Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—Visitemos a la reina —murmuró antes de formular el hechizo.
De pronto, el mundo se vio envuelto por una bruma azulada, atravesada por destellos relampagueantes de una luz más y más azul, a través de la cual caía interminablemente Azoun... Se encontró pisando tierra firme o, más bien, sobre algo que se movía bajo sus pies, cálido y fétido como el osario de un matadero, lleno de carne podrida y un aire nauseabundo. Resbaladizo.
Sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento que sigue a la teletransportación. Azoun recurrió al tacto tranquilizador del pomo de la espada, y se agazapó intentando prestar atención a cuanto pudiera oír sin perder el equilibrio. Tuvo la impresión de encontrarse en un lugar cada vez más oscuro, cada vez más cálido.
Descubrió que el bulto oscuro que tenía ante él era un diente gigantesco, largo, afilado, y que no era sino uno más de una fila de dientes. Se encontraba en la boca de una criatura enorme, de pie sobre la lengua que se movía sobre las suelas de sus botas como una ola inexorable, todo ello con tal de llevarlo hasta unos colmillos terribles. Arkenfrost daba tumbos ante su mirada. Qué los dioses se apiadaran de ellos: ¡se encontraban en la boca de un dragón!
Los colmillos cedieron, y el mundo se iluminó de pronto para Azoun, que al cabo de un instante se veía arrojado hacia los colmillos, impelido por el aliento fétido del dragón. Bastarían dos latidos de corazón para que se cerraran aquellos crueles colmillos, lo partieran en dos y lo aplastaran.
Un temblor sacudió a la flor suprema de los Obarskyr, que optó por emprenderla a patadas con la lengua resbaladiza; después, dio tumbos a tontas y a locas hasta que sus botas dieron con uno de los colmillos. La dentadura se cerró, alguien profirió un grito, y de pronto el rey se vio sumido en una oscuridad total, bañado por un fluido lacerante, un fluido que quemaba como el fuego, pero que no tardó en adquirir el olor dulzón de la sangre humana. Lo más probable era que Arkenfrost hubiera muerto.
El dragón volvió a abrir la boca, y de pronto irrumpió la luz, gracias a la cual Azoun pudo deslizarse por entre aquellos colmillos y asomar a la claridad que iluminaba el exterior.
Caía, caía dando tumbos bajo el enorme dragón rojo que sobrevolaba el bosque, mientras abría y cerraba la mandíbula sin percatarse, al parecer, de su huida. La magia de la capa le ahorraría dar con los huesos en el suelo... siempre y cuando, por supuesto, el dragón no lo descubriera y diera media vuelta para atraparlo entre sus colmillos y partirlo en dos.
El rey de Cormyr observó al wyrm perderse en la distancia, y se preguntó por qué razón el hechizo de Arkenfrost le había llevado a la boca del dragón rojo. Quizá se debiera a un truco mágico del dragón o de un enemigo desconocido... o a un acto de traición del propio Arkenfrost...
Ningún hombre en su sano juicio busca su propia muerte, aunque durante su vida... el propio Azoun Obarskyr se había equivocado al juzgar a los hombres, al menos en una o dos ocasiones.
Pero no, pensó, en esa ocasión. Lo más obvio era empezar a ver conspiraciones en las esquinas, mentiras en todas las palabras pronunciadas por los labios que lo rodeaban. ¿Con qué objeto? Si todos a su alrededor se volvían contra él, ¿en qué beneficiaría al rey comportarse de forma distinta? ¿Cómo salvaguardar el reino? ¿Cómo mantener la cabeza sobre los hombros uno o dos latidos de corazón más?
El dragón no lo perseguía, y aquella masa verde sobre la que se precipitaba era el Bosque del Rey, con las copas de los majestuosos árboles acercándose a gran velocidad. Menuda caída, menos mal que estaba envuelto por la magia que lo salvaría de acabar aplastado en el suelo. Menuda caída. Los trasgos disponían de arcos, y muchas de las bestias que poblaban el bosque tenían la vista aguda y la costumbre de mirar hacia arriba para evitar que pudieran atacarlas desde lo alto. También lo hacían para descubrir algo que llevarse al estómago.
Azoun desenvainó el acero y se dedicó a mirar a su alrededor, antes de concentrarse en los árboles que se acercaban a gran velocidad. Si no había nada que lo amenazara, podía disfrutar de aquel espectáculo, su reino... quizá fuera la última vez que dispusiera del tiempo necesario para disfrutar del paisaje.
O quizá no. Algo se dirigía hacia él desde el sur, sobrevolaba los árboles y se acercaba con rapidez. Un punto negro y diminuto recortado contra el azul del cielo, y que cada vez se volvía más y más grande, un punto negro dotado de alas.
Sí. Era una ghazneth. Azoun tragó saliva; tenía la boca seca, y se humedeció los labios mientras levantaba la espada y comprobaba que la daga seguía en el lugar donde debía estar.
