcos continuaron golpeando el rastrillo, y una de las barras de hierro cedió finalmente produciendo un estruendo metálico. El sonido fue respondido por un conjunto sorprendente de chirridos y crujidos por parte de los magos guerreros situados en una modesta torre de la entrada. El tempo del golpeteo se hizo más laxo.
Tanalasta se asomó por encima de las almenas y echó un vistazo a través de una aspillera a un valle que había tras el castillo. Ante ella se extendía una amplia cañada rodeada de árboles, con un río caudaloso, ancho y serpenteante, y escarpadas paredes de granito. La princesa necesitó unos cuantos latidos de corazón para localizar la línea de figuras que sorteaban los árboles en dirección a la ciudadela. No alcanzó a ver más que a dos o tres hombres al mismo tiempo; algunos cojeaban y otros hacían un esfuerzo por cargar con los compañeros heridos, y al verlo sintió el corazón en un puño. Por más que lo intentó, sólo pudo contar diez hombres, cuando tenía que haber quince.
El ruido producido por los soldados que se acercaban reverberó en el baluarte, y Tanalasta se volvió para ver a un forzudo oficial de unos cuarenta inviernos que se dirigía a su posición con una docena de soldados de los Dragones Púrpura. Cuatro de los guerreros cargaban con una caja de hierro. Los demás iban armados con ballestas y espadas de hierro. Un par de nerviosos magos guerreros acompañaba al grupo, uno en cada extremo de la caja de hierro.
El oficial se detuvo ante Tanalasta e hizo una reverencia.
—Si me permitís presentarme, alteza —dijo—. Soy Filmore, capitán de Dragones del fortín de Montaña Goblin. —Se volvió hacia el mago más veterano—. Y éste es Sarmon el Espectacular, maestro de los magos guerreros que el rey Azoun envió para que se reuniera con vos.
Sarmon dio un paso adelante y se inclinó ante ella. Aunque a juzgar por su rostro curtido parecía más mayor que el capitán, su pelo y su barba poblada y larga retenían el negro azabache de un joven de veinte inviernos.
—A vuestros pies, alteza. Llevamos unos días esperándoos. —Extendió una mano para estrechar la suya y añadió—: El rey me ha ordenado que os teletransporte a Arabel en cuanto lleguéis.
—Cuando mis amigos estén a salvo. —Tanalasta ignoró la mano que le tendía el mago y señaló el valle, donde sus compañeros se esforzaban por subir la pendiente cubierta de árboles que se extendía al pie de la ciudadela. A unos cientos de pasos de los árboles, una nube de insectos cruzaba el caudal del río en pos de los hombres—. Alaphondar Emmarask y el maestre de agricultura Foley siguen allí, y la ghazneth les pisa los talones, como pueden ver.
Sarmon y Filmore se asomaron por la muralla, y acto seguido enarcaron sendas cejas en un claro gesto de preocupación. El mago se volvió a Tanalasta.
—Princesa, la ciudadela ya corre bastante peligro con esos orcos. —Extendió la mano para cogerla del brazo—. Mi ayudante se encargará de la seguridad del muy instruido sabio de la corte y de vuestro amigo de Huthduth, pero no me atrevo a permitiros que arriesguéis la vida...
Tanalasta se apartó antes de que pudiera tocarla.
—No está usted arriesgando nada, y ni se le ocurra teletransportarme sin contar antes con mi permiso. Ya me ha dicho cuáles eran las órdenes del rey, pero hay cosas que él ignora.
—Por supuesto, alteza —asintió Sarmon, cuya mirada delató su sorpresa ante el tono autoritario de la princesa.
Los guardias de la torre volvieron con cuatro cuerdas largas. Tanalasta ordenó al sargento que asegurara las líneas a las almenas y descolgara los extremos por la muralla; después señaló a cuatro Dragones Púrpura de Filmore, los que le parecieron más fuertes, para que ayudaran a los guardias de la torre a izar a sus compañeros. El capitán reservó el resto de la compañía para rechazar a la ghazneth cuando franqueara la muralla.
La puerta emitió un sonoro estrépito, seguido por una algarabía ahogada de exclamaciones guturales de entusiasmo. Los magos de la torre de entrada descargaron una tempestad de relámpagos y explosiones aún más intensas que antes, y de nuevo cayó el tempo con que arremetía el ariete. Tanalasta se preguntó si sus amigos estarían más seguros en el interior de la ciudadela. Una brecha vertical de gran tamaño surcaba la superficie de la puerta, e incluso los magos guerreros de Sarmon parecían incapaces de rechazar el ataque.
