Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Filfaeril cogió a Tanalasta del brazo y la empujó en dirección opuesta, siguiendo a Alaphondar, Owden y media docena de Dragones Púrpura, en dirección a los barracones de los soldados. Su huida se vio frustrada cuando una ghazneth pequeña y cuadrada de hombros, con una barriga prominente y una barba negra y asquerosa surgió del cielo y les bloqueó el paso. Clavó su mirada carmesí en la figura de la reina Filfaeril y se acercó a ella, utilizando sus fuertes alas para apartar de su camino a los soldados enfundados en la armadura de combate como si no fueran más que un hatajo de niños pequeños.
—Boldovar —Filfaeril pronunció el nombre de la criatura de forma tan inaudible, que Tanalasta apenas pudo oírlo—. ¡No!
—¡Zorra infiel! —siseó Boldovar, sacando su lengua roja a la reina—. Eso me gusta en una mujer.
Filfaeril retrocedió un paso, se dio la vuelta y hubiera echado a correr si Tanalasta no la hubiese cogido con fuerza del brazo. Owden, en cambio, avanzó un paso y se interpuso entre la reina y la ghazneth que la atormentaba. Boldovar esbozó una mueca y extendió sus alas dispuesto a enfrentarse al clérigo. En lugar de levantar la maza de hierro, el maestre de agricultura sacó el amuleto sagrado en forma de flor que llevaba colgado del cuello y lo acercó a la ghazneth.
—En el nombre de la Madre, regresa a la tumba y rinde tu cadáver al buen suelo.
A Boldovar se le encendió la mirada. Empezó a proferir maldiciones y chascar los dientes con tal fuerza que un hilillo de sangre resbaló de su boca, pero se apartó del símbolo sagrado e intentó rodearlo, y no en dirección a Filfaeril, sino a Tanalasta. Owden cortó el paso a la ghazneth y dio de nuevo un paso al frente estirando más del amuleto para acercarlo a un brazo de distancia de la ghazneth.
—¡Tenga cuidado, Owden!
Tanalasta cogió al clérigo por la capucha de la túnica, y miró en dirección a la primera ghazneth. La criatura estaba hundida hasta las rodillas en una maraña de cuerpos pertenecientes a los Dragones Púrpura, y también intentaba acercarse a ella. Se lo impedían un trío de guerreros cuyas armaduras y alabardas de hierro se habían vuelto de pronto herrumbrosas, y una cadena corta de magia dorada que la tenía cogida a la altura de los tobillos. En el extremo opuesto de la cadena vio a un débil mago que guardaba cierto parecido con Sarmon el Espectacular. Tenía un brazo hundido a la altura del hombro en los guijarros, y gritaba de dolor mientras la ghazneth se esforzaba por liberarse.
No vio ni rastro de Korvarr, a menos que se tratara del colibrí verde que volaba raudo para hundir su afilado pico en los ojos escarlata de la ghazneth. El pájaro parecía hacer más daño que todos los demás atacantes. Cada vez que la picaba, la ghazneth soltaba un alarido y recurría a sus poderes para curarse el ojo herido, antes de agitar las manos en el aire para borrar del cielo a la diminuta criatura. Por muy rápido que fuera el monstruo, el colibrí lo era aún más. La esquivaba, hacía un quiebro en el aire y allí estaba de nuevo remontando el vuelo.
Las avispas y las moscas llegaron formando un enjambre, dispuestas a picar a diestro y siniestro. Tanalasta volvió la mirada y vio a Xanthon a menos de cinco pasos de distancia, acabando con los dos últimos guardias. Detrás de él, los soldados de la guarnición de palacio irrumpían en el patio procedentes de todas direcciones, pero la princesa era plenamente consciente de la velocidad de la ghazneth como para tener esperanzas de que pudieran llegar a tiempo para salvarla. Incluso Boldovar, que había tenido prisionera a Filfaeril durante casi diez días, y que debido a su locura aún la consideraba su reina, volaba en círculos sobre Tanalasta, olvidándose de Filfaeril. Llegó a la conclusión de que había llegado el momento de hundir la mano en el bolsillo de huida y confiar en la suerte.
