La muerte del dragón (23 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—Ah, bueno... —Vangerdahast quiso decir algo a modo de consuelo, pero no se le ocurrió nada que el muchacho no reconociera de inmediato como una mentira—. Un poco de lluvia no le hace daño a nadie.

—Un poco de lluvia no, pero los dos sabemos que esto no termina aquí. Deberías matarme ahora, antes de que me convierta en el séptimo azote.

—No pienso seguir hablando del tema —dijo Vangerdahast, inflexible. Se sentía más perdido que cuando Aunadar Bleth se las apañó para envenenar a Azoun durante aquella malhadada partida de caza—. Dudo que pueda matarte. En primer lugar, para convertirte en una ghazneth debes faltar a tu deber para con Cormyr y saquear una tumba élfica. ¿Crees que puedo arreglarlo con un simple gesto de la mano?

—Supongo que no —respondió Rowen después de una breve reflexión—. Es la tiniebla de mi traición lo que me convierte en ghazneth, y ghazneth seré hasta que dicha traición me sea perdonada.

—Si así fuera, ya no serías una ghazneth. Tal y como están las cosas, tu falta es insignificante. —Vangerdahast no añadió que él mismo había cometido errores más graves por causas más nimias, y que no por ello se había convertido en ghazneth, aunque a decir verdad nunca en la vida había profanado una tumba élfica—. Yo, por ejemplo, ya te he perdonado.

—Pero tu testa no ciñe la corona de Cormyr —objetó Rowen, cabizbajo—. Eso será lo más duro: admitir ante Tanalasta que ella fue la razón de que faltara a mi juramento. —Guardó silencio durante un instante, después volvió a clavar su mirada de ojos perla en Vangerdahast—. Deberías haber permitido que Nalavara me matara.

—No podía. El reino aún necesita tus servicios —dijo Vangerdahast, con la esperanza de haber dado con un modo de sanar la desesperación que inundaba el corazón de Rowen—. Tenemos que llevar el cetro a Azoun.

—Pero pediste el deseo de que Nalavara dejara de existir —dijo Rowen, más observador, como siempre, de lo que le convenía—. Tres veces. Yo lo oí.

—Y ya no existe aquí, esté donde esté. —Vangerdahast levantó la mano y lució en alto el anillo de deseos—. A menos que este condenado anillo me haya servido mejor de lo que sirvió a ninguno de mis predecesores, Nalavara sigue siendo un factor con el que debemos contar, y puede que tú seas el único modo de que podamos entregar el cetro a Azoun.

—Cuando te sobrevenga el cambio —explicó Vangerdahast—. Xanthon iba y venía a voluntad. A medida que te conviertas en ghazneth, también tú podrás transformar tu apariencia.

—¿Y crees que podrás confiar en mí? —preguntó Rowen—. ¿Con el cetro en tu mano?

—Sí, ésa es la razón de que haya arriesgado tanto —respondió Vangerdahast—, aunque tendrás que ir tú solo si yo no puedo acompañarte.

Rowen soltó una risotada amarga y se incorporó.

—Si tengo que llevarlo solo, creo que será mejor que me mates de una vez. —Empezó a apartarse del borde del foso, y añadió—: ¿De qué servirá el cetro a Cormyr si he absorbido toda su magia?

20

A
lusair bajó el brazo y asintió satisfecha cuando el estandarte que había a su lado envió la última señal.

En la embocadura del valle, otro estandarte respondió al mensaje, obediente.

—Tomad posiciones —murmuró Alusair con aire ausente y la mirada clavada en las lejanas alturas.

Los hombres tensaron los arcos y se acercaron al lugar donde habían clavado las flechas, dispuestas sobre la hierba como si de flores se tratara, mientras algunos soldados poco diestros con el arco se hacían con picas y lanzas para formar a retaguardia de los arqueros. Sólo avanzarían cuando el enemigo se encontrara a unos pasos de distancia.

El primer penacho de humo tardó apenas unos latidos de corazón en recortarse en la distancia. Alusair esbozó una sonrisa acerada.

—Bienvenidos a nuestras hogueras, devorahombres —dijo en voz alta, cogiendo su arco. No quedaba mucho.

Al igual que el hombre, el orco no es amigo del humo, y es incapaz de resistirse a la tentación de la comida y la bebida. Hacía un día que los hombres de Alusair habían conducido a las ovejas que habían encontrado por el camino hasta los estanques del valle. Era la trampa perfecta.

Como animales estúpidos, los orcos habían arremetido contra la presa. Incluso se enfrentaron entre sí para ver quién llevaría la oveja a la sartén. Allí seguían, y Alusair decidió servirles el segundo plato: una andanada masiva de flechas, flechas que atravesarían sus gargantas.

El humo se alzaba formando oscuras nubes, que el viento arrastraba hacia el valle.

—No malgastéis flechas —murmuró Alusair, que repitió la orden que había dado hacía poco—. Disparad sólo a los marranos que podáis ver.