Dioses, ¡qué rapidez! Las alas curtidas apenas eran un borrón a medida que la ghazneth remontaba el vuelo en dirección al rey. Azoun distinguió dos brazos delgados, dos piernas curvas, un cuerpo de mujer inconfundible cuya melena castaña ondeaba al viento, y una mirada henchida de odio, una mirada que daba a entender la disposición de su dueña a matar. Sus dedos habían desarrollado unas garras imposibles: unas garras torcidas, afiladas, de cuyas puntas surgía un líquido oscuro. ¿Veneno? ¿La sangre de su última víctima?
La ghazneth remontó el vuelo al acercarse a él; Azoun aprestó el arma esgrimiéndola con ambas manos. Cuando el monstruo ganó altura, cayó sobre él profiriendo un chillido de cólera. El rey esperó con la guardia baja y un tanto retrasada, dispuesto a encontrar el momento apropiado para descargar el golpe. La ghazneth batió sus alas para perder velocidad, voló sobre él y después volvió a batir las alas, intentando engañarle, aunque sacrificó toda la inercia acumulada.
Giró en el último momento, cayó sobre un ala para descender a su lado y atacarlo con las garras, permitiendo a Azoun trazar un arco con el acero; cuando pensaba que había descargado el golpe en el aire, la punta se hundió en algo sólido y la ghazneth batió alocadamente sus alas, giró sobre el costado opuesto y cayó en picado. Intentó sorprenderle desde abajo, dado que el rey giraba sin orden ni concierto después del golpe, pero Azoun masculló entre dientes, decidido a no ceder terreno, intentando cambiar de postura para enfrentarse al enemigo.
Estuvo a punto de no conseguirlo. La ghazneth volvía a caer sobre él con las garras por delante como si de un mortífero muro se tratara. Agachó la cabeza para proteger los ojos y descargó un tajo en el aire, lo hizo con fuerza y destreza, con intención de impedir que el espectro le alcanzara.
Uno de los talones atravesó la barrera y alcanzó al rey en la frente. La ghazneth intentaba cegarlo con su propia sangre. Una segunda garra le hirió en la mejilla cuando echó hacia atrás la cabeza, mientras la espada del rey atravesaba el ala, y se hundía en el trasero y el muslo de la criatura.
La ghazneth profirió un grito de cólera y dolor. Azoun se vio inmerso en pleno batir de aquellas alas hediondas, que le abofetearon como un viento fruto de un hechizo de tempestad en el que se vio envuelto en una ocasión. La furia terminó sólo cuando la criatura se libró del arma y giró sobre sí misma en el aire después de haberse recortado, apenas a medio metro de distancia del rostro del rey, la línea espléndida de músculos desnudos. Parecía decidida a atacarle de frente.
Su espada, cuyos hechizos habían desaparecido bajo su tacto, ya no alcanzaba ni sus alas, por lo que era prácticamente inútil. Sin embargo, el rey de Cormyr estaba decidido. Cuando el monstruo levantó las garras y tiró hacia atrás de las patas para golpearle, encajó la daga en mitad de su pecho.
Azoun olvidó que se trataba de una mujer desarmada, una mujer que pertenecía a su familia, y siguió hundiendo el arma con las piernas en alto para protegerse. Ella le escupió sangre, mientras sacudía el pecho ante cada nueva cuchillada, pero sus chillidos no tardaron en convertirse en toses. Batió sus alas con la fuerza que le quedaba y se alejó sin devolver el golpe.
Pero allí donde le había herido, Azoun sentía una debilidad progresiva, y le sacudían los temblores. Comprobó que su enemiga se recuperaba de las heridas que le había infligido, pero él no podía decir lo mismo... al contrario, empeoraba. A medida que se extendía la debilidad por sus miembros, su piel se marchitaba y la carne que había debajo parecía pudrirse, víctima de una plaga esponjosa y oscura que se extendía con rapidez. No tardaría en ser incapaz de empuñar la espada. No tenía más remedio que acabar de una vez por todas con el negocio, o sería él quien podía darse por acabado.
Empuñó la espada ante sí para mantenerla a raya como el caballero que ajusta la lanza bajo la axila. Tanteó en la bragueta, en busca de la magia que esperaba emplear en el momento más adecuado en defensa de Cormyr.
—¿Y a quién, oh, oscura señora, tendré el placer de matar hoy? —preguntó a su enemigo, con la intención de distraerlo.
La ghazneth respondió con un grito incomprensible, debido a la cólera con que había sido pronunciado. Sin embargo, entendió el nombre de Suzara antes de que la ghazneth se arrojara de nuevo sobre él.
El rey estaba preparado. Dio un tajo con la espada y al desembarazar el costado arrojó en pleno rostro de Suzara un globito de acero que tenía en la mano. Si tenía la suerte de que los efectos de la magia explosiva perduraran el tiempo necesario en el rostro de una ghazneth, por mucho que ansiara la magia y que la absorbiera...
Así fue. La esfera estalló en mil pedazos produciendo un destello luminoso; expelió briznas y polvo de hierro frío que flotaron en el aire, mientras Suzara echaba la cabeza hacia atrás y boqueaba complacida. Las briznas de hierro se encogieron a una velocidad pasmosa alrededor de la criatura.
