La muerte del dragón (19 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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Oyó un rumor procedente de los bosques que había su espalda, y se volvió al ver que Korvarr Rallyhorn conducía a Filfaeril, Alaphondar y a una pequeña comitiva de guardias hacia la mesa donde estaba sentada. Con la esperanza de que su amplia capa negra bastara para ocultar su estado (Tanalasta aún no había encontrado el momento adecuado para confesar su embarazo), extendió los brazos y se levantó para abrazar a su madre.

—¿Habéis tenido algún problema, majestad? —preguntó la princesa, que no tuteó a su madre por estar en presencia de desconocidos.

—Ningún viaje es seguro en los tiempos que corren, Tanalasta, pero no sufrimos ningún contratiempo. —Filfaeril correspondió al abrazo de su hija, después dio un paso atrás y la miró de arriba abajo—. Veo que las dificultades del camino no han afectado tu apetito.

Tanalasta dio rienda suelta de inmediato a la respuesta que había planeado.

—No hemos hecho más que esperar. A veces, parece que no haya más que hacer que comer. —Se apartó de su madre y abrazó a Alaphondar—. ¿Y cómo está usted, viejo amigo?

—Tan bien como espero que estéis vos. —El sabio dijo entonces al oído de la princesa—: No tardéis en decírselo, querida. ¡Se os acaba el tiempo!

Tanalasta rió con desenfado, como si le hubiera susurrado un chiste.

—¡Alaphondar, ninguna princesa tomaría sus palabras como un cumplido! —Se separó de él y echó un vistazo a los magos guerreros que acompañaban a los recién llegados—. ¿No os acompaña Sarmon el Espectacular?

—Sigue siendo viejo —respondió Alaphondar—. Los clérigos del rey aún no han descubierto cómo invertir el proceso de envejecimiento de las ghazneth.

—Lástima —lamentó Tanalasta—. Quizás al maestre de agricultura Foley se le ocurra algo cuando volvamos.

Condujo a la pareja hasta la mesa del campamento, donde Owden Foley permanecía sentado estudiando mapas y despachos. Al acercarse, el clérigo se levantó para inclinarse ante Filfaeril, que respondió al gesto con una sonrisa educada pero falta de entusiasmo, y después se acercó a Alaphondar, al que abrazó porque se habían hecho buenos amigos.

Tanalasta esperó a que uno de los guardias trajera una silla para la reina, y se sentó a su lado.

—¿Qué nuevas me traéis de Alusair y el rey, majestad? —No preguntó por Vangerdahast. Ya nadie preguntaba por Vangerdahast.

—Aún no se sabe nada de tu amigo, me temo —respondió Filfaeril. Ambas sabían por quién preguntaba la princesa en realidad, puesto que Tanalasta siempre se interesaba por él en primer lugar en las pocas ocasiones que habían conversado—. Alusair parece aguantar el tipo ante los orcos. Tu padre se encuentra de camino al sur para ayudar a combatir a las ghazneth.

—Por supuesto. —Aunque Tanalasta tenía el corazón en un puño, intentó no delatar su estado de ánimo ni la decepción que sentía. La mera presencia de su padre bastaría para atraer al resto de nobles a la batalla y ahorraría a Cormyr muchos sufrimientos. También podía deshacer los escasos progresos que había hecho a la hora de ganarse su respeto, pero no le importaba. La destrucción de las ghazneth era demasiado importante como para permitir que se interpusiera su preocupación por el prestigio—. Estoy convencida de que el rey enderezará pronto la situación.

—Eso es lo que mejor sabe hacer, Tanalasta, y también lo que más le gusta —dijo la reina, que cogió la mano de su hija—. Debo felicitarte por haber asumido las riendas en su ausencia, por supuesto, aunque todo el mundo sabe dónde reside la fuerza... más cerca de palacio.

Tanalasta retiró la mano.

—¿Ésa es la razón de que hayáis concertado este encuentro? ¿Para enviarme a casa?

