Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—Así es —Tanalasta observó bajo sus pechos desnudos la mano del maestre de agricultura, que aún transmitía a su vientre aquella calidez curativa—. Bueno, ¿y qué me dice del bebé? Confío en que no esté aprovechándose de la situación.
Aquella broma arrancó una sonrisa forzada del clérigo, persona ya de por sí de carácter jovial.
—¿Con todos esos guardias ahí afuera? Ni hablar —respondió. Se volvió a la puerta de la antesala y sacudió la cabeza antes de añadir—: Lo cierto es que no tengo forma de saberlo. Podría preguntar a los sanadores reales si habéis dado muestras, pero, la verdad, se darían cuenta enseguida de por qué lo pregunto.
—Mejor será evitarlo —concedió Tanalasta después de considerar la cuestión—. No necesitamos extender más rumores por el reino, al menos no hasta que los nobles acepten mi matrimonio.
—Y al marido —apuntó Owden.
Tanalasta lo miró ceñuda, con una de esas miradas que dedicaba a los pocos que se mostraban incapaces de interpretarlas como algún mensaje sutil, en virtud del cual se hacían y también se deshacían familias enteras.
—¿Supondría alguna diferencia para el bebé que pudiéramos reconocer los signos?
Owden consideró aquella pregunta durante un momento, y luego hizo un gesto de negación.
—O bien seguís embarazada o no —se limitó a decir—. Si lo estáis, lo único que podemos hacer es seguir escanciando en vuestro vientre la bendición de Chauntea, y rezar para que sea suficiente para contrarrestar la corrupta influencia de vuestra relación con la ghazneth.
—¿Sería tan amable de llamarlo «combate»? —preguntó Tanalasta secamente—. «Relación» me hace pensar en una especie de... cita.
Owden torció el gesto ante su objeción, pero la puerta de la antesala se abrió de par en par antes de que pudiera disculparse. La princesa estiró de las sábanas para cubrirse los pechos, y miró dispuesta a lanzar una pulla a quienquiera que entrase así en sus aposentos, antes de caer en la cuenta de que era su madre.
La reina Filfaeril irradiaba, como siempre, una increíble belleza. Zarandeaba sus trenzas de pelo rubio color miel, y clavaba sus ojos azules en la mano de Owden, que no por ello la apartó del vientre de la princesa. Si el maestre de agricultura se sintió incómodo, su rostro no traicionó tal sentimiento.
—Madre —masculló Tanalasta, sorprendida de no poder articular palabra con facilidad al tener la mandíbula dolorida—. Podrías haberte hecho anunciar.
Filfaeril siguió caminando hacia la cama, y a cada paso que daba parecía más decidida y resuelta.
—He venido en cuanto me he enterado de que habías despertado. —Se detuvo al llegar al pie de la cama, sin apartar la mirada de la mano de Owden—. Me alegra comprobar que te encuentras tan bien.
Tanalasta sintió que sus mejillas estaban a punto de cubrirse de arrebol, pero siguió el ejemplo de Owden y no mordió el anzuelo.
—A decir verdad, no estoy muy segura de cómo me encuentro. —Señaló a Owden con un gesto de la mano, y preguntó—: ¿Recuerdas al maestre de agricultura Foley?
—¿Cómo olvidarlo?
La expresión de los ojos de Filfaeril podrían haber fundido a cualquiera con menos arrestos, pero Owden se limitó a incorporarse e inclinarse sin retirar la mano del abdomen de Tanalasta.
—Radiante como siempre, majestad.
Consciente de que no había logrado intimidarlo, Filfaeril se volvió a Tanalasta.
—Un poco mayor para ti, ¿no crees?
—No creo que se trate de eso, madre —replicó Tanalasta—. El maestre de agricultura Foley cuida de mi salud, como a buen seguro sabrás.
—¿No están a tu altura los sanadores reales? —preguntó la reina con expresión gélida.
