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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (4 page)

BOOK: La muerte del dragón
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Cuando Tanalasta franqueó la puerta, escuchó el mismo graznido que antes había distraído a Sarmon. Sintió un tacto áspero en el tobillo, y al mirar al suelo vio que un montón de ratas lo cubrían como una alfombra. Una de ellas se detuvo a olisquear su pierna.

Tanalasta contuvo un grito y subió las escaleras a toda prisa; al llegar arriba oyó el rumor de unos pasos que la seguían. Una mano fuerte la cogió del pelo, tiró hacia atrás de su cabeza y la levantó del suelo. Cayó de espaldas pero sin soltar los brazaletes de combate. Cuando levantó la mano para introducir la muñeca por uno de ellos, vio que una rata trepaba por el borde de la capa. En esta ocasión no pudo contener un chillido.

Un pie desnudo y negro pasó por encima de ella e inmovilizó su brazo contra el suelo. En su mano, los brazaletes.

—No, princesa.

Encima de Tanalasta apareció un rostro oscuro que parecía más propio de un insecto que de un ser humano. El ceño era ancho y liso, la nariz larga y fina, la boca forrada por una membrana cartilaginosa y desigual. Aunque el hechizo de Sarmon había abierto un boquete en la sien de la criatura, los bordes de la herida empezaban a cerrarse.

Unas patas con garras diminutas empezaron a tirar de la capa de Tanalasta, mientras las ratas cubrían su cuerpo: mordieron su ropa, su pelo, su carne. Xanthon extendió su brazo delgado y cerró de un portazo la puerta de la torre, después deslizó la pesada barra de hierro como si fuera un palillo.

—¡Centinelas! —gritó Tanalasta—. ¡A mí los centinelas!

—De modo que sois vos, alteza —sonrió la ghazneth. Con su acento del norte y su hosquedad, la voz de Xanthon se parecía tanto a la de Rowen que Tanalasta hubiera jurado, de tener los ojos cerrados, que le hablaba su marido. La ghazneth soltó una risotada salvaje—. Me temo que tenéis el rostro tan hinchado que vuestros leales súbditos serían incapaces de reconoceros.

—Por muy hinchado que esté, aún es el rostro de un ser humano —replicó Tanalasta—. Fuera lo que fuese que hicieras, no creo que salieras ganando con el cambio.

Un estruendo metálico hizo eco escaleras abajo. Xanthon miró hacia el lugar del que provenía, y las ratas emprendieron el ascenso de los escalones de piedra. Los hombres lanzaron imprecaciones y gritos, uno chilló y, a continuación, se oyó un golpetazo tremendo que reverberó por el pasadizo en espiral.

Con la esperanza de aprovechar aquella distracción, Tanalasta gritó pidiendo ayuda, después libró su mano y deslizó un brazalete a través de la muñeca.

Antes de que pudiera ponerse el otro, Xanthon la cogió del brazo y le arrancó el brazalete de la mano.

—Muy amable por vuestra parte, princesa.

El lustre del metal desapareció casi de inmediato, y la terrible herida que Xanthon tenía en la cabeza se cerró del todo ante la atónita mirada de Tanalasta. Se deshizo del brazalete y cogió el otro. Al sacarlo, retorció con fuerza el brazo de la princesa, que sintió el crujido del hueso, aunque no lograra oírlo del todo porque su grito lo ahogó por completo.

Un par de guardias aparecieron por la escalera echando pestes de las ratas, a las que intentaban quitarse de encima sacudiendo las piernas a cada paso que daban. El primero apuntó la alabarda y arremetió contra las costillas de Xanthon, apartando a la ghazneth de Tanalasta y clavándolo contra la pared. No obstante, la hoja no atravesó su cuerpo, puesto que era de acero y tan sólo las armas hechas de hierro podían herir a una ghazneth.

