La muerte del dragón (41 page)

Read La muerte del dragón Online

Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
12.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Ya era hora.»

—Lo tengo —dijo Tanalasta a Owden. A Vangerdahast le dijo—: «¿Tienes el cetro, viejo fisgón?».

Confuso, Vangerdahast arrugó el entrecejo, pero hizo un gesto de asentimiento y levantó la amatista del pomo para que lo viera.

«Así es.»

«Bien», dijo Tanalasta—. Todo listo, Owden.

El maestre de agricultura pronunció una cadena interminable de sílabas místicas. Fue como si la distancia entre Tanalasta y Vangerdahast menguara. El mago abrió unos ojos como platos. Profirió un grito asustado y fue como si se precipitara sobre la princesa, moviendo ambos brazos como las aspas de un molino y dando patadas al aire. Tanalasta creyó ver el trono de hierro a su espalda y también unos cuantos trasgos, los rayos de una tormenta y una figura oscura que se apartaba a toda prisa del portal.

Entonces Vangerdahast apareció sobre ella, abrazándola con fuerza, como a una madre, riendo, llorando y gritando, todo a un tiempo; frío y cálido a la vez, olía como si no se hubiera lavado desde hacía meses.

La besó en los labios, después se apartó de ella y se agachó para besarle el vientre hinchado, después colocó la punta del cetro dorado, del cetro de los Señores, junto a su silla y se inclinó de nuevo para besarla otra vez en los labios.

Tanalasta lo empujó para apartarlo de sí.

—¡Vangerdahast!

El mago la obsequió con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡No me digáis que no os alegráis de verme!

—Sí que me alegro. —Tanalasta se limpió el rostro, menos para librarse de la humedad con que la había empapado la barba mojada del mago, que para refrescar sus fosas nasales con el perfume de sus muñecas—. Pero tenemos cosas que...

A Tanalasta la interrumpió el tañido de una campana de alarma, y la sala de mapas estalló en un tumulto de voces y pasos apresurados. Vangerdahast giró lentamente sobre sus talones, observando con asombro a los que se apresuraban a reunir a sus compañías.

—¿Corren a la batalla?

—Podría decirse que así es, viejo amigo —respondió Owden, que dio una palmada afectuosa en el hombro al mago—. O podría usted decir que se apresuran a complacer a Tanalasta, por temor a lo que podría hacer con ellos de no actuar así.

—¿Y eso? —Vangerdahast enarcó una ceja observando a la princesa—. Me interesaría saber cómo lo habéis conseguido.

—Y yo también tengo algunas preguntas que hacerle —dijo Tanalasta—. Pero tendrán que esperar. Se acerca una ghazneth.

Vangerdahast no enarcó una, sino ambas cejas, después miró a su alrededor como para confirmar que se encontraba donde se encontraba.

—¿Se acerca aquí? ¿Al palacio real?

—Eso parece —Tanalasta se levantó con esfuerzo de su silla y se dirigió a la puerta—. Recemos para que no sea el rey Boldovar.

36

E
sto es todo lo que nos queda? —estuvo a punto de gritar Kortyl Rowanmantle, mientras observaba a su alrededor el grupo de hombres desangelados que se ocultaban entre los árboles—. ¿Doscientos hombres... menos, quizá?

En el centro se alzaba un enorme tocón nudoso, más alto en su ruina que el hombre de mayor talla de la compañía, y sobre él se encontraba la princesa de acero, con las manos en las caderas negras por el aliento de dragón, y su en tiempos magnífico pelo, reducido ahora a algunos mechones de corte desigual.

—Evidentemente, Kortyl —replicó ella, casi con alegría—, cuantos menos seamos, a más trasgos por cabeza tocaremos.

Un silencio incómodo acogió sus palabras. Esas criaturas feroces de colmillos afilados no constituían una perspectiva precisamente atractiva, y tampoco eran moco de pavo cuando atacaban en marabunta, oleadas y oleadas capaces de cansar el brazo más fuerte, capaces de matar como cualquier bicho viviente... Pocos sobrevivirían en el bosque, jadeantes.

