La muerte del dragón (11 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—Aquí la tienes —juró antes de murmurar el encantamiento del hechizo que le permitiría volar—. ¡Disfruta de la última magia que obtendrás de mí!

8

H
erido, majestad? —preguntaron varios guerreros al unísono, cargando en su dirección espada en alto.

—No, a menos que mis hombres se nieguen a seguirme —respondió Azoun, esbozando una sonrisa carente de humor—. Hija, ¿has elegido?

—Estos que están a mi lado —respondió Alusair, que extendió sus manos para señalar a dos capitanes, uno de infantería y otro de lanzas, respectivamente, a un mago guerrero y a una docena, más o menos, de nobles aceros y Dragones Púrpura, además de los nobles Braerwinter y Tolon.

—¿Es nuestra la jornada? —preguntó el rey de Cormyr, señalando al ejército congregado alrededor de ambos.

Alusair dirigió a su padre una mirada que muchos hubieran considerado «sucia».

Azoun sonrió abiertamente antes de volver la cabeza en dirección a la ghazneth que, en otros tiempos, fue maestro de magos guerreros, pero que en aquel instante se alejaba surcando los cielos.

—En tal caso, vayámonos —dijo tranquilamente.

—Si vais en busca de las alas negras que han escapado, llevadme con vos —dijo uno de los capitanes de infantería.

—No, mi leal guerrero —respondió el rey—. Sólo necesito unos pocos para esta empresa. La ghazneth no ha huido... hemos dejado que se vaya para que nos conduzca a su guarida.

—Pero... si la hemos perdido de vista.

—El mago de la corte me obsequió con un truco mágico —explicó el rey, elevando el tono de su voz para que todos pudieran oírle—. Se trata de un polvillo con el que impregné todo lo que tocaba la ghazneth. Puedo seguir su pista durante unos días, lo cual no creo que sea necesario. Espere usted aquí a nuestro regreso, pero no titubee si fuera necesario desplazar el ejército. ¡Nosotros nos vamos!

El destacamento, formando alrededor del monarca como un escudo humano, se puso en marcha. Azoun parecía seguro de la dirección que había seguido la ghazneth, y los condujo sin pausa ni descanso por la colina hasta un lugar repleto de montañas rocosas.

—¿Crees que encontraremos orcos por el camino? —gruñó un Dragón Púrpura a su compañero.

—Sin duda —replicó el veterano guerrero, sopesando la espada—. De hecho, cuento con ello.

—¿Por qué será, que una parte importante del combate consiste en caminar a marchas forzadas por terreno escabroso, persiguiendo algo que queda más allá del alcance de nuestros aceros, y posiblemente más allá de nuestra capacidad de lucha? —preguntó el capitán de lanzas Raddlesar sin dirigirse a nadie en particular.

—Eso mismo que dice usted no sólo se aplica al combate —respondió el mago guerrero que caminaba a su lado—, sino también a la vida.

Algunas figuras furtivas que podían ser orcos se ocultaron tras las rocas o se alejaron del rey cuando éste condujo a su destacamento de combate colina tras colina hasta una zona donde la tierra estaba alfombrada de hondonadas y de rocas situadas al pie de árboles raquíticos. Probablemente tan sólo habían logrado alejarse unos kilómetros del cuerpo de ejército principal, como podían encontrarse a reinos enteros de distancia, en una tierra que, a excepción de algún cráneo de oveja, tenía todo el aspecto de no haber sido hollada jamás por el hombre.

Un grito agudo surgió de la cordillera que se recortaba ante su mirada mientras se esforzaban por coronar una cuesta angosta.

—Un centinela —advirtió Alusair—. Será mejor que nos preparemos para lo que nos pueda esperar ahí delante. Mantened la cabeza gacha, y cuidado con las flechas.