Pero en lugar de hacerlo, Tanalasta se volvió para enfrentarse a Xanthon. Le asustaba el hecho de tenerlo tan cerca y tan fuerte como siempre, quizás incluso más. Sus alas eran lo bastante largas como para que las puntas asomaran por encima de sus hombros. De haberse demostrado que su teoría para derrotar a las ghazneth era correcta, no sería más que el miserable traidor que había huido de Sarmon en Montaña Goblin, pero la princesa no estaba por la labor de renunciar a su idea tan fácilmente. Si su teoría no se confirmaba, al menos sabría el porqué.
Xanthon inmovilizó la espada de hierro de uno de los soldados con la punta de la alabarda y dio una voltereta en el aire para arrancar el arma de las manos del guerrero. Tanalasta levantó la barbilla en un gesto arrogante, y se acercó lentamente a la refriega arrastrando a su madre con ella, e ignorando a las avispas y las moscas que parecían dispuestas a magullarle el rostro.
—¿Y ahora qué, primo? —inquirió Tanalasta—. ¿Acaso el hecho de sentar a un Cormaeril en el trono no te parece suficiente recompensa?
Xanthon no llegó a tirar de la alabarda, y el Dragón Púrpura logró liberar su espada.
—¡No me hables de tronos, furcia! No creo que estés más comprometida con Rowen de lo que lo estuviste con Aunadar.
—¿De veras? —exclamó Filfaeril. Se separó de su hija y se llevó la mano al pecho—. Por las sagradas trenzas de la Señora, ¡qué buena noticia! No sabía cómo iba a explicárselo al rey. ¡Imagina! Un Cormaeril de consorte real. ¿Qué dirían los Silversword?
—¿Te lo ha dicho? —preguntó Xanthon, cuya mirada lanzó un destello carmesí. Se distrajo tanto, que a duras penas pudo evitar los ataques de los soldados—. Entonces, ¿es cierto?
—¡Espero que no! —Filfaeril dio un paso hacia la ghazneth—. Si lo es, acaba conmigo ahora mismo y evítame tamaña vergüenza.
La sombra que cubría el rostro de Xanthon pareció evaporarse, y en sus ojos observó Tanalasta la misma expresión humana que creyó ver la primera vez que se enfrentó a él en Montaña Goblin. Cogió de nuevo a su madre por el brazo y la empujó hacia atrás. Empezaba a temer que la reacción de la reina no fuera un simple truco para distraerlo.
—Ya es suficiente, madre. —Tanalasta había descubierto todo lo que quería saber... quizá más de lo que pretendía. Dio un codazo a Alaphondar para que se encargara de Owden, que aún seguía enzarzado con Boldovar, y después dio la espalda a Xanthon y metió la mano en el bolsillo de huida de la capa—. Ya lo discutiremos en mis aposentos.
Un portal oscuro se materializó ante Tanalasta, que lo atravesó de un paso sin soltar a su madre. Experimentó esa desconcertante sensación de caer en un pozo infinito, y acto seguido se encontró en los familiares confines de su propia habitación, no muy segura de por qué se sentía tan desorientada o de por qué cogía las manos de la reina. Alaphondar llegó con Owden Foley del brazo, y entonces reparó Tanalasta en el estruendo del combate que tenía lugar en el patio, cuando de pronto lo recordó todo.
—¡Guardias! ¡Alarma! —gritó al abrir la puerta de la antesala.
—¡Y traed el hierro! —añadió la reina—. Tenemos a las ghazneth.
Tanalasta no pudo evitar sonreír cuando oyó los gritos de asombro que se repitieron a lo largo del salón. Aunque llevaba un año fuera de casa, le satisfacía comprobar que había cosas que nunca cambiaban. Durante algunos latidos de corazón estuvo escuchando los gritos de asombro de los guardias, que repetían sus órdenes de estancia en estancia.