Se alzó un murmullo ansioso junto a Tanalasta. Se volvió para ver que la nube de insectos giraba en espiral colina arriba en pos de sus compañeros, que finalmente atravesaban el terreno despejado próximo a la muralla trasera. Tan sólo eran diez, y a tres de ellos tenían que llevarlos casi en volandas. Al menos Owden y Alaphondar parecían encontrarse bien.
Mientras Tanalasta los observaba, uno de los hombres se detuvo y cayó de rodillas en el lindero del bosque. Dejó al hombre que llevaba en el suelo, se quitó su capa oscura y la deslizó sobre los hombros del compañero. Otro se detuvo a su lado. Depositó a un segundo hombre en brazos del primero y señaló hacia la esquina desde donde miraba Tanalasta. El hombre de la capa hizo un gesto de asentimiento, y después él y su compañero desaparecieron sin dejar ni rastro.
Un ruido agudo sonó entre la princesa y Sarmon, y un instante después aparecieron dos hombres que hedían a sangre. La pareja cubierta con la armadura cayó al suelo, donde yació gruñendo sobre la piedra; tenían el rostro tan entumecido y cubierto de pústulas que Tanalasta tan sólo pudo reconocer al de la capa, e incluso así tan sólo lo hizo gracias al sol sagrado que colgaba alrededor de su cuello.
—¡Owden!
Tanalasta se agachó junto a su amigo. Ya nada podía hacerse por el hombre que el maestre de agricultura llevaba en brazos, con la garganta abierta y el peto abollado por las garras de la ghazneth. Owden apenas estaba en mejor estado: tenía una herida del tamaño de un puño en el costado izquierdo, y dos costillas que asomaban por el agujero. Uno de sus hombros estaba enroscado alrededor de la pierna del muerto, de tal forma que podía alcanzar el bolsillo de huida, situado en la capa del mago guerrero. Tanalasta liberó su brazo, y después ordenó a un soldado de los Dragones que se hiciera cargo del cadáver.
—Owden, ¿me oyes? —tuteó.
La única respuesta del clérigo fue un gruñido ahogado.
—Teletransporte ahora mismo a este hombre a Arabel —ordenó Tanalasta al ayudante de Sarmon—. Su vida es muy valiosa, y no me extrañaría que la reina tuviera que ordenar a la mano suprema de Tymora que lo resucitara. —Al ver que el mago titubeaba, añadió—: Creo que debería apresurarse. Éste fue el último hombre que vio con vida a Vangerdahast.
—¿Con vida? —preguntó Sarmon—. ¿A qué os referís?
—Me parece que a estas alturas ya debería saberlo —respondió Tanalasta—. El mago desapareció después de la derrota del pantano del Mar Lejano.
Sarmon observó fijamente a Tanalasta, como si la princesa pretendiera socavar la reputación de Vangerdahast.
—El mensaje de su majestad no incluía ninguna información que hiciera pensar que Vangerdahast pudiera estar muerto. La reina sólo dijo que había desaparecido mientras perseguía a uno de los traidores Cormaeril.
Tanalasta tuvo la sensación de que el corazón se le subía a la garganta, pero se contuvo y evitó replicarle a voz en cuello.
—No todos los Cormaeril son traidores —dijo con voz mesurada. El mago no pretendía ofenderla, porque nada podía saber de su reciente matrimonio con Rowen Cormaeril. La ceremonia se había celebrado en las lejanas Tierras de Piedra, y hasta el momento tan sólo había mencionado a quienes la acompañaban—. Pero cuando Vangerdahast desapareció, estaba persiguiendo a Xanthon Cormaeril. Ahora Xanthon es quien nos persigue.
Sarmon torció el gesto al percatarse de lo que aquello implicaba tanto para Vangerdahast como para la propia ciudadela.
—Lleve de inmediato al buen maestre a palacio —ordenó el mago guerrero a su ayudante.
El mago asintió ante la orden de su superior, y después cogió a Owden en brazos y masculló una única palabra mística. La pareja desapareció en el aire con el mismo ruido que hace un tapón al descorchar una botella, dejando a sus pies un charco de sangre, en el mismo lugar donde había estado el maestre de agricultura. Tanalasta contempló la sangre largo rato, hasta que Sarmon se acercó a su lado y asomó la cabeza por la muralla. Demasiado cansados para correr incluso en circunstancias tan desesperadas, el resto de compañeros ascendía por la pendiente que daba a la caída rocosa sobre la que se asentaba la ciudadela. A su espalda, el enjambre de insectos empezaba a asomar por los bosques y zumbar en pos de tan maltrecha compañía.