Lo que podía suceder sucedió cuando alcanzaron la cordillera. Una línea de orcos impasibles de prominente joroba, enfundados en armaduras negras y armados con hachas y espadas, parecían dispuestos a enfrentarse a ellos en combate.

—Adelante, pero retiraos en cuanto haga sonar el cuerno —ordenó Alusair. Los hombres se volvieron hacia el rey en busca de consejo. Éste se limitó a hacer un gesto de asentimiento señalando a la princesa de acero, y todos inclinaron la cerviz ante ella al tiempo que desenvainaban la espada.

La refriega fue tan breve como brutal, y los hombres del rey formaron juntos, de manera que dos o tres de ellos pudieran enfrentarse al mismo tiempo con un solo orco. Como tanto el rey como su hija corrían peligro, no hubo lugar para la «piedad». Dos Dragones Púrpura cayeron antes de que Alusair hiciera sonar el cuerno y los jadeantes cormytas se retiraran, dejando atrás al doble de orcos retorcidos o inmóviles a merced de las moscas.

—¿Habéis visto...? —preguntó jadeante uno de los capitanes.

—No —respondió la princesa de acero—, pero estoy alerta. Mirad allí. —Una docena de orcos aparecieron en la colina para unirse a los supervivientes—. Si son muchos, desearán que avancemos. No veo mensajeros corriendo para pedir refuerzos.

—A por ellos —asintió el rey—. Estoy cansado de vagar por estas colinas esperando ser atacado por un enemigo que no parece descansar ni cobijarse en ninguna parte. Ha llegado el momento (aunque quizás haya pasado ya) de dar el todo por el todo.

Los suyos hicieron un gesto de asentimiento cuando la princesa de acero levantó la mano y miró a su alrededor.

—¿Preparados? —preguntó.

Al cabo de uno o dos latidos de corazón, bajó la mano con fuerza.

—¡Adelante!

Los orcos parecieron esparcirse como el humo ante la arremetida de aquel viento cormyta. Los cormytas rompieron su línea y al llegar a la cordillera vieron que desde allí se dominaba un valle pequeño, una cuenca, en cuya superficie descubrieron un castillo de cieno similar a lo que muchos de los presentes habían visto en anteriores ocasiones.

—¡Dioses! —juró uno de ellos—. ¿Cómo se las ingenian estas cosas para construir en nuestras propias tierras sin que nos enteremos?

—¡Una fortaleza! —gruñó otro, que no las tenía todas consigo—. ¡Los marranos tienen un jodido castillo!

Pudieron ver un número considerable de orcos en las laderas del valle y en las murallas de la torre sucia, gris allí donde no estaba tiznada de un color marrón brillante, similar al estiércol. Surgía desigual de un foso, apuntalada con restos de rocas a su alrededor. Era posible que acabaran de construirla o que fuera más vieja que el rey.

—¿Hay alguien aquí que haya viajado antes por estas colinas? —preguntó el rey con aire ausente.

Un incómodo silencio respondió a su pregunta.

—¿Y qué importa eso? —preguntó su hija—. Ya sabemos todo lo que nos interesa saber.

Como si sus palabras hubieran servido de señal, la ghazneth en la que se había convertido Luthax, el mago guerrero, sobrevoló en círculos la torre fangosa, saliendo de una de las muchas ventanas en arco que tachonaban su estructura para dirigirse a otra, en cuyo interior se perdió. Fue casi como una mofa.

—No me gustan nada estas fortalezas de fango —se limitó a decir el rey—, pero veníamos buscando una guarida, y al parecer la hemos encontrado. ¡Que vuestras espadas entonen una canción por Cormyr!

—¡Por Cormyr! —gritaron en respuesta.

El destacamento descendió a la carrera por la colina, acompañado por un estruendo de aceros, y al llegar al valle se desató la carnicería.