Por otro lado, los trasgos no eran tan atractivos, ni tan mortíferos, como el malvado dragón. Más de uno de los presentes observaba constantemente las copas de los árboles, por temor a encontrarse bajo un agujero a través del cual el dragón, cuando sobrevolara el bosque, tal y como había sucedido no hacía mucho, pudiera verlos.

El wyrm había arremetido contra los nobles con tal furia que más de uno había quedado reducido a cenizas antes de tener tiempo siquiera de ver lo que se les echaba encima. Los árboles que los ocultaban ardieron como teas, y al caer aplastaron también a unos cuantos y sobre los demás llovieron las ascuas del fuego. No obstante, el bosque les había servido de capa, los había protegido, pues la hoguera dio paso a un humo espeso que sirvió para ocultar a los aterrorizados soldados. Lo más frondoso del bosque, cuyos árboles no habían prendido, les proporcionó cobijo para correr y luego para ocultarse.

Fue necesario que la princesa de acero, espada en mano, chamuscada de tal modo que más de un soldado creyó encontrarse ante un monstruo de negras escamas salido del bosque, se propusiera encontrarlos y reagruparlos. Con la espada desenvainada, su mirada y los dientes blancos, parecía surgida de un cuento de terror, uno de esos que las madres explican para atemorizar a sus hijos. Había perdido el yelmo la primera vez que el dragón los obsequió con su aliento de fuego, tenía las correas de las caderas quemadas y contraídas, a medio fundir, y éstas y sólo éstas la habían salvado de recibir el fuego en el costado cuando el dragón intentó asar a la princesa.

Alusair arrugó el entrecejo al recordarlo quizá por décima vez. El dragón parecía buscarla...

Basta de reflexiones.

—Ésta es la prueba más dura que afronta Cormyr desde hace siglos —dijo de pronto Alusair, mirando a su alrededor, uno tras otro, a los ojos de todos y cada uno de sus hombres—, y las vidas de quienes amáis, ya estén tras las murallas de Suzail o en las mansiones dispersas por todo el reino, dependen ahora de vuestros aceros. Somos lo mejor de Cormyr... y ahora ha llegado el momento de demostrarlo. Yo me voy a buscar a ese dragón y a matarlo. Si muero, moriré sabiendo que hice cuanto pude por Cormyr, y que no me oculté ni me acobardé, esperando a que las espadas de los trasgos me atravesaran de noche. Suceda lo que suceda, aquí estoy yo para defender a las gentes de Cormyr.

Miró a su alrededor de nuevo, en un silencio tan denso que podía cortarse con la hoja de un cuchillo. La escuchaban con atención, la observaban con ardiente mirada, en busca de esperanza. Y ella estaba decidida a proporcionársela.

La princesa de acero se libró tranquilamente de su peto. El corpiño que lucía debajo era una mezcla sudorosa de manchas de sangre y harapos, y la sangre fresca brillaba junto a la otra, más seca, más oscura. Más de uno murmuró al pensar en las heridas que ocultaba la sangre, pero Alusair, sin reparar en ello, mostró sus pechos como si nada.

—Esto que llevo dentro aún late con fuerza. Mientras lo haga, iré a la caza del dragón. Tal es mi deber. —Se volvió lentamente, y señaló a uno tras otro con la punta de la espada, antes de añadir en voz baja—: Como nobles del reino, sólo vosotros podéis decidir cuál es vuestro deber. Vuestras familias son desde tiempos inmemoriales la espina dorsal del reino, porque vuestros padres y vuestras madres supieron cumplir con su deber, al igual que vosotros. Porque vosotros también sabéis cuál es vuestro deber. Cuando me aleje, no volveré la vista atrás para ver quién me sigue y quién se oculta entre los árboles. No tengo por qué, puesto que sé perfectamente de qué pasta estáis hechos. Sois la única esperanza de Cormyr, y también lo mejor de todo el reino. Sois el futuro de Cormyr. —Sonrió, deslizó la espada por el hueco del brazo, y volvió a atarse el peto—. Tenemos un trabajito que hacer. Nuestra es la responsabilidad de asegurar el futuro de Cormyr.