—De hecho, fui yo quien sugirió que nos reuniéramos. —Alaphondar se sentó enfrente de Tanalasta, que apartó la mirada de la reina. El sabio sacó un legajo de la túnica—. He hecho algunos progresos en nuestra investigación, y me pareció que podrían seros de utilidad.

Tanalasta cogió el legajo que le tendía Alaphondar, y volvió a mirar a su madre.

—Entonces, ¿no habéis venido para llevarme de vuelta a palacio?

—Por mucho que quiera hacerlo, no soy quién para tomar esa decisión —respondió Filfaeril—. Todo depende de tu padre, cuando vuelva. Hasta entonces, lo único que te pido, no... lo único que te ordeno, es que tengas mucho cuidado.

—A vuestras órdenes.

Tanalasta sonrió y desplegó el legajo. Era un catálogo de las seis ghazneth que habían identificado hasta el momento, acompañado por unas notas de los poderes que habían demostrado, además de especulaciones sobre lo que podía motivarlas, así como sobre lo que podía satisfacer los deseos que, en primer lugar, las había empujado a convertirse en traidoras.

—Buen trabajo, Alaphondar, lo ha resumido todo —dijo Tanalasta, leyendo por encima la lista. Cuando leyó el texto correspondiente al rey Boldovar, no pudo evitar mirar de reojo a su madre, a quien la ghazneth había secuestrado cuando se inició la actual crisis.

—«Rey Boldovar, azote de la locura, señor de la oscuridad, del engaño y de las ilusiones —citó la reina, que al parecer había deducido cuál de las anotaciones había empujado a su hija a interrumpir la lectura—. Adora el dolor ajeno, y el miedo en sus víctimas. Para obtener poder sobre él, uno debe rendirse.»

—Boldovar era el único que no pude deducir —confesó Alaphondar—. La experiencia de vuestra madre al respecto me fue muy útil.

Tanalasta dejó que el legajo se plegara sobre sí.

—Madre, no tenía ni idea.

—Estoy segura de que cuando te enfrentaste a las otras ghazneth, tus miedos fueron tan grandes o más —dijo Filfaeril, que apartó la mirada.

Aunque Tanalasta sospechaba que no había sido así, optó por no remover más el asunto. Su madre había evitado hablar de ello antes, y no parecía muy inclinada a hacerlo ahora.

Fue Alaphondar quien llenó el silencio incómodo que siguió a las palabras de la reina.

—La lista incluye las debilidades y flaquezas de todas las ghazneth, pero aún faltan cosas.

—¿No ha descubierto usted por qué recupera Xanthon sus poderes? —preguntó Owden.

—Me temo que no. —Alaphondar sacudió la cabeza—. Hasta que no lo comprendamos, mucho me temo que tendremos que asumir que cualquier ventaja que podamos ganar sobre las demás tendrá también un carácter temporal.

—En fin, es un buen principio —dijo Tanalasta, que introdujo el pergamino en su túnica—. Al menos servirá para que la avanzadilla las detenga hasta que llegue el resto del ejército.

—¿El qué? —preguntó una voz joven desde la linde del bosque—. ¿Han descubierto algo interesante?

Tanalasta levantó la mirada y vio a Orvendel Rallyhorn, hermano pequeño de Korvarr, que se acercaba con una bandeja de bebidas. Era un joven pálido y torpe como Tanalasta a su edad, lo cual le hacía sentir afecto por él. Cuando los guardias de la reina cruzaron las alabardas ante él, el joven se volvió desolado en dirección a Tanalasta.

—Me pareció que el sabio supremo de la corte querría beber algo fresco.

Korvarr ahogó un grito ante el desprecio que había hecho su hermano de la reina, e incluso Filfaeril pareció sorprendida, pero Tanalasta no pudo contener la risa. Era muy propio de ese joven ratón de biblioteca encandilarse ante la presencia de Alaphondar y olvidar por completo a la realeza. Hizo una señal a los guardias, y el joven se acercó a ellos.