—Prefiero a Owden. —Aunque sus propios sentimientos se volvían rápidamente tan gélidos como la mirada de su madre, Tanalasta hizo un esfuerzo por sonreír—. Estoy convencida de que incluso una princesa puede escoger a quien le ponga las manos encima, sin que ello fuerce una crisis política.
Un atisbo de vergüenza asomó a la mirada de Filfaeril, quien, sin embargo, no tardó en recuperar el control de su expresión.
—Supongo que eso sería demasiado pedir —dijo en un tono de voz algo más cálido—, y, además, en realidad no he venido a discutir el asunto de tu templo real. —Se volvió a Owden y le dedicó una de sus sonrisas regias—: ¿Cómo está nuestra paciente? No sabía que hubiera sufrido ninguna herida tan al... sur.
—Es una mujer robusta, majestad. —Owden enarcó una ceja sin apartar la mirada de Tanalasta; lo hizo de tal forma que la reina no se diera cuenta, y como por toda respuesta obtuvo un encogimiento de hombros, siguió hablando sin pausa—. Siente ciertos dolores en los intestinos, pero estoy convencido de que se debe al hecho de haber estado tumbada tanto tiempo... Nada que un buen paseo no pueda curar.
Por muy sutiles que fueran las miradas cruzadas entre Tanalasta y Owden, a Filfaeril no le pasaron inadvertidas. Su sonrisa regia se tornó lo bastante fría como para apagar el fuego de la chimenea.
—¿Un paseo, dice usted? —preguntó la reina—. Esos remedios suyos de Chauntea son sin duda mucho más avanzados que los prescritos por nuestros sanadores reales. Me han advertido que no debemos permitir a la princesa abandonar el lecho durante los próximos diez días.
—¡Diez días! —exclamó Tanalasta al tiempo que se incorporaba en la cama—. Ni hablar de...
—Los sanadores reales no han tenido ocasión de observar a la princesa tan de cerca como lo ha hecho un servidor durante el pasado año —dijo Owden, que hizo un gesto para que la princesa volviera a recostar la espalda—. Confiad en mí, el ejercicio le resultará más beneficioso.
—Yo confío en usted —dijo Tanalasta—, y eso es lo único que importa.
Owden constató agradecido que su mano curativa empezaba a enfriarse al contacto con la piel de Tanalasta. La retiró y no hizo nada para impedir que la princesa retirara la sábana.
Filfaeril siguió mirándolo con tanta frialdad que empezó a sentirse francamente incómodo.
—Si ya os sentís mejor, quizá me permitáis retirarme a cuidar de mis heridas —dijo Owden, volviéndose hacia Tanalasta.
—Por supuesto, Owden, y gracias... por todo.
Owden se inclinó ante ella y ante la reina, y después se marchó. En cuanto se hubo cerrado la puerta de la antesala, la actitud de la reina se ablandó, y ocupó el lugar del clérigo al borde de la cama.
—Te aseguro que no pretendía estorbar, querida. —Cogió la mano de Tanalasta—. Es sólo que cuando me enteré de que habías despertado, no pude ni esperar un momento para disculparme.
—¿Disculparte? —Tanalasta observó, con gesto cansino, a su madre, tan sorprendida ahora como en el momento de separarse de ella hacía menos de dos meses, cuando la reina la reprendió severamente por querer establecer el templo real de Chauntea—. ¿De veras?
El asombro de Tanalasta pareció coger de improviso a Filfaeril. La reina pareció confundida durante un breve instante, y después rompió a reír como no solía hacerlo nunca.
—¡No por el templo, querida! Tendrás que olvidar esa idea, al menos hasta que tu padre decida que ha llegado el momento de morir y dejar el reino en tus manos. —Filfaeril esbozó una sonrisa diplomática, pero al ver que no se salía con la suya, añadió—: Lo que lamento es el modo en que te he manejado.
—¿Manejado, madre?
