Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—La princesa no las ha traído, lord Goldsword —intervino la reina Filfaeril. Se levantó del trono, donde había estado ocupada con una labor de punto, que obedecía a su propio rescate de las garras del rey loco Boldovar—. Seguro que si hace usted memoria, recordará que ya estaban aquí cuando nosotras llegamos. La princesa estuvo a punto de morir, y a mí, entre otros, me gustaría saber cómo es posible que sucediera algo parecido.
El color desapareció del rostro arrebolado de Emlar, al igual que desaparecía de tantos otros rostros cuando la reina utilizaba ese tono gélido de voz.
—Ruego a la princesa que me perdone. —Continuó mirando a Filfaeril y se inclinó aún más ante ella que ante Tanalasta—. Quería decir que estas ghazneth son un asunto que atañe a la corona. Los nobles no podemos reunir tantos efectivos...
—¿Y por qué no? —preguntó Tanalasta, observando al noble con más dureza de la que merecía. Aunque su madre había procurado no robarle protagonismo, la princesa prefería que la reina no se hubiera levantado del trono. Incluso la simple demostración de apoyo al liderazgo de Tanalasta implicaba que éste era necesario, y debilitaba su posición ante los nobles. Para recuperar su respeto, tendría que mostrarse más dura que antes—. ¿Acaso mientras he estado en Huthduth, el rey ha librado a los nobles de sus obligaciones de vasallaje y se ha olvidado de comentármelo?
—Por supuesto que no —respondió el noble—, pero el rey no está presente.
—El rey siempre está presente —volvió a intervenir Filfaeril.
Tanalasta levantó la mano ligeramente. Pese a lo sutil del ademán, tales gestos nunca pasan desapercibidos en el reservado mundo de la política entre los nobles, y el gesto movió a los presentes a proferir una ahogada exclamación de sorpresa. Lord Goldsword miró a la reina, esperando claramente que pusiera a Tanalasta en su sitio y asumiera las riendas de la audiencia. En lugar de ello, Filfaeril se limitó a inclinar la cabeza y se retiró a su trono, lo cual llevó a los nobles a calibrar la nueva estructura de poder que observaba la corona.
Tanalasta se acercó al borde de los escalones.
—El rey se encuentra en el norte luchando contra los orcos, al igual que buena parte de las mesnadas de Cormyr. —Apartó la mirada de Goldsword y observó a los demás nobles—. Si es necesario defender el sur, los Dragones Púrpura no podrán hacerlo.
—Quizá pueda prestaros servicio a ese respecto, alteza —gritó al fondo de la sala una voz ronca apenas hubo estallado el esperado murmullo.
Tanalasta buscó con la mirada al que había hablado y vio a un hombre ancho de hombros, de pelo negro y ojos oscuros que asomaba por entre un pequeño círculo formado por miembros de las familias Rowanmantle, Longthumb y otras familias de mercaderes. El atrevido sombrero emplumado del individuo impidió a la princesa ver su rostro con claridad, pero al inclinarse entrevió los pómulos prominentes y la orgullosa barbilla. Su corazón empezó a latir con tal fuerza, que temió que los nobles pudieran escucharlo en toda la estancia. Aunque no podía imaginar qué hacía Rowen enfundado en la seda elegante de un mercader sembiano, la similitud de su aspecto era demasiado grande como para que pudiera pasarle inadvertida.
—El caballero de las plumas puede incorporarse y presentarse —dijo Tanalasta, que extendió una mano, incapaz de contener la inquietud que traslucía su voz.
Su entusiasmo provocó un murmullo aún más fuerte que el anterior, e incluso lord Goldsword se volvió para mirar al extranjero que había despertado semejante reacción en la taciturna princesa.
El recién llegado se descubrió la cabeza con una floritura y se inclinó aún más.
—Como ordenéis, alteza —respondió con tal acento sembiano que casi parecía una caricatura.