—Espero que tu berrinche haya redundado en beneficio de Xanthon —dijo al volverse a su madre.
—Por supuesto, querida —respondió la reina a su hija con una sonrisa quizá demasiado dulce—. Ya sabes que no podría alegrarme más por ti.
Sin esperar la respuesta, la reina cruzó el dormitorio y echó un vistazo al patio sin correr las cortinas. Tanalasta la siguió y se puso a su lado. En el patio, Boldovar y la otra ghazneth alada (probablemente Suzara Obarskyr o Ryndala Merendil, ya que éstas eran las únicas ghazneth hembra), no eran sino motas negras recortadas en la distancia. Como aún carecía de unas alas que lo sustentaran en vuelo, Xanthon Cormaeril trepaba por la muralla como una araña enorme, completamente recuperada su monstruosa forma.
Tanalasta sacudió la cabeza en un gesto de frustración, y se volvió hacia su madre.
—Ahora soy yo quien debe disculparse. Según parece, estaba equivocada.
—¿Tú... equivocada? —Filfaeril soltó la cortina y miró a su hija con expresión dubitativa—. ¿Y por qué será que me cuesta creerlo?
—Porque no lo estaba —Alaphondar se interpuso entre ambas y corrió con cuidado la cortina para observar el patio—. Si Tanalasta se hubiera equivocado, dudo que las ghazneth dispusieran esta trampa para ella.
—¿Una trampa? —preguntó Owden. Cruzó una mirada cargada de significado con el sabio de la corte, y después hizo lo propio con Tanalasta—. ¿No supondréis que les preocupa alguna otra cosa?
—No veo el qué —se apresuró a decir Tanalasta. Aunque había pasado el tiempo suficiente para que la princesa tuviera la seguridad de que estaba encinta, aún no se lo había contado a su madre, debido en parte a su irritante empeño de proteger a la criatura guardando silencio sobre su embarazo—. Pero aún es pronto para felicitarnos. Ésta es la segunda vez que logramos debilitar a Xanthon, pero lo cierto es que ha logrado recuperarse, y en muy poco tiempo, por cierto. No creo que mi teoría sirva para destruir a las ghazneth.
—Aún no, pero es un principio —insistió Alaphondar—. De lo contrario, ¿por qué las ghazneth están tan preocupadas?
—Creo que una pregunta aún más interesante —respondió Filfaeril, que había enarcado la ceja ante las palabras del sabio— consistiría en averiguar qué es lo que las preocupa.
Owden y Alaphondar fruncieron el entrecejo, pero Tanalasta, más acostumbrada a la capacidad de su madre por la intriga, se mostró más rápida a la hora de comprender el significado.
—¿Y cómo se las habrán apañado para conocer nuestra llegada?
—¡Por la eterna pluma de Oghma! —exclamó Alaphondar, haciendo un gesto de incredulidad.
Sólo Owden, poco familiarizado con el lenguaje de la corte, no comprendió de qué hablaban.
—No puedo creer que sean tan listas. Deducir que vendríamos a Suzail es una cosa, pero saber cuándo...
Tanalasta apoyó la mano en el muslo del maestre de agricultura para que guardara silencio.
—No lo han deducido por sí mismos, Owden. Cuentan con la ayuda de un espía.
E
l ruido ahogado y constante de una compañía de trasgos al paso de marcha remontó el tortuoso camino. Vangerdahast apagó la vela bajo cuya luz había estado estudiando. Los trasgos canturreaban un aire, no muy dispuestos, al parecer, a seguir el mismo ritmo, mientras se daban palmadas en el peto de acero con tal que pareciera que eran más de los que eran. Se acercaban en su dirección. El mago cerró el libro de hechizos de viaje, que a continuación se encogió hasta adquirir un tamaño portátil, y lo guardó en el correspondiente bolsillo de la capa.
