La muerte del dragón (21 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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Finalmente, Nalavara se quedó sin aliento, dejando un enorme círculo de hierro blanco entre el mago y su enemigo. El mago siguió de espaldas a la pared, seguro como siempre de que sobreviviría, al tiempo que pensaba cómo podía sacar partido de la situación.

—¿Señor mago? —rugió la voz de Nalavara.

Vangerdahast consideró la posibilidad de guardar silencio, después pensó que sería mejor mostrarse confiado. Respiró profundamente y se acercó al boquete de su muro mágico.

—Sigo aquí, Nalavarauthatoryl —respondió asomando fugazmente el cetro de los Señores por el boquete—. Yo diría que es esto lo que buscas con tanto empeño. Por mí no te preocupes: puedes venir a buscarlo cuando quieras.

Una risa espectral reverberó entre las paredes de la caverna, después Nalavara inclinó la cabeza y bloqueó la entrada al pasadizo con uno de sus enormes ojos.

—Creo que no, mago. Has demostrado ser un mayor... desafío de lo que había pensado.

—¿Debo tomarlo como un cumplido? —preguntó Vangerdahast. Como no creía necesario proporcionar al enemigo más ventajas de las necesarias, retiró el cetro de la vista—. ¿O has decidido rendirte?

—No eres tan estúpido —rió Nalavara—. Pero no estás satisfecho. Yo podría satisfacerte.

—Confío en que tu proposición no sea de aspecto carnal.

—No caerá esa breva. Ya sabes lo que tengo planeado para Cormyr, así que tu sueño de regir ese reino en particular es imposible.

—Veo que has estado escuchando a escondidas.

—Más de lo que crees, mago. —El ojo de Nalavara se vio reemplazado por media boca abierta, repleta de colmillos del tamaño de un hombre—. Pero cuando acabe con él, aún quedará un reino por regir... cierto, un reino sin hombres, pero un reino que necesitará de un regente.

—Muy generoso de tu parte —dijo Vangerdahast—. ¿De modo que pretendes entregar Cormyr a una pandilla de trasgos? No me extraña que el espectro de Iliphar despertara para defendernos de ti.

—¡Los Grodd defenderán los Bosques del Lobo! —siseó Nalavara—. No se rendirán ante un hatajo de asesinos humanos. —Su voz se calmó—. Y tú... tú serás su regente.

—¿De veras?

—Si me das el cetro.

—¿Y si no me parece buena idea? —preguntó el mago.

—Entonces destrúyelo tú mismo. —El dragón volvió a asomar el ojo, bloqueando de nuevo el pasadizo—. Me da lo mismo.

—¿Lo único que tengo que hacer es coger la corona de hierro?

—La corona te espera en palacio —dijo Nalavara—. Cíñela, y serás dueño y señor de tu propio reino.

—¿Un reino infestado de trasgos? —Vangerdahast retrocedió un paso, protegiéndose tras el muro de hierro—. Creo que no.

Nalavara guardó un silencio ominoso. Vangerdahast cerró los ojos y se imaginó a sí mismo de pie junto al agujero donde había abandonado a Rowen, y a continuación masculló el hechizo de teletransportación. Durante un instante sintió que caía en un pozo incoloro, después se encontró tumbado de costado, boqueando falto de aire y observando la fisura negra que mediaba entre dos colmillos del tamaño de ruedas de carromato. Aturdido por la teletransportación, no podía imaginar cómo se las había apañado para encogerse hasta alcanzar el tamaño de una rata, y terminar en la boca de un terrier.

—¿Magia? ¿En mi presencia? —rugió una voz de bajo—. No eres tan inteligente como había pensado.

Finalmente recordó cuál era la situación, y al reconocer también el labio escamoso que se cernía sobre él, Vangerdahast descargó un golpe con el cetro dorado sobre los colmillos del dragón.