Xanthon apartó el arma que lo amenazaba de un manotazo, después cogió al Dragón Púrpura por la parte posterior del yelmo y golpeó su frente, que el yelmo no protegía, contra la pared de piedra de la torre. Se oyó un crujido terrible, y el hombre cayó como un saco de huesos. Xanthon terminó con el segundo soldado sin mayores aspavientos, pues contuvo el ataque con uno de sus brazos, para coger a su adversario de la barbilla y arrancarle la mandíbula.

Tanalasta sintió náuseas, dolor, terror. Apretó el brazo roto contra su pecho y se abrió paso entre las ratas para arrimarse cuanto fuera posible a la pared de la torre. Se oyeron los golpes de los soldados que intentaban tirar la puerta abajo, aunque Tanalasta sabía que no lo conseguirían porque era de roble grueso. Desesperada, metió la mano sana en la capa con la intención de deslizar el anillo de comandante en su dedo.

Xanthon hizo caso omiso del estruendo procedente de la puerta y atravesó la habitación en dirección a la princesa. Se puso en cuclillas y sacó del bolsillo la mano de Tanalasta, para después quitarle el anillo. La herida que tenía en la cabeza casi se había curado por completo, y el cuero cabelludo creció al absorber la magia del anillo.

—¿Sabéis quién es el responsable de tus pesadillas? —preguntó—. Es importante que sepas quién está a punto de matarte.

—Xanthon Cormaeril —respondió Tanalasta, haciendo un gesto de asentimiento. Intentó reprimir el miedo para evitar que se reflejara en el tono de su voz. No sabía si estaba a punto de morir, pero si estaba segura de algo, era de que no quería darle la satisfacción de saber que estaba aterrorizada—. Lo sé. Tu primo era un traidor, igual que tú. Espero que ambos os pudráis en el noningentésimo pozo del Abismo.

—Yo no me convertí en un traidor hasta que tu padre nos robó nuestras tierras —replicó Xanthon cogiéndole la barbilla. Apretó hasta que el hueso se quebró, y como consecuencia del dolor Tanalasta estuvo a punto de perder el conocimiento—. Pero los Cormaeril no hemos sido jamás de esos que inclinan la cerviz. La venganza es un plato mucho más dulce.

Algo crujió en la puerta y los golpes ganaron en intensidad. Xanthon miró por encima de su hombro, y después levantó a Tanalasta por la mandíbula rota. La ghazneth extendió el otro brazo para cogerla de la nuca, momento en que la princesa cayó en la cuenta de que pretendía arrancarle la cabeza del tronco.

Un ruidoso chasquido reverberó en la estancia. El golpeteo de la puerta cobró, si cabe, más fuerza. Los dedos de Xanthon se hundieron en el cuello de Tanalasta, consciente de que no sobreviviría para ver irrumpir a los soldados que golpeaban el roble. Sintió una calma súbita. Cerró los ojos y empezó a rezar, a rogar a la Gran Madre que cuidara de su alma y de la de su hijo nonato.

—¡Ábrelos! —siseó Xanthon.

Tanalasta soltó una especie de graznido con el que pretendía decir: «¿Qué?», antes de sorprenderla la ironía de la venganza de Xanthon. Sintió la necesidad de soltar una risa amarga, y su cuerpo se sacudió sin que la risa abandonara su garganta ni su mandíbula rota. Sentía dolor en todas y cada una de las fibras de su ser, el dolor surcaba su organismo como el agua. Abrió la boca y se rió en la cara de Xanthon, lo hizo a conciencia, con una risa histérica. Éste apretó la mano hasta que Tanalasta pensó que iba a romperle el cuello, pero no por ello dejó de reír. No podía contener la risa.

—¡No! —Xanthon la sacudió, pero el dolor ya no significaba nada para ella—. ¡Basta!

—¿Por qué iba a hacerlo? —masculló—. ¡Estás a punto de asesinar a un Cormaeril!

—¡Mentirosa! —Xanthon apretó con tanta fuerza que las uñas de sus garras arrancaron hilillos de sangre del cuello de la princesa—. Tú no eres una Cormaeril.