Sin una vela, todo cuanto le rodeaba se tornó oscuro como el interior de una cripta. El techo esponjoso de la caverna colgaba sobre su cabeza a un brazo de distancia, pero aun así lo percibía como si fuera la tapa de un ataúd. La única abertura era un ventanuco del tercer piso, a través del cual podía acceder a una especie de hamaca que había improvisado, situada en una estancia minúscula donde a duras penas podía siquiera estirar los brazos.
Vangerdahast se inclinó sobre su barriga, dispuesto a formular un hechizo contra la impenetrable oscuridad que se extendía a sus pies. No tenía motivos para pensar que fuera necesario. A aquellas alturas, más de un centenar de patrullas habían pasado por allí, y lo más cerca que había estado de oír a un trasgo dar la alarma fue cuando oyó un estornudo. Sabía que la situación cambiaría pronto. Cada vez que despertaba, le parecía ver más y más trasgos en la ciudad de Grodd. Se materializaban surgidos de la nada, aparecían como si llevaran allí toda la vida. En dos ocasiones, Vangerdahast se había visto obligado a alejarse de la plaza central, después de comprobar que los edificios colindantes estaban, de pronto, habitados.
Pese a su juramento de no recurrir a la magia, Vangerdahast se había visto obligado de vez en cuando a formular un hechizo después de que los trasgos lo sorprendieran robando comida o llenando la cantimplora. En una ocasión, mediante un hechizo para escuchar a sus perseguidores, oyó a los trasgos que hablaban de la orden impartida por «El Hierro» para que lo capturaran a él y a su anillo. Vangerdahast estaba convencido de que se referían a Nalavara, y de que el anillo que buscaban era su anillo de los deseos. Lo que no comprendía era el porqué.
Durante su primer encuentro, Nalavara había intentado engañarlo: quiso convencerlo de que deseara que toda la ciudad se llenara de trasgos, deseo para el cual, vistos los resultados, no necesitaba la ayuda de ningún anillo. ¿Pretendía engañarlo para que pidiera cualquier deseo, a fin de absorber la magia del hechizo y liberarse? ¿O quería evitar que pidiera el deseo de abandonar la ciudad, o, quizá, desear que la ciudad dejara de existir? Vangerdahast se había hecho estas preguntas muchas veces (no tenía gran cosa que hacer), pero aún no había dado con las respuestas. Empezaba a temer que el negocio se redujera a probar una opción y esperar a ver qué sucedía; vamos, que tenía que intentar huir, y no estaba muy por la labor, dado el alto precio que pagaría si las cosas salían mal.
Los pasos de la primera compañía apenas se habían perdido en la distancia, cuando los siguió el sonido de otra. El mago prestó mucha atención, y oyó que varias compañías se dirigían hacia él. No se trataba de una simple cuadrilla de exploradores. Sonaba como una legión entera. Los siguió, sacó un ágata del bolsillo y se la llevó al ojo mientras susurraba el hechizo que le permitiría ver en la oscuridad. Ignoraba lo cerca que Nalavara se encontraba de la libertad: cada vez que se acercaba a la plaza, lo descubrían una cohorte de trasgos y se veía obligado a usar más magia para huir, pero estaba sucediendo algo importante, y quería descubrir qué era.
Para cuando Vangerdahast terminó su hechizo, la segunda compañía de trasgos había desfilado por el camino, y desaparecido al doblar la esquina. No tuvo que esperar mucho para oír la tercera. Por la magia de su hechizo, que le permitía ver a través del calor que emanaban los cuerpos en lugar de la luz, observó una hilera de formas que despedían una luz rojiza marchando al paso tras un portaestandarte enfundado en armadura de bronce. Su centurión los seguía a una docena de pasos en la retaguardia, y movía la mandíbula al son del compás. Al igual que los trasgos que lo seguían, llevaba una pesada mochila sobre los hombros y ceñía una espada corta en la cadera. En lugar de las jabalinas de hierro que empuñaban sus subordinados, llevaba un bastón de marfil en el hueco del brazo.