Se incorporó y se dirigió hacia la princesa, momento en que la emoción que embargaba su corazón remitió un poco. Aún estaba lejos para distinguir su rostro con claridad, pero tenía el pelo más corto que el de Rowen, corto y peinado. Sin embargo, el pelo podía cortarse y peinarse, y si su marido tenía algún motivo para acercarse a ella disfrazado de extranjero (y es que no podía creer que un auténtico sembiano hablara con ese acento tan cerrado), sería propio de él procurar que el peinado estuviera a tono con el disfraz.
Tanalasta sentía tanta curiosidad que no pudo esperar a que el hombre llegara al pie de la escalera.
—Díganos su nombre, buen señor.
El hombre se detuvo y volvió a inclinarse, e incluso la reina Filfaeril tuvo tanta curiosidad que se levantó de nuevo del trono y se puso junto a Tanalasta.
—Korian Hovanay —respondió el hombre—. Embajador del consorcio de los príncipes de Saerloon, Selgaunt y de toda Sembia, a vuestro servicio, alteza.
Filfaeril miró a Tanalasta y enarcó una ceja, sin embargo la princesa no se dio por enterada y volvió a hacer un gesto para que el hombre se acercara.
—Vamos, embajador Hovanay —dijo, dispuesta a seguirle el juego—. Discutimos asuntos muy importantes, y no tenemos todo el día para observarle mientras se inclina una y otra vez.
Korian se levantó al punto y se dirigió al pie de la escalera. Tanalasta perdía la esperanza por momentos. El rostro de aquel hombre parecía más llenito que el de su marido, y su piel carecía del aspecto curtido que tanto le había atraído en Rowen.
Aun así, los sembianos gustaban de comer bien, como si la cantidad de colas de calamar y tentáculos de pulpo sirvieran de rasero para mesurar la inteligencia del mercader. Dos meses disfrutando de una dieta rica en mantequilla habrían bastado para engordar las mejillas del explorador más pintado.
El sembiano empezó a hablar mientras caminaba.
—Mis disculpas por hacer esperar a vuestra alteza. Seré breve. Los muchos y graves problemas que Cormyr tiene en el norte y en todas partes han llegado a oídos de mis señores, y me han pedido que venga a Suzail para ofrecer su ayuda a la corte.
—¿Ayuda? —repitió Tanalasta, a quien le costaba concentrarse en las palabras de aquel hombre en lugar de en su rostro—. ¿Qué tipo de ayuda?
—La clase de ayuda que el reino de Cormyr considerará gratificante para ambas partes. —El embajador se detuvo al pie de las escaleras e hizo ademán de inclinarse de nuevo, pero se contuvo y se limitó a añadir—: En este momento, mis patronos disponen de un ejército de diez mil espadas a sueldo, al mando de nuestros propios oficiales sembianos, que marcha hacia Daerlun.
—¿Diez mil? —preguntó Filfaeril, sin aliento.
Tanalasta apenas oyó a su madre, ya que acababa de darse cuenta de que aquel atractivo embajador nada tenía que ver con su Rowen. Aunque no era gordo, teniendo en cuenta la tendencia de los sembianos a la obesidad, el mercader parecía llevar la palabra «fofo» tatuada en la frente, y sus manierismos tenían todo el aspecto de pertenecer al mentiroso acostumbrado a salirse con la suya.
—¿Diez mil espadas a sueldo? —repitió Filfaeril, esta vez más al oído de Tanalasta que al embajador—. Eso no es una ayuda, sino una invasión.
—No es eso lo que se pretende —Korian levantó las manos para reforzar sus palabras—. Mis patronos sólo desean que les informe de que nuestro ejército avanza hacia el Gran Pantano para asegurar nuestra propia protección. Y puesto que ya se encontrará cerca, pensaron que, quizás...