La vara se partió en dos, y Nalavara retrocedió zarandeando la cabeza de un lado a otro y arrojó al mago por los aires a través de la oscura estancia. Vangerdahast cayó entre los espantapájaros de hierro, después quedó inmóvil y dolorido, atento al débil fulgor que desprendía el pedazo de fémur que tenía en la mano. Aunque se había recuperado por completo del aturdimiento subsiguiente a la teletransportación como para recordar que el cetro que tenía en la mano era falso, no se le ocurrió por qué diantres empuñaba el fémur de un trasgo.

La cabeza de Nalavara giró en su dirección, y después desapareció de su vista al tiempo que escupía la parte superior del fémur.

—¡Fraude!

Vangerdahast rodó sobre sí mismo, antes de que pudiera alcanzarlo, pero encontró la salida bloqueada por una docena de espantapájaros de hierro, momento en que empezó a considerar que la situación era más grave de lo que había imaginado.

—¿Rowen? —voceó—. ¿Puedes ayudarme?

Un haz luminoso alcanzó el costado opuesto de Nalavara e iluminó su enorme hocico contra la vasta negrura. Zarandeó la cabeza y desapareció en la oscuridad. El mago oyó un crujido cuando el dragón cerró las mandíbulas, y Rowen profirió un grito agónico.

Vangerdahast era consciente de lo que tenía que hacer.

—¡Deseo que Nalavara deje de existir! —exclamó frotando el anillo de deseos—. ¡Deseo que Nalavarauthatoryl el Rojo deje de existir! ¡Deseo que Lorelei Alavara deje de existir!

La quietud reinó de pronto en la caverna, después observó un fulgor parpadeante y familiar que iluminaba a los espantapájaros que se encontraban a cincuenta pasos de distancia.

—¿Rowen? —llamó Vangerdahast.

—Sí, mago, aquí. —La ghazneth se incorporó e intentó caminar, pero se dobló sobre sí misma y cayó de nuevo al suelo—. Por el Millar de Infiernos, ¿por qué diantres no has formulado el deseo antes de que me partiera en dos?

18

E
xcelente progreso, majestad —dijo el montero Huntsilver—. Podemos calcular lo lejos que hemos llegado, gracias a los árboles que marcan la distancia a lo largo del sendero. Ahí tenéis uno: el roble de Velaeror, llamado así por el capitán de infantería que fue enterrado allí, después de caer como un valiente combatiendo contra los bandidos, por vuestra gran, gran...

«Azoun». La voz de su mente le pareció cálida y familiar, pero atenazada por una urgencia que no reconocía de otras ocasiones. Mucho hacía falta para quebrar la calma impertérrita de Filfaeril. El rey agarró del brazo a Maestoon Huntsilver, y el rápido y sagaz montero que cuidaba de la caza en el Bosque del Rey guardó silencio, dedicando su atención a guiar al silencioso Azoun a lo largo del sendero, de manera que no tuviera siquiera que mirar por dónde pisaba... ni ninguna otra cosa.

«Aquí me tienes, Faery», respondió en silencio, mientras echaba mano del cinturón, en busca del bolsillo secreto donde guardaba lo que necesitaba. ¡A los lugares oscuros de los dioses con las ghazneth! Era rey de su tierra, y usaría el anillo si lo creía necesario. «¿Qué sucede?», preguntó. Aparecieron en su mano otros tres anillos idénticos al que llevaba puesto. Los únicos repuestos de que disponía, quizá los últimos que existían. Los sostuvo de tal modo que estuvieran en contacto con el que llevaba puesto, sin preocuparse por el hecho de que pudieran consumir toda la magia del tesoro real.

Dioses, cómo echaba de menos la voz de Faery, aunque ahora sólo la oyera para enterarse de malas noticias.

«Tana está herida y, puesto que muchos lo saben aunque guarda bien el secreto, está embarazada.»