Surgieron gruñidos del humo, y después aparecieron los que los habían proferido. Los orcos corrían pesadamente, algunos cubiertos de armaduras que no habían llegado a ceñirse adecuadamente, pero todos armados y preparados para el combate. Sus ojos rojos brillaban rabiosos, llorosos por el humo, conscientes del mal al que se enfrentaban, conscientes de que no podrían rehuirlo.

A su alrededor, los arcos al mando de Alusair se tensaron y la muerte entonó su particular canto. La princesa de acero eligió un blanco, apuntó y soltó la cuerda. Cogió otra flecha del haz que tenía al lado incluso antes de que su víctima se llevara las manos a la garganta y cayera de costado sobre el polvo. Cayó rodando bajo los pies de los orcos que subían a la carrera, algunos tropezaron y cayeron al suelo, pero eso no los detuvo, aunque después se retorcieron de dolor, víctimas de la gruesa nube de flechas que se abatió sobre ellos.

Se formó una barricada gracias a los cadáveres y los orcos agonizantes en la boca del valle. La carnicería fue tan impresionante como rápida. A menos que se arriesgaran a acercarse a los cuervos y mataran a otros orcos mientras recuperaban las flechas que pudieran, los guerreros de Alusair tendrían pocas si se las veían en el futuro con otro enemigo. Claro que las flechas no servirían de nada contra el dragón cuyo regreso esperaba Alusair de un momento a otro. El señor mago Stormshoulder había formulado un hechizo para que supiera lo que el dragón había hecho con el ejército de su padre, y poco después de disponer la trampa para los orcos lo había visto volando a lo lejos. A lo lejos.

Como si aquellos pensamientos funestos hubieran servido de señal, una forma oscura y sinuosa se recortó sobre las colinas, en el horizonte.

—¡A los árboles! ¡Romped la formación y corred! —gritó Alusair, soltando una maldición.

Algunos no la oyeron debido a los gritos y los silbidos de las flechas, al clamor del acero que surgía de los escasos lugares donde los orcos se las habían apañado para superar las flechas y trabarse con la línea de piqueros cormytas, pero cuando el cuerno repitió la orden, los guerreros del Reino de los Bosques empezaron a moverse.

Esto sucedió cuando Alusair vio la primera línea oscura de orcos ganar la cima de la colina más cercana, y después más, éstos sobre la siguiente colina. Dioses, ¡pero si debía de haber un millar de millar de orcos!

—¡Moveos, que los dioses os maldigan! —rugió agitando la espada en alto. El dragón se hacía cada vez más grande, a una velocidad sobrecogedora.

Alcanzaría a su ejército en la ladera de la colina, antes de ganar los árboles. Se encontraban en terreno descubierto, indefensos como las ovejas lo habían estado para los orcos.

Alusair vio a algunos soldados correr entre los cadáveres asaeteados de los orcos en la embocadura del valle, y a otros que trastabillaban apenas sin aliento por las prisas. Vio a unos cuantos volverse y aprestar las picas o los arcos, en una vana pero valiente defensa, cuando la sombra del dragón se abatió sobre ellos.

Una sombra que rápidamente se transformó en fuego, un torrente fluido y cegador de llamas que ignoraron los árboles o las rocas de la ladera, las armas que esgrimían los hombres, los hechizos que lanzaban los magos; un diluvio de llamas lacerantes que cubrieron de negro y pelaron la ladera, llamas que no dieron siquiera la oportunidad de gritar a quienes desafiaron al dragón.

Alusair pudo jurar que el estruendoso rugido que emitió el dragón al pasar volando, con la panza lo bastante baja como para que ella pudiera tocarla si saltaba con todas sus fuerzas, correspondía a una risa burlona.

La muerte roja y oscura remontó el vuelo, cayó sobre un ala, y volvió a descender. Alusair levantó la espada en un gesto que sabía inútil y observó cómo se acercaba el dragón.

Extendió sus enormes alas, como dos enormes velas hinchadas por el viento, y perdió ímpetu. Alusair oyó restallar el aire sobre sus cabezas un instante antes de que el dragón se arrojara sobre ellos.

Cerró las garras sobre un puñado de hombres y apretó, reduciéndolos a una pulpa sanguinolenta, mientras caía al suelo sobre algunos de los guerreros que corrían en vano hacia la cima; después cayó de lado y rodó colina abajo, aplastando a un centenar más con su gran peso y el aleteo descontrolado de sus alas. Mordió a quienes pasaban cerca mientras rodaba juguetón, retorciéndose sobre sí mismo de un lado a otro como un perro gigante. Alusair profirió un grito de impotencia, sin dejar de correr hacia los árboles.

Una parte de ella ansiaba que el dragón rojo se acercara para arrancar los árboles como un crío petulante que tortura las flores del jardín. Sin embargo, la criatura soltó un rugido triunfal que encontró eco en las colinas donde se habían subido los orcos, antes de elevarse en el aire, tan inquieto el rugido como el cuerpo que aplastaba a los humanos que habían sobrevivido en el suelo.

Alusair chocó con fuerza contra un árbol, avanzó unos pasos y sacudió la cabeza para olvidar las imágenes de los caballos y sus jinetes partidos en dos a dentelladas con una crueldad que no tenía límites, mientras las garras aplastaban los cuerpos de sus hombres hasta reducirlos a un saco de huesos sanguinolentos.