—Alaphondar Emmarask, permita usted que le presente a Orvendel Rallyhorn. —Esperó a que Orvendel hubiera depositado la bandeja encima de la mesa, y se inclinara ante el sabio de la corte, para añadir—: Si tenemos en cuenta su aptitud y su pasión por el conocimiento, algún día este muchacho llegará a ser el maestre de las bibliotecas del rey.

—¿Cuándo? —preguntó Orvendel con los ojos abiertos como platos.

—Algún día, Orvendel —gruñó Korvarr. Estaba tan disgustado por el desliz de su hermano, que se situó a su lado y apoyó una mano en su hombro—. Quizá quieras inclinarte ante la reina, Orvendel.

Si el joven cayó en la cuenta de su descortesía, lo cierto es que su rostro no lo reflejó. Se inclinó rápidamente ante la reina y se volvió hacia Alaphondar.

—¿Qué os parece ese Luthax? El hecho, es que estaba pensando que...

Al reparar en la mirada horrorizada de su madre, Tanalasta tiró de la manga de Orvendel.

—¿No tenías que encargarte de los suministros?

—Ya está todo hecho —respondió Orvendel al tiempo que sacudía la cabeza.

—Creo que la princesa se refiere a que nos gustaría disfrutar de cierta intimidad —dijo Alaphondar, que empujó suavemente al joven hacia Korvarr—. Si pretendes convertirte en un sabio, antes tendrás que prestar atención tanto a lo que dice la gente, como a lo que no dice.

A juzgar por la expresión de su rostro, Orvendel se sentía desolado, aunque finalmente se dio cuenta de que su presencia constituía una intrusión.

—Muy bien. Volveré luego. —Cuando llegó a donde estaban los guardias, se volvió para añadir—: Quizá cuando llegue el rey.

Tanalasta envió a Korvarr tras el muchacho con una simple mirada, y después se volvió hacia su madre.

—¿Ese muchacho forma parte de tu ejército? —preguntó Filfaeril antes de que Tanalasta pudiera disculparse.

—En realidad, no —respondió Tanalasta—, pero conoce estos bosques mejor que nadie. Conduce los carros de suministros y, en secreto, se encarga de matar la sed de Korvarr.

La reina frunció el entrecejo, sin despegar la mirada de la espalda del muchacho.

—Vamos, madre —dijo Tanalasta—. No estarás pensando que Orvendel...

—¿Y por qué iba a hacerlo? —interrumpió Filfaeril—. Es la primera vez que lo veo en la vida, pero Korvarr sí figura en mi lista.

—¿Korvarr? —Tanalasta puso los ojos en blanco—. Eso es imposible. Ya viste lo que hizo cuando Sarmon lo convirtió en colibrí.

Tanalasta observó que las tazas y la jarra que había traído Orvendel empezaba a temblar. De pronto se sumó a las sospechas de su madre, saltó de la silla y tiró la bandeja al suelo. La jarra se hizo añicos al dar contra una piedra, formando un charco de vino tinto en el suelo.

Todo el risco se sumió en un temblor imponente, y el vigía situado en lo alto del roble hizo sonar el cuerno de alarma, primero un toque, luego dos, entonces hubo algo que dio contra las ramas y el ruido cesó. Los guardias de la reina y los magos guerreros avanzaron hacia el campamento al igual que la princesa, y algo largo y verde cayó sobre la mesa entre Tanalasta y su madre. La princesa seguía empeñada en identificarlo cuando la cosa se hizo un ovillo y levantó la cabeza, dispuesta a golpear a la reina.

—¡Ghazneth! —gritó Tanalasta.