9

E
n eso se había convertido una típica mañana en el patio del palacio de Arabel. Las paredes retumbaban al paso de los carros de la plaga, el viento arrastraba la ceniza de las hogueras que ardían en los alrededores de la ciudad, los guijarros repicaban bajo las voces y los golpes metálicos de los sargentos de instrucción y los reclutas que se sometían al adiestramiento para enfrentarse a la amenaza encarnada en los orcos del norte. Más allá del rastrillo las mujeres pedían gachas para sus hijos hambrientos, los locos anunciaban a voz en cuello el fin del mundo y nubarrones de moscas zumbaban sobre los carros llenos de una comida que se echaba a perder por momentos, antes de que pudiera repartirse. La escena se repetía por todo el norte de Cormyr. Si las ghazneth campaban a sus anchas durante mucho más tiempo, pensó Tanalasta, todo el reino al norte de Carretera Alta quedaría en nada: tierra baldía.

Con cierta dificultad, la princesa se alejó de la puerta y observó su modesto séquito. A excepción de la reina y ella, todos los guardias, los magos y quienes las acompañaban no llevaban más que un macuto de efectos personales. Incluso Filfaeril y Tanalasta habían colocado todas sus pertenencias en un solo carro.

—¿Dispuesto todo el mundo? —Cuando nadie respondió indicando lo contrario, Tanalasta hizo un gesto a Korvarr Rallyhorn—. Proceda.

—A sus órdenes, alteza. —El capitán de Dragones Púrpura, de acerada mirada, inclinó la cabeza tieso como un palo (casi resentido, pensó Tanalasta), y después se puso al frente del grupo. Allí había dos magos guerreros, cada uno de ellos cogido de brazos con cuatro fornidos Dragones Púrpura. En sus manos, los Dragones empuñaban espadas de hierro—. Procedan. Los seguiremos cuando contemos hasta cien.

Los magos pronunciaron la palabra mágica y desaparecieron con un breve estruendo, llevando consigo a los ocho Dragones Púrpura que servían de escolta. Korvarr empezó a contar en voz alta, lentamente y de forma que todos lo oyeran.

—¿Sabes lo que parece esto, verdad, querida? —preguntó la madre de Tanalasta.

—No hay más remedio —replicó Tanalasta—. Todo cuanto debo investigar se encuentra en Suzail.

—La gente creerá que huimos para ponernos a salvo —continuó Filfaeril—. No creo que este gesto inspire mucha confianza.

—Es que no tengo mucha confianza —replicó Tanalasta—. Conocemos a Xanthon, pero ¿y las otras ghazneth? La biblioteca de Arabel no tiene las respuestas que busco. Tengo que recurrir a los archivos reales si queremos frustrar sus planes.

—¿Y cómo crees que nos ayudará averiguar la razón de que estos traidores renieguen de Cormyr? —preguntó Filfaeril.

—Ya sabes cómo. Ya te he explicado lo que le pasó a Xanthon cuando descubrió que me había casado con Rowen. —Tanalasta bajó aún más el tono de su voz. Habían acordado que sería mejor que Azoun anunciara su matrimonio para disfrutar así del apoyo público del rey—. Descubrir las razones por las cuales las demás ghazneth traicionaron el reino será sólo cuestión de estudiar la documentación disponible, y ésa es mi especialidad.

—También eres un símbolo para Cormyr —le recordó Filfaeril—. Si el pueblo cree que huimos, perderá la esperanza.

—Quizá quieras quedarte para evitar que se sientan abandonados, madre —dijo Tanalasta—. Pero yo haré lo que crea mejor para Cormyr.

La cuenta de Korvarr llegó a noventa, y Sarmon el Espectacular dio un paso al frente y les ofreció el brazo. Tanalasta deslizó su mano bajo la manga de la túnica, mientras enarcaba una ceja a su madre en un gesto inquisitivo.

—Te acompaño —suspiró Filfaeril—. Si me quedo, creerán que soy más valiente que tú, lo cual te haría perder prestigio a sus ojos, y ya lo he socavado yo bastante.