Azoun se sintió más complacido ante el empuje de su hija mayor que molesto, aunque sabía que debía estar furioso porque hubiera guardado un secreto que ponía en peligro la estabilidad de la corona. «¿Apruebas al padre?», preguntó a su reina sin ocultar sus sentimientos, al tiempo que ponía en contacto otro de los anillos con el que llevaba puesto; éste lanzó un destello, que sirvió para demostrar la complicidad de dos mentes unidas por una línea de fuego.

«Aún no conozco al padre», respondió con aspereza, «así que no veo cómo podría...»

El contacto se desvaneció. Azoun no perdió el tiempo en unir otro anillo al primero. En un instante, lanzó un destello y se apagó. Dioses, ¿acaso toda la magia era tan fugaz?

«Vuelve a mi lado, mi amor.» La voz de Filfaeril era más fuerte ahora, suplicante incluso. «Haga lo que haga Tana, o diga lo que diga, te necesito. Es más, Cormyr te necesita aquí, aunque sea por un tiempo.»

«Iré de inmediato», respondió Azoun, interrumpiendo el contacto con el subidón que le proporcionó la emoción de haber enviado un beso a kilómetros de distancia a sus labios.

—Montero —dijo el rey, que sacudió las cenizas de los anillos que había utilizado, mientras deslizaba el último repuesto en su dedo—, asuntos de estado exigen mi vuelta a la corte, quizá por tiempo breve, pero lo más probable es que sea por más. Obedecerá usted al capitán de infantería Ethin Glammerhand como me obedecería a mí, y guiará a todo el ejército a este lugar a través de mi bosque regio. El buen capitán es...

Azoun se volvió para identificar a Glammerhand, a quien vio acercándose hacia él.

—Aquí, mi señor —dijo el capitán—. He oído lo que ha dicho, y estoy dispuesto a obedecer. ¿Qué se os ofrece?

—Ordene el alto y que los hombres descansen, pero envíeme sin demora al señor mago Arkenfrost.

Glammerhand inclinó la cabeza y se volvió para dar las órdenes necesarias. Remaeras Arkenfrost era el mago de mayor antigüedad que acompañaba al ejército, un hombre tranquilo y diplomático hasta la médula, muy conveniente para teletransportarse con el rey a la corte en cualquier circunstancia, por tensa que ésta fuera. Al parecer, también resultó que llevaba encima muchas pociones curativas y demás magia beneficiosa con la que se había pertrechado para proteger al rey y a sus oficiales. A Azoun le desagradaban muchas de las personas que gustaba de llamar para sí «La caterva de Vangey», por su arrogancia, su ignorancia del mundo real, su ambición sin trabas y su falso entusiasmo, cosas todas ellas que acusaban en parte o en su totalidad, aunque siempre había excepciones a la regla: magos con los que simpatizaba nada más conocerlos, y a los que respetaba más y más a medida que trataba con ellos. Arkenfrost era uno de esos magos.

Azoun se sintió reconfortado al ver que Arkenfrost se acercaba hacia él, en respuesta a los sutiles gestos de la mano de Glammerhand. Bolsas bajo los ojos, propias del mastín fiel, una barba rala, túnica de buena factura, calzado con las botas de un guerrero... precisamente lo que debería ser cualquier mago guerrero que antepusiera Cormyr al interés propio. Quizá pudieran decir y hacer lo más adecuado para poner en su lugar a los nobles más rebeldes, y poner también las cosas en su sitio en la corte, para después reunirse de inmediato con el ejército.

—¿Majestad? —preguntó el mago, que se arrodilló como si fuera un guerrero que le hubiera jurado lealtad. Entre los que se contaban entre la caterva de Vangey, había quienes nunca se arrodillaban, ni siquiera en las ocasiones de estado más formales.

—Mi buen señor mago —saludó Azoun, que cogió al mago de las manos callosas para levantarlo del suelo—. Necesito volver a la corte urgentemente, junto a mi reina. ¿Cuánto tardaríamos en...?