La princesa extendió el brazo y cogió a la serpiente por la cola, decidida a frustrar sus intenciones en el preciso instante en que se disponía a morder. Filfaeril profirió un grito y se apartó de la mesa, pero cayó de espaldas en el suelo. La cabeza de la serpiente colgaba sobre la reina, pareció volverse a un lado y luego a otro en apenas un instante, entonces arremetió trazando media circunferencia en el aire y hundió sus colmillos en lo alto del pecho de Tanalasta.

Un torrente de fuego líquido inundó el pecho de Tanalasta y se extendió lentamente hacia la cabeza. El brazo con el que agarraba la serpiente perdió fuerzas hasta que dejó de sentirlo y cayó inerte a un costado. Profirió un grito de sorpresa, trastabilló dos pasos y cayó al suelo.

Una fortísima erupción sacudió el risco. Peñascos de la ladera empezaron a desprenderse y caer sobre el valle que había debajo. Tanalasta apenas oyó el estruendo, lo que sí oía era un zumbido en los oídos. Miró en dirección al ruido y vio una fisura de magma que partía la columna del risco, lanzando a diestro y siniestro penachos de humo que hedía a sulfuro, además de las cortinas de fuego que se elevaban a lo alto. El roble se precipitó por la fisura, y su tronco fue anegado de inmediato por el fuego.

Tanalasta se sentía confusa y mareada debido al calor. Intentó rodar sobre sí misma para alejarse, pero no tenía fuerzas. Se las apañó para volver la cabeza, y entonces vio una silueta negra que surgía de entre las copas de los árboles humeantes que se cernían sobre ella. Reconoció el rostro afilado de Xanthon Cormaeril, imposible pasar por alto sus ojos rojos de forma oval, por muy confundida que estuviera, después vio que un enjambre de saetas de ballesta lo alcanzaban en el costado, y tanto fue el hierro que introdujeron en su cuerpo que se precipitó por el risco. La princesa lo perdió de vista.

Tanalasta oyó un crujido lejano que se impuso al zumbido de sus oídos, después vio un destello rojizo y los gritos angustiados de los Dragones Púrpura que se quemaban vivos. Su visión se estrechó al tiempo que se oscureció, y en algún lugar lejano Korvarr empezó a dar órdenes a gritos y a echar pestes.

Owden Foley apareció a su lado; tuvo la impresión de que le arrancaba algo del pecho. Eran dos colmillos. ¿Cómo podía haber olvidado a la serpiente? Owden deslizó una mano callosa por debajo de la túnica y la libró de ella de cintura para arriba. Abrió la herida con su daga y empezó a bombear la sangre, al tiempo que rogaba en voz alta a Chauntea que neutralizara el veneno y protegiera a la princesa de sus efectos.

Un círculo de magos guerreros formó a su alrededor. La observaron con la sorpresa dibujada en la mirada. Al principio Tanalasta no pudo imaginar por qué razón estaban tan sorprendidos, y entonces recordó que tanto sus pechos como su barriga abultaban más de lo normal, eso por no mencionar la línea oscura que surcaba la mitad del abdomen. Owden colocó las manos sobre la mordedura de la serpiente y formuló un hechizo; la magia curativa de Chauntea inundó de calidez su pecho, y recorrió sus venas en persecución del veneno de la serpiente.

Entonces apareció una docena de Dragones Púrpura; y abrieron los ojos desmesuradamente al observar que estaba embarazada. Más despejada, Tanalasta tanteó en busca de la ropa hecha jirones, pero descubrió que estaba demasiado débil como para ponerla sobre el abdomen. Alaphondar apareció a su lado, dispuesto a dispersar a todos los que formaban en corro, acusándolos de abandonar a los compañeros que se habían empeñado en el combate.

Cuando se apartaron ante las palabras del sabio, la reina Filfaeril irrumpió en el corro y vio a Tanalasta tumbada en el suelo. La reina abrió unos ojos como platos. Observó el rostro de su hija, después su barriga, de nuevo su rostro, y, finalmente, reparó en la sangre rosácea que teñía las palmas de las manos de Owden.

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