En cuestión de unos latidos de corazón, la victoria se había convertido en una aplastante derrota. Con un gruñido desafiante, los orcos más avanzados se internaron en los árboles con las espadas en alto. Alusair gritó para reunir a sus hombres y se dispuso a enfrentarse a ellos con bravura. Tener un enemigo al que poder atacar y vencer le pareció de pronto la mejor idea.

Los marranos, burlones, gritaron cuando su espada se abatió sobre ellos. No tardó en verse rodeada por el enemigo, cuyas hojas negras sibilaban al hender el aire. Se agachó, atacó, se levantó, cayó a un lado, se retorció como una joven juguetona, sola entre sus enemigos. Las espadas negras cargaron a una, pasaron junto a su oído, y una, de pronto, prendió fuego en su costado, una hoja que atravesó la armadura y mordió su carne.

Los soldados cormytas se abrían paso hacia ella, con su nombre en los labios. La princesa de acero vio a un hombre (Faernguard, así se llamaba) encajar una espada en el estómago y caer de rodillas, escupiendo las entrañas que formaron un charco de sangre ante su mirada. Apenas pudo coger aire antes de que un orco le rebanara el gaznate. Su cadáver se desplomó en el suelo en una postura imposible.

¡Dioses del cielo! ¿Qué sucedería si regresaba el dragón? ¿Qué?

Alusair contempló horrorizada a los hombres que morían a su alrededor. Algunos de ellos con su nombre en los labios. Hombres a los que conocía, con algunos de ellos se había acostado, con otros se había emborrachado, y allí los tenía muriendo sin esperanza. La protegían con sus propios cuerpos... con sus propias vidas.

21

T
analasta despertó con la sensación de que alguien le daba patadas en su interior, y descubrió que así era. Llevaba una criaturita en el abdomen, que empujaba y pataleaba e intentaba encontrar la forma de salir. Ella también quería que saliera. Aturdida, confusa, se incorporó en la cama y se encontró observando aquella barriga sudorosa que no podía pertenecerle, vio las estrías que se formaban a lo largo de su piel, y los bultos que aparecían y desaparecían allí donde el bebé daba golpes.

—¡Guardias! —gritó—. ¡Está vivo! ¡En el nombre de la Flor, sacadlo!

—Tanalasta, no pasa nada. Todo va bien. —La voz era masculina, amable y vagamente familiar. Una mano oscura de piel cuarteada apareció a su lado, y la obligó con suavidad a recostarse en la almohada—. Tumbaos un momento. Hablabais en sueños.

—¿En sueños? —preguntó Tanalasta, cada vez más tranquila, pese a que seguía con la mirada clavada en la barriga. Esa cosa le pareció más familiar, aunque seguía sin comprender cómo se había hinchado tanto... y cómo se movía de esa manera—. ¿Cuánto hace?

—No mucho. —Un rostro curtido, de pelo gris y cortado al cepillo apareció ante su mirada, momento en que Tanalasta reconoció en él al hombre que era a un tiempo su amigo y su guía espiritual, Owden Foley—. Hace unos días.

—¿No mucho? —preguntó Tanalasta, falta de aire. Arrugó el entrecejo y volvió a observar su barriga—. ¿Qué ha pasado?

—¿Que qué ha pasado? —preguntó a su vez Owden; parecía tan confuso como ella. Siguió el recorrido de su mirada y a continuación rió con ganas antes de apoyar una mano en su estómago—. No ha pasado nada malo. Sencillamente, vuestro bebé ha aprendido a dar patadas, nada más.

—¿Mi... bebé? —repitió Tanalasta. Reparó en lo hinchados que tenía los pechos, y en las costras donde los colmillos de la serpiente habían atravesado su piel, momento en que recordó todo lo sucedido. Observó su barriga y de pronto se apoderó de ella el cansancio, el temor y la culpabilidad—. ¡En el nombre de la diosa! ¿Cómo puedo haberlo olvidado?

—¿Olvidado, querida?

Tanalasta sintió que algo cálido y húmedo rodaba por sus mejillas: estaba llorando. Eso la sorprendió muchísimo porque se creía incapaz de llorar, y, además, no estaba precisamente en posición de permitirse tales lujos. Recurrió al borde de la suave sábana de seda para secar sus ojos, sin embargo las lágrimas reaparecieron al instante surcando su rostro como una cascada que se precipitaba desde la mandíbula hasta la sábana.

Un rumor metálico ahogado atrajo su atención hacia la puerta de la antesala, donde Korvarr Rallyhorn y otro guardia se encontraban de pie viéndola llorar como una niña que se hubiera despellejado las rodillas. Tanalasta se secó de nuevo los ojos e hizo un esfuerzo para dejar de llorar, pero cuanto más se esforzaba más lloraba, todo ello animado por la desazón que le producía la presencia de testigos, y el hecho de constatar de pronto los riesgos que había corrido, tanto ella como la vida de su hijo nonato.

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