Algunas risas saludaron sus palabras.

La princesa de acero levantó la mirada con esa sonrisa tan suya, torcida y socarrona, que sus hombres conocían tan bien.

—¿Estáis conmigo, hombres de Cormyr? —preguntó en un hilo de voz.

—¡Sí! —gritó Kortyl Rowanmantle—. ¡Sí!

—¡Sí! —gritaron tres hombres a un tiempo, espadas en alto—. ¡Por la princesa de acero!

—¡Alusair y Cormyr!

Alusair descendió del tocón y levantó su espada.

—Seguidme pues, pero reservad vuestros gritos para cuando los aceros que empuñamos atraviesen al dragón. ¡Nada de gritos de batalla!

Les dio la espalda y echó a andar con su habitual paso, pero trastabilló, torció el gesto y estuvo a punto de caer cuando una pierna le falló. Hubo quien se apresuró a ayudarla, y ella se apoyó en sus hombros un instante, agradecida, asentó con fuerza el pie en el suelo y emprendió la marcha a paso ligero, pese a la cojera, seguida por los leales de Cormyr.

No tardaron mucho en llegar al lugar donde escaseaban los árboles, y Alusair se volvió y levantó ambos brazos para pedir que detuvieran el paso.

—En las colinas que hay más allá abundan los trasgos y sus exploradores, y el dragón se ha posado en las cimas que hay más allá —dijo cuando los cansados hombres se reunieron a su alrededor—. No podemos evitar que nos vean, pero la magia sólo atraerá a nuestros enemigos y la oscuridad confunde nuestros ojos, pero no los suyos. Sin embargo, las vidas de muchos cormytas se perderán si nos retrasamos. De modo que ha llegado el momento de conducirnos de forma temeraria, eso me temo, y afrontar nuestra muerte. Veamos si, de paso, atraemos la ira del dragón sobre nuestras cabezas.

Se volvió con la espada en la mano, se escabulló entre los árboles y desapareció.

Sorprendidos, los nobles hijos de Cormyr, en cuyos rostros se leía la certeza de la muerte a la que se enfrentaban, la siguieron a la carrera.

Donde cedía el bosque, empezaban las granjas. En buena parte era tierra de pastos, con vallas que señalaban los límites de las propiedades, y trasgos. Los humanoides acampaban en corrillos aquí y allá, reunidos en lejanas colinas, desde donde era seguro que verían a los humanos dispuestos a atacarlos, a menos que...

Un curioso banco de niebla cubría un punto bajo y lejano, situado a la derecha. Era un banco de niebla que, por extraño que parezca, no debía encontrarse en aquel lugar, a menos que la cañada que serpenteaba debajo rebosara agua hirviendo.

Alusair lo observó tan suspicaz como cualquier guerrero que conozca bien el campo y vea algo que parezca extraño. Se encogió de hombros, señaló la niebla con la espada desenvainada y se dirigió hacia ella. Los hombres que la seguían a buen paso se adentraron en la niebla, con los ojos bien abiertos y los aceros desnudos por si acaso la niebla resultaba ocultar al dragón o a otra criatura tanto o más peligrosa.

Pero no encontraron peligro alguno.

—¿Creéis que cubrirá un buen trecho, alteza?

Alusair se volvió para responderle, con una expresión que decía a las claras «Lo ignoro», cuando el mundo experimentó un súbito cambio.

Todo a su alrededor adquirió un matiz azul oscuro, y el suelo desapareció bajo sus pies. Estaban del derecho, y sin embargo se precipitaban hacia el infinito, o quizás era Faerun lo que caía bajo ellos... de pronto sintieron la roca desnuda bajos sus pies, sin tener la sensación previa de haber aterrizado o haberse posado en nada, y la luz azul desaparecía para teñirse de oscuridad.