—Sí, Tanalasta, manejado —respondió Filfaeril, inflexible—. Ambas somos mujeres de palacio, y ha llegado el momento de reconocerlo. Eso no significa que no tengamos que querernos, o a Azoun, o a Alusair...
—O a Vangey —añadió Tanalasta.
La mirada de la reina se apagó visiblemente, pero se limitó a asentir.
—Incluso a Vangerdahast, y mira que él es quien peor nos trata a todos. Todos tenemos nuestros propios objetivos, que inevitablemente nos ponen a unos en contra de los otros, y el único modo de permanecer unidos como familia consiste en reconocerlo.
—De acuerdo... —dijo Tanalasta, que observó a su madre como si la viera por primera vez.
—Así que lo que lamento es haberte juzgado mal. Tenía miedo de lo mucho que habías cambiado después de tu estancia en Huthduth, y creí que no estabas preparada para ser reina. —Filfaeril hizo una pausa para reprimir, a fuerza de pestañear, las lágrimas que amenazaban con resbalar por sus mejillas, y añadió—: Creí que nunca lo serías, y pedí a tu padre que nombrara a Alusair en tu lugar. Hice lo posible por persuadirle, pero Vangerdahast no estaba dispuesto a permitirlo.
—¿Vangerdahast? —Tanalasta empezó a preguntarse a qué jugaba su madre. Durante el año pasado, Vangerdahast había convertido la vida de la princesa en un infierno, la había desafiado constantemente a convertirse en la reina que quería sentar en el trono de Cormyr. Finalmente, la situación empeoró de tal forma que Tanalasta se rebeló y le dijo que la aceptara como era o dedicara su tiempo a Alusair—. ¿No lo estarás diciendo porque ha muerto, verdad?
—No —respondió Filfaeril. Sacudió la cabeza con fuerza y rompió a llorar—. Es la verdad. Él nunca dudó de ti, pero yo sí lo hice. Te pido perdón.
—No lo hagas —dijo Tanalasta—. No hay ninguna necesidad de pedir disculpas. Al menos hubo un momento en que tuviste razón. Cuando Gaspar y Aunadar intentaron envenenar a mi padre, no podía estar menos preparada para asumir mis responsabilidades. No estoy del todo segura de poder hacerlo ahora, pero en este momento no creo que importe mucho. Con esas ghazneth por ahí sueltas, Cormyr se encuentra al borde del desastre.
—Temo que ya no se encuentra al borde del desastre. —Filfaeril se secó los ojos, se puso en pie y asumió de nuevo su porte regio—. La plaga ha destruido hasta el último cultivo al norte, y cada día que pasa avanza más y más hacia el sur. Hay hogueras por doquier, pueblos enteros enloquecidos, y otros que mueren víctimas de la plaga; los orcos se han reunido al norte y...
—Y los siete azotes se han desatado sobre nosotros —interrumpió Tanalasta—. La plaga, la locura, la pestilencia, la guerra, el fuego y los enjambres.
—Sólo has mencionado seis.
—El séptimo «está por llegar», y cuando lo haga...
—«Los muertos se levantarán de sus tumbas, y también las legiones que el diablo habrá creado con sus manos» —concluyó Filfaeril, citando la antigua profecía de Alaundo—. Y entonces, ¿qué?
—No podemos permitir que suceda —respondió Tanalasta. Apartó las sábanas y descolgó las piernas fuera de la cama, antes de mirar en dirección a la puerta de la antesala y gritar—: ¡Korvarr!
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Filfaeril, cogiéndola del brazo.
—Hice algo en Montaña Goblin que debilitó a Xanthon —explicó, dispuesta a arrastrar a su madre hacia el vestidor si era menester—. Quizás haya descubierto algo.
—¿Qué? —preguntó Filfaeril.
—Aún no lo sé. Tengo que investigarlo.
Tanalasta se quitó el camisón y lo arrojó a un lado antes de abrir de par en par el guardarropa y encontrarlo vacío.