—Yo no, pero Rowen sí —respondió Tanalasta, sacudiendo la cabeza. Logró dejar de reír, y añadió—: Estoy embarazada de él.

—¡Jamás! —Pese a su reacción, primero Xanthon la miró boquiabierto y después observó su estómago—. Rowen es un segundón y un perdedor que no está a la altura de nuestro apellido.

—Aun así, es mi marido... Y tu primo. —Tanalasta tan sólo masculló las palabras que necesitaba. Después de superar el episodio de histeria, creyó entrever la posibilidad de evitar su muerte, y de la mano de la esperanza llegó el dolor—: Un Cormaeril podría sentarse en el trono... no sólo tendría vuestras tierras, sino toda Cormyr.

Fracasó la treta. Los ojos de Xanthon se tornaron rojo carmesí, y los tendones de sus brazos oscuros serpentearon cuando sacudió a Tanalasta por la mandíbula. Un dolor terrible se adueñó de sus sentidos, pero hizo un esfuerzo por permanecer consciente, dispuesta a desafiar hasta el final a su enemigo.

Sin embargo no perdió la cabeza. A pesar del dolor que sufría, mantuvo el cuello intacto, aunque Tanalasta se vio trastabillando de un lado a otro de la estancia mientras la ghazneth intentaba arrancarle la cabeza de los hombros.

—¡Mentirosa! —espetó Xanthon, con los ojos ovoides abiertos y de color escarlata.

Hizo un esfuerzo para postrarla de rodillas y volvió a intentarlo. Tanalasta no oía más que un rumor de fondo, como el que se oye al acercar el oído a una caracola; su visión se estrechó hasta convertirse en un simple túnel, pero la duda parecía anidar en el pensamiento de la ghazneth. Para evitar perder la conciencia, abrió la boca y profirió un grito.

Cesaron los golpes en la puerta, y una voz ahogada empezó a recitar un conjuro. Xanthon volvió la cabeza. Durante un instante la princesa tuvo la oportunidad de ver lo que quedaba de humano en él: la larga nariz, quizás, el ceño; después se volvió hacia ella con un odio más humano que propio de una ghazneth, un odio que quemaba su mirada.

Tanalasta quiso decir que era cierto, que si la mataba privaría a los Cormaeril del primer monarca cormyta en llevar su sangre, pero se sentía demasiado débil y aturdida por el dolor.

Lo único que logró fue esbozar una sonrisa orgullosa e inclinar levemente la cabeza.

Pero con eso bastó. En el delirio de Tanalasta, la sombra pareció abandonar el cuerpo de Xanthon. De pronto, empezó a parecerle no más que un hombre desnudo con la mirada inundada de odio y el alma amargada.

—¡Zorra! —espetó Xanthon, y se dispuso a echar mano de la espada de uno de los guardias muertos.

Antes de que pudiera empuñarla, la voz ahogada de Sarmon guardó silencio. Un estruendo ensordecedor llenó por completo la estancia, y la puerta de la torre se partió en mil astillas de madera y metal. La explosión alcanzó a Xanthon de espaldas y lo arrojó al extremo opuesto de la sala, pero su posición escudó a Tanalasta de las esquirlas y las astillas. Unos soldados con armadura de combate irrumpieron por la puerta, entre toses, medio asfixiados por los gases sulfurosos.

Xanthon se puso en pie y se dirigió a las escaleras para después desaparecer en la penumbra del piso inferior, antes de que los Dragones Púrpura hubieran dado dos pasos. Al cabo de unos segundos, Alaphondar atravesó la puerta reventada, seguido de cerca por Sarmon el Espectacular.

—¡Tanalasta! —gritó Alaphondar—. ¡En nombre del Encuadernador! ¡No!

El anciano sabio cayó de rodillas y acunó la cabeza de la princesa en su regazo. Rompió a llorar y a mecerla de un lado a otro, de tal forma que no hizo más que maltratar la mandíbula rota de la princesa. Ésta levantó la mano para que se detuviera.