—¡Antorchas! —ordenó Alusair, que acto seguido se quitó una bota para extraer un pedernal que llevaba oculto en el interior del tacón—. Usad esto para encenderlas.

Quienes no tenían antorchas ni linternas esperaron tensos en la oscuridad, con el oído atento y las espadas desenvainadas hasta que se encendieron las antorchas. Nada se aproximó hacia ellos.

La temblorosa luz iluminó una caverna húmeda y enorme por todos los costados, una caverna muy, muy grande, con túneles que se abrían como ojos oscuros en todas las paredes.

—Por los oscuros abismos de la Mayor Oscuridad y las criaturas malignas que en ella moran —maldijo Kortyl Rowanmantle, mirando a su alrededor tan asombrado como consternado—, ¿dónde estamos?

Su comandante se situó a su lado y posó una mano en su hombro para tranquilizarlo; traía con ella el olor a piel y pelo quemado, y sus curvas musculosas arrancaron un respingo al noble caballero cuando sintió el tacto de su mano.

—Estemos donde estemos —respondió Alusair con tranquilidad—, nuestra labor es clara. Matar a los enemigos de Cormyr dondequiera que los encontremos, hasta que el dragón muera y el reino esté a salvo.

—¿Y en qué lugar de esta caverna vamos a encontrar las colinas plagadas de trasgos y al dragón?

La princesa Alusair le obsequió con una sonrisa lobuna.

—Por los oscuros abismos de la Mayor Oscuridad y las criaturas malignas que en ella moran, ¿cómo diantres quieres que yo lo sepa?

Azoun gruñó cuando un espasmo sacudió su cuerpo; fue como si pugnara por saltar del lecho donde estaba tumbado, y de la fuerza estuvo a punto de arrastrar a los acólitos que lo atendían. Lo sujetaron por los brazos y las piernas, pálidos de la fuerza que necesitaban para mantenerlo en su lugar, mirando asustados a sus superiores.

Aldeth Ironsar, leal martillo de Tyr, se incorporó con expresión tan inflexible como sorprendida.

—¿De modo que así sucede también con mi curación? ¿Qué les parece, mis sagrados señores? ¡No puedo creer que tan valiente rey sea maldito por todos nuestros dioses!

—Quizá —sugirió lentamente el sabio de Deneir—, las heridas infligidas por el dragón no sean ordinarias, sino que se trate de algo distinto, algo que nuestras plegarias de curación no puedan tratar.

—Todos nosotros le hemos atendido en uno o en otro momento —intervino el maestre de caza supremo de Malar, señalando con una inclinación de cabeza al rey, que yacía inconsciente—. Azoun Obarskyr ha sufrido mucho y ha sido objeto de muchas curaciones a lo largo de todos estos años. Quizás un cuerpo, cualquier cuerpo, sólo pueda ser objeto de una cantidad limitada de curaciones; en tal caso, la magia no serviría de nada superado ese hipotético límite.

Varios fueron los rostros que se volvieron para observar al malarita, todos ellos ceñudos. Si había algo de cierto en aquella teoría, mucha más gente aparte del rey de Cormyr corría un peligro inminente... por no mencionar algunos altos clérigos también.

—He oído —dijo con énfasis el clérigo supremo de Tymora— de personas que desean abrazar la muerte, de maridos que tienen a sus esposas muertas en sus brazos y de esposas que abrazan a sus esposos muertos en los suyos, y que no se benefician ni siquiera de los hechizos de curación más poderosos. Como si quisieran que la magia los obviara, y ésta no les procurara ningún bien. —Dio unos pasos hacia la puerta de la tienda, y añadió mirando uno de los postes—: La llama de la vida, al menos eso me parece a mí, se extinguió cuando supo de la muerte de la princesa de acero.

Other books

Protector by Laurel Dewey
Something Noble by William Kowalski
Broken Wings by Sandra Edwards
Spurs & Stilettos by Johnson, Ashley
Crowner's Crusade by Bernard Knight
For All