¡Gracias sean dadas a los dioses! Azoun y su antepasada, monstruosamente transformada, caían a través de las copas de los árboles; las briznas de hierro se convertían en copos grises a medida que la ghazneth absorbía la magia, pero al condensarse quemaron a Suzara, lacerándole las articulaciones. El rey vio que sus alas sufrían un espasmo, que se encogía de dolor: cayó como una piedra bajo las ramas hasta precipitarse en las aguas negras de un estanque.
Las aguas engulleron la figura de la ghazneth, cubriéndola como una sábana; no quedó ni rastro de ella, a excepción de unas pocas burbujas que no tardaron en desaparecer.
Azoun sabía que no había muerto, pero que estaría un tiempo fuera de combate... No mucho, probablemente. Mejor sería poner tierra de por medio, y deprisa, sin recurrir de nuevo a la magia, ya que el dragón sobrevolaba las copas de los árboles.
Eso sí, tenía que curarse de inmediato, aunque probablemente no tendría bastante con lo que llevaba encima. Azoun bebió el contenido de los dos viales de acero enfundados en las botas, sopesó la espada que ya no era mágica, y emprendió el camino a través de la espesura del bosque húmedo, en dirección al ejército que había dejado atrás poco antes.
El rey de Cormyr se sentía sorprendentemente alegre, pese a todas las pequeñas preocupaciones que lo atenazaban: la ghazneth que había dejado atrás; el dragón que acechaba en las alturas; su reino que pendía de un hilo amenazado por los trasgos y los orcos; la casi completa certeza de encontrarse a un depredador en el bosque, o de no poder reunirse con la tropa después de andar y andar por aquel vasto bosque... y, por supuesto, el miedo que tenía de pudrirse, debido a la herida de la ghazneth, y de no encontrar ayuda; o de no poder defenderse si se topaba con el enemigo.
Aquella reflexión bastó para sacudirlo con un espasmo de debilidad de los miembros temblorosos, cada vez más fríos, temblor que lo sacudió sobre la corteza de un árbol. No obstante, su sonrisa era sincera cuando se concentró en la imagen de Filfaeril, al recordar a su esposa tal y como le gustaba hacerlo, con la frente inclinada mientras reía a carcajadas y sus dedos acariciaban con lujuria su cabello color de miel...
Sintió cierta calidez ante la certeza de que ella apreciaba su recuerdo. «Faery —dijo en silencio a su mente—, como dirían en la corte, me he retrasado por causas ajenas a mi voluntad... pero estoy vivo, voy para allá, y mira, creo no exagerar si te digo que me muero por verte.»
C
uando Vangerdahast descendía en círculos al foso, un tridente luminoso restalló bajo el techo de la caverna, iluminando las estalactitas. Al cabo de un instante, la estancia recuperó el manto de oscuridad y empezó a caer una leve llovizna que no hizo sino agravar el hedor a podredumbre que despedía el foso. Vangerdahast frenó el descenso y permaneció flotando en el aire. Levantó la mirada para observar el borde, donde Rowen Cormaeril esperaba sentado.
—¿Te importaría? Este lugar huele bastante mal. —Vangerdahast bajó la luz y vio que la maraña de «varitas» que había visto antes estaba compuesta por un conjunto de huesos pequeños—. ¿Qué diantres es este agujero?
—Una tumba de los trasgos —respondió Rowen.
Vio un puñado de huesos cubiertos de moho. Había algo que brillaba entre ellos. Oro enterrado entre los esqueletos.
—Cuando los trasgos se convierten en un engorro para sus clanes —continuó Rowen—, sus hijos les regalan un árbol de hierro, uno de esos espantapájaros que hemos encontrado en el camino. Los traen a este lugar, atan todos sus tesoros al árbol y se arrojan al foso.
—Qué práctico por su parte —admitió Vangerdahast—. Supongo que ésa es la razón de que nunca vengan por aquí.
—La razón es que nunca se marchan —corrigió Rowen.
La ghazneth levantó el rostro ante la llovizna y cerró los ojos para concentrarse. Aunque apenas habían pasado unos minutos desde que Nalavara lo acariciase con sus colmillos, la única huella de la herida era la cicatriz clara que lucía a lo largo del abdomen. Después de caer al suelo partido en dos, Rowen se había recompuesto y pedido a Vangerdahast que arrojara sobre él toda la magia que pudiera. El mago lo había atacado con proyectiles mágicos, rayos y con todos los hechizos que pudo formular con los componentes de que disponía en aquel momento. Parte de aquella magia aturdió a la ghazneth durante un breve instante, pero absorbió la mayor parte y consiguió regenerarse. Fue la cosa más impresionante que Vangerdahast había visto en la vida, al menos hasta que recordó que en aquel momento había otros seis espectros campando a sus anchas por Cormyr.
La llovizna no cesó, y Rowen abrió por fin los ojos.
—No puedo detenerla —dijo al tiempo que sacudía la cabeza—. Toda esa magia... He perdido el control.