Las puertas de la antesala se abrieron, y Korvarr Rallyhorn, capitán de sus guardias, irrumpió en la habitación acompañado por una docena de sus hombres. Todos ellos patinaron hasta detenerse, y después tropezaron unos con otros al hacer lo posible por apartar la mirada de la figura de la princesa y retirarse.
—Yo... esto, os ruego me perdonéis, alteza —tartamudeó Korvarr—. Me pareció que nos llamabais.
—Así es.
Filfaeril cogió el camisón del suelo y se lo arrojó a Tanalasta.
—Buscad a Alaphondar y decidle que me espere en la biblioteca —ordenó Tanalasta mientras se cubría los pechos con el camisón—. Y traedme algo que pueda ponerme.
—Como ordenéis, princesa.
Korvarr hizo lo posible por abandonar la estancia sin mirarla. Al cerrarse la puerta, Filfaeril se volvió a su hija.
—Vaya, sí que has cambiado.
Tanalasta sonrió y rodeó con el brazo los hombros de su madre.
—Y esto no es nada, te lo aseguro... Lo cual me recuerda que yo tampoco sé cómo están las cosas. ¿Qué se sabe de mi padre?
—¿Y de Dauneth, quizá?
—Si insistes —dijo Tanalasta, poniendo los ojos en blanco—, pero te lo advierto: tengo menos motivos que nunca para interesarme por el buen guardián.
—Qué lástima. Haríais tan buena pareja. —Aunque los pucheros que fingió Filfaeril tenían algo de juguetones, no estaban del todo exentos de un componente de seriedad. La reina y el rey desconocían por completo la boda que había unido a Tanalasta y a Rowen Cormaeril, y también su embarazo. Filfaeril levantó ambas manos para contener la ira de su hija—. No pretendía picarte.
—¿Sólo «manejarme», quizá?
—Quizá. —Filfaeril esbozó una fugaz sonrisa, pero enseguida adoptó una expresión seria—. Lo último que supimos es que tu padre y Alusair...
—¿Alusair? —preguntó Tanalasta—. Entonces, ¿está a salvo?
—Sí —respondió Filfaeril—. Tu padre la encontró en las Tierras de Piedra. Tal y como te decía, tenían que reunirse con Dauneth y su ejército en el desfiladero de Gnoll...
—¿Iba sola Alusair? —preguntó Tanalasta. Después de la desaparición de Vangerdahast en la batalla del pantano del Mar Lejano, Rowen Cormaeril había logrado hacerse con el caballo del mago de la corte para emprender camino y advertir al rey de la existencia de las ghazneth. Por desgracia, Tanalasta y Alusair encontraron su rastro pocos días después: se dirigía al norte, hacia el interior de las Tierras de Piedra, por alguna razón que no comprendieron. Alusair partió en busca de Rowen, y eso fue lo último que supo Tanalasta de ambos—. ¿Encontró el caballo de Vangerdahast?
—De hecho, Alusair te envió un mensaje... qué tonta, ¿cómo habré podido olvidarlo? —La sonrisa tímida de la reina le dio a entender claramente que no era tal el caso—. Te dice lo siguiente: «El rey tiene a
Cadimus
, pero tu explorador favorito sigue rondando en busca de su presa».
Tanalasta se acercó a la cama y se hundió de hombros; de pronto se sentía cansada y débil.
La reina se acercó hacia ella y cubrió sus hombros con las sábanas.
—Lo siento, Tanalasta —dijo—. No tenía ni idea de que estas noticias pudieran decepcionarte tanto.
—Y no deberían, supongo —replicó Tanalasta—. Las montañas se han vuelto tan peligrosas, que esperaba noticias un poco más... precisas.
Filfaeril se inclinó sobre su hombro y la abrazó.
—Lo sé. Si pudiera contar la cantidad de veces que he estado preocupada por la seguridad de tu padre... y mira, la mayoría de ellas andaba por ahí con la hija de algún noble.