—Podrían reclamar perfectamente todo el sur de Cormyr —dijo Tanalasta. Ahora que había descubierto el error de sus suposiciones, la disposición amable de la princesa hacia aquel hombre dejó paso a una rabia irracional—. Embajador Hovanay, puede usted volver junto a sus patronos con todo nuestro agradecimiento... y también con la siguiente advertencia: Mientras sus ejércitos permanezcan en el lado sembiano del Gran Pantano, habrá paz entre nuestras respectivas naciones.
—Alteza, temo que habéis malinterpretado las intenciones de mis patronos —replicó el embajador, que abrió unos ojos como platos en un gesto, practicado, de sorpresa.
—Y yo me temo que no —dijo Tanalasta.
—Y yo temo que os estáis precipitando —intervino lord Goldsword. Se atrevió a poner un pie en el escalón inferior, lo cual obligó a Korvarr Rallyhorn y a una docena más de los guardias que protegían a Tanalasta a coger la empuñadura de la espada y rodearlo.
—Vos misma habéis dicho que nuestros ejércitos están comprometidos en el norte —dijo Goldsword sin moverse de donde estaba—, y estoy convencido de que hablo en nombre de todos los presentes si digo que ya estamos bastante ocupados intentando mantener a esas ghazneth lejos de nuestras tierras.
Miró a su alrededor, a toda la sala, y recibió una aclamación entusiasta de «escuchadle, escuchadle». Sólo Giogi Wyvernspur, Ildamoar Hardcastle y un puñado de otros nobles leales de aspecto inflexible guardaron silencio.
Una furia terrible bullía en las entrañas de Tanalasta.
—¿Es usted un cobarde, señor? —preguntó, descendiendo un solo escalón hacia Emlar Goldsword.
—¿Perdón? —preguntó boquiabierto el noble, cuyo rostro se contrajo y se cubrió de arrebol.
Tanalasta descendió otro peldaño, ignorando a Korvarr Rallyhorn, que hacía gestos negativos con la cabeza para que no lo hiciera.
—Creo haberme expresado con suficiente claridad, Goldsword. Le he preguntado si es usted un cobarde.
El rostro de Emlar se volvió del mismo color que la túnica real de Tanalasta. Hizo ademán de subir las escaleras para enfrentarse a la princesa, pero se contuvo cuando notó la presión de la punta de la daga de Korvarr en la barbilla.
—¿Qué...? —Emlar estaba tan furioso que tuvo que detenerse y apartar la papada de la daga, antes de seguir hablando—. ¿Qué significa esto?
Tanalasta descendió otro escalón, hasta quedar a un brazo de distancia del tembloroso noble.
—La corona exige saberlo. —Levantó el brazo y abofeteó al noble—. ¿Es usted tan cobarde que preferiría vender el reino, antes que defenderlo?
—Yo... yo... yo voy a...
—Cuidado —Korvarr apretó un poco más la daga bajo la papada del noble—. Está usted hablando al trono.
—Vos... no... sois... el... rey —dijo Emlar a la princesa.
—No, soy la princesa de la corona, que en su ausencia actúa en calidad de soberano. —Tanalasta miró a Korvarr, y añadió—: Si eso era todo lo que lord Goldsword tenía que decir, veamos lo valiente que es. Korvarr, dé un paso atrás y suéltelo.
La mirada del capitán de Dragones Púrpura lanzó un destello de alarma, pero envainó la daga y retrocedió un paso, como le habían ordenado. Tanalasta descendió otro peldaño, quedando a la misma altura que Goldsword.
—¿Y bien?
A Goldsword empezó a temblarle el cuerpo con tal violencia, que Tanalasta creyó que caería muerto allí mismo. Llevó su mano a la empuñadura de la espada, y una serie de restallidos metálicos resonaron en la sala cuando Giogi Wyvernspur y algunos otros desenvainaron los aceros. Eso bastó para Emlar, que retrocedió de la escalera y se volvió dispuesto a irse.
—¡Lord Goldsword! —gritó Tanalasta.