Hubo algo que oscureció el sol que brillaba sobre sus cabezas. Algo grande y oscuro. Muy grande y muy oscuro.

Instintivamente, Azoun se ocultó bajo las ramas del árbol más cercano y echó un vistazo al dragón rojo más grande que había visto en su vida.

Allí estaba, por encima de las copas de los árboles, deslizándose en el aire como Azoun sólo hubiera creído capaz de hacerlo al ave más ligera, con la mirada inflexible clavada en los guerreros de Cormyr. Los Dragones Púrpura y sus capitanes dieron rienda suelta a los gritos, los temblores y el vómito. Algunos desenvainaron los aceros y golpearon a quienes tenían cerca, o al aire. Un hombre clavó la mirada a lo lejos y empezó a echar espumarajos por la boca, mientras que otro cayó de rodillas babeando algo amarillo de su boca negra. Otros empezaron a rascarse febriles, entre quejidos, y Azoun observó un moho verde que se extendía por los brazos de una de estas víctimas, cubriendo tanto la armadura como la piel con una rapidez increíble.

—¡Vienen por nosotros! ¡Vienen! —gritó un hombre, atacando el árbol más cercano en un ataque de locura; como consecuencia de ello, su espada se dobló bajo la fuerza de los golpes. A su lado, un capitán de infantería empezó a aullar como una hiena.

—Capitán —dijo Azoun, templado—, ¿ha perdido la razón?

Ethin Glammerhand sudaba profusamente, y a un lado de la mandíbula un músculo sufría espasmos incontrolados.

—No, mi señor —respondió, a pesar de ello, con la firmeza de voz que lo caracterizaba.

—Traiga aquí a todos los magos y clérigos, y deprisa si están tan asustados como estos hombres —ordenó, desenvainando la espada—. Recurra a cuantos oficiales crea necesario para desarmar a los que puedan hacer daño a los demás. No se moleste en perseguir a quienes se adentren en el bosque.

—Ahora mismo, majestad —respondió el capitán de infantería, y se mezcló en la confusión que reinaba entre sus hombres, dando órdenes a diestro y siniestro. El sonido de su voz pareció devolver a la realidad a algunos de los dementes, pero Azoun sólo tenía ojos para los magos guerreros que estaban a su lado, y había alzado la punta de la espada.

—¿Arkenfrost? —gritó.

—Creo que estoy en mi sano juicio, majestad —respondió el mago con un amago de sonrisa en los labios—. En respuesta a vuestra pregunta, podríamos llegarnos junto a la reina dragón en cosa de dos latidos de corazón. Pero si se necesita mi magia para sanar o calmar a los dementes, los clérigos y los magos heridos, tardaremos más.

—Creo que está usted tan cuerdo como cualquiera de nosotros —respondió Azoun, torciendo el gesto.

Glammerhand volvía en su dirección, moviendo la cabeza de un lado a otro para calcular el número de hombres que se habían refugiado entre los árboles.

—Si alguno de los clérigos y magos ha resultado afectado, majestad, se ha recuperado con la suficiente rapidez como para ocultarme su mal.

—¿Puede usted manejar a los que han resultado afectados sin nuestra ayuda?

—Con todo mi respeto, majestad —gruñó el capitán—. Me las apañaría mejor si no tengo que observar, cuidar y preocuparme de la seguridad de vuestra majestad.

—Entonces quiere que nos vayamos.

El rostro ceñudo de Ethin Glammerhand desapareció para dibujar una sonrisa sincera.

—Yo no lo habría expresado mejor, majestad.

Azoun respondió a sus palabras con una sonrisa, envainó la espada y se volvió hacia el mago que esperaba sus órdenes.

—¿Arkenfrost?

El mago guerrero inclinó la cabeza y extendió la mano para coger la muñeca de Azoun.

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