—Cien —contó Korvarr.

Sarmon formuló el hechizo, y a Tanalasta se le subió el estómago a la garganta. Se produjo el inevitable intervalo de aturdimiento que seguía a una sensación de caída, durante la cual tan sólo sintió el brazo del mago y un silencio estruendoso en su oído. Se encontraba en otro lugar, de pie en otro patio, intentando pestañear para librarse del aturdimiento propio de la teletransportación y recordar dónde estaba.

El rumor metálico del entrechocar del acero reverberó entre las paredes del patio, y el viento trajo consigo el hedor producido por la batalla: sangre, sudor, cadáveres. Las piedras que tenía bajo los pies transmitían el estampido de los pasos, el caer de cuerpos, mientras ante su mirada confusa pasaban destellos metálicos y siluetas negras en todas direcciones. Sarmon los había teletransportado en plena batalla, y por su vida que la princesa no tenía la menor idea de por qué.

Una silueta oscura se volvió hacia ella y Tanalasta observó cómo su figura familiar se acercaba impulsada por una par de alas negras. La criatura tenía unos brazos larguiruchos y en las manos, garras de ébano; el torso era esquelético, con pechos de mujer, y el pelo negro y grueso enmarcaba unos ojos como ascuas color escarlata.

—¡Emboscada! —gritó Korvarr Rallyhorn.

El cuerpo enfundado en la armadura del capitán de Dragones Púrpura golpeó a Tanalasta de lado, y la hizo tropezar con Sarmon y Filfaeril. Los tres acabaron en el suelo. De pronto, Tanalasta recordó dónde se suponía que estaba: en el patio interior del palacio de Suzail, aunque Sarmon parecía haber errado con el hechizo y haberlos teletransportado en medio de cualquiera de las numerosas batallas que se libraban en el norte.

Tanalasta oyó un ruido metálico encima de su cabeza cuando las garras de la ghazneth agarraron a Korvarr por la armadura y se la arrancaron de cuajo. Mientras intentaba discernir a qué se debía que el hechizo de teletransportación hubiera salido tan mal, la princesa rodó sobre sí misma para apartarse de los demás. Apartó al mago de su madre y lo empujó hacia Korvarr.

—¡Ayude al capitán! —ordenó.

Aunque la ghazneth arrastraba a Korvarr, cuyo cuerpo rebotaba contra el pavimento de guijarro, el capitán se las apañó para desenvainar la espada de hierro y atacar a la criatura a tajo limpio.

—Y Sarmon... esta vez procure no echar a perder el hechizo —añadió Tanalasta, sin disimular su disgusto por el increíble error cometido por el mago.

Con la ceja enarcada ante el tono de voz de la princesa, Sarmon sacó algo de su túnica que arrojó en dirección al capitán de Dragones Púrpura. Cuando empezó a formular el encantamiento, un zumbido familiar se escuchó a espaldas de Tanalasta. Giró sobre sus talones para ver que un enjambre de avispas y moscardones envolvía los chapiteles de la torre del homenaje del Dragón, situada en el interior del palacio de Suzail.

Cuando Tanalasta logró digerir el hecho de que efectivamente se habían teletransportado al lugar indicado, la figura desgarbada de Xanthon Cormaeril surgió por entre el enjambre y empezó a abrirse paso a través de los guardias reales. Empuñaba una alabarda de tres metros en cada mano, saltaba, giraba sobre sí y esgrimía las armas como si fueran las aspas de un molino. Los Dragones Púrpura se enfrentaron a él con denuedo, y cargaron con el escudo en alto, acuclillados para atacar con sus armas las piernas de la criatura, eso cuando no se arrojaban a fondo con la lanza de punta de hierro, dispuestos a atravesarle el corazón. Sin embargo, la velocidad de la ghazneth no tenía rival. Superó sus ataques una y otra vez, y siguió acercándose a la princesa.

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