—¿Y ahora qué, princesa? —preguntó el noble, que se detuvo, pero no se volvió.
—Ahora que ya ha respondido usted a mi pregunta, ya puede marcharse.
Emlar permaneció inmóvil durante unos instantes, y después siguió caminando hacia la puerta a buen paso, casi con dignidad. Al pasar, los demás nobles le negaron el saludo y no pronunciaron una sola palabra.
Tanalasta esperó a que sus pasos se perdieran en la distancia, para que no restaran claridad a su voz.
—¿Hay alguna otra persona que prefiera comerciar con nuestras tierras que luchar por ellas? Si es así, que salga aquí de inmediato.
Esperó un momento a ver si alguien aceptaba su oferta, cuando el embajador Hovanay hizo ademán de retirarse.
—Aún no, embajador Hovanay. Hay un detalle que quiero que comprenda.
—Creo que ya se ha expresado con bastante claridad —respondió el embajador.
—Discúlpeme —dijo Tanalasta. Se volvió hacia Giogi Wyvernspur que, al oír que aquella audiencia sería más bien un concilio de guerra, había acudido vestido con una armadura de combate reluciente—. Lord Wyvernspur, ¿puedo dar por sentado que usted y los suyos servirán con fidelidad a la corona?
—Podéis —respondió Giogi, levantando la espada a modo de saludo.
—En tal caso, prepare un ejército y ocúltelo bien en los bosques de Hullack —dijo Tanalasta—. Si uno solo de estos mercenarios cruzaran el Gran Pantano, haréis con Sembia lo mismo que las ghazneth con Cormyr.
Esta vez, el embajador Hovanay abrió unos ojos como platos, y no lo hizo con teatralidad. Se volvió hacia la reina Filfaeril y, al ver que no encontraría apoyo en ella, se volvió de nuevo hacia Tanalasta.
—Os aseguro, alteza, que eso no será necesario.
—Excelente —dijo Tanalasta—. Me angustiaría tener que considerar siquiera la posibilidad, dados los problemas que tenemos. Retírese.
Hovanay se inclinó aún más de lo que lo había hecho antes, y se marchó. Tanalasta lo observó mientras se alejaba con una inquietud creciente en el pecho, y no porque temiera los problemas que pudiera causar Sembia. Fueran cuales fuesen sus aspiraciones en Cormyr, Giogi se encargaría de que pagaran un alto precio por ello.
En cuanto se hubo marchado el embajador, Tanalasta se volvió hacia los demás nobles.
—Giogi Wyvernspur ya ha declarado estar dispuesto a servir a la corona. Supongo que no será el único.
Ildamoar Hardcastle, el padre de Korvarr Rallyhorn, Urthrin y un puñado de nobles más dieron un paso al frente para declarar su disposición a sacrificar su vida y su fortuna por el bien de Cormyr. Sin embargo, la gran mayoría de los nobles presentes guardaron un silencio ominoso. Tanalasta los observó en silencio, y se detuvo el tiempo suficiente ante cada uno para asegurarse de que supieran que era consciente de sus dudas; entonces se llevó una auténtica sorpresa, Beldamyr Axehand.
—¿Lord Beldamyr? —preguntó—. ¿No están dispuestos los Axehand a defender Cormyr?
Beldamyr se sonrojó, pero no apartó la mirada.
—Lo estamos —dijo—. Cuando el rey nos lo pida.
Aunque su rechazo sacudió a Tanalasta como un golpe, hizo lo posible por no demostrar lo descorazonadora que había sido aquella respuesta. Por mucho que intentara convencerse de lo contrario, y no era mujer dada a ello, la negativa de Beldamyr no podía atribuirse a la cobardía. Su familia era una de las pocas que habían mostrado su lealtad a su padre en el intento de destronarlo el año pasado, y la negativa de Beldamyr tan sólo podía deberse a la poca confianza que tenía en la princesa.