—¡Por la pluma! ¡Está viva! —Alaphondar la colocó en su regazo para que estuviera más cómoda, pero al moverla exhaló un suspiro de dolor a causa de lo mucho que le dolía el brazo. El sabio hizo un gesto para llamar la atención de Sarmon—. ¡Teletranspórtenos a Arabel de inmediato!

2

N
o —se limitó a decir el rastreador más veterano—, no hay caballo que galope por su cuenta por roca pelada, cuando tiene la posibilidad de hacerlo sobre hierba blanda, a menos que se lo ordene el jinete que lo monta. Si
Cadimus
pasó por aquí, tal y como debió hacer para no dejar una sola huella durante semejante trecho, y a menos que tenga alas, podéis tener la seguridad de que alguien lo montaba.

—¿Su dueño?

—¿Qué otra persona podía ser? —se encogió de hombros el rastreador. De pronto reparó en el hecho de que respondía a un rey inquieto, no a un recluta ignorante, y añadió con modestia—: Pensad, majestad, que un jinete no deja huellas propias que podamos seguir, si sabéis a qué me refiero, pero...

—Comprendo —dijo Azoun, levantando la mano para reforzar sus argumentos—. Ha hecho usted un buen trabajo, Paerdival. Continúe. Puede que el destino del reino dependa de que encuentre usted el rastro de ese caballo.

A modo de respuesta, el rastreador se limitó a enarcar un instante el par de cejas pobladas que remataban sus rasgos faciales, y después se inclinó de nuevo sobre el extremo sur del lomo de la roca con intención de estudiarlo atentamente. Poco después agitó la mano con apremio, con lo que venía a decir que había descubierto el rastro que había dejado el caballo mágico del mago de la corte a su paso, así como del ejército que lo había acompañado.

El toque de cuerno que resonó al cabo de uno o dos latidos de corazón hizo detenerse al ejército, y un centenar de cabezas se volvieron con premura. Un hombre de retaguardia corría agitando los brazos.

—¡A las armas! —gritó—. ¡Orcos! ¡Miles de orcos!

—¡Todos a formar en la cima de la colina! —gritó el rey sin titubear—. A formar en anillo, lanzas al frente, los demás al arco en su interior. ¡Moveos!

Los capitanes de espada y lanza que tenía a su alrededor empezaron a dar órdenes al respecto, mientras los Dragones Púrpura reemprendían la marcha, cabalgando colina arriba como una ola gigantesca y reluciente.

—Necesitaré una avanzadilla a caballo. —Azoun llamó a los nobles Braerwinter y Tolon—. Reúnan a cuarenta hombres, que puedan moverse rápidamente y tengan buenos ojos, pero excluyan a los exploradores. Se han ganado un descanso.

Al mismo tiempo sonaron los cuernos con toque de retreta para los exploradores, y los primeros no tardaron en ganar la cresta de la colina. Todos se volvieron para mirar en dirección al lugar donde, según la retaguardia, se encontraban los orcos.

—¡Moveos ovejas, así os maldiga Tempus! —gritó un capitán—. Ya habrá tiempo de sobra para disfrutar del paisaje. ¡Esto es la guerra, y no hemos venido aquí como espectadores!

Varios balidos burlones respondieron a las palabras del capitán, mientras los Dragones se incorporaban a la formación en anillo, echando pie a tierra, clavando después las lanzas y buscando con la mirada a los oficiales más próximos.

—¡Muévete he dicho! —gritó el capitán a una figura solitaria e inmóvil. Entonces guardó silencio al ver que acababa de dar una orden a voz en cuello al propio soberano.

Azoun se volvió rápidamente y le dio una palmada en el hombro para tranquilizarlo.

—Siga usted así —murmuró—. Nunca se sabe cuándo podría salvar la vida de un rey. Pero no se moleste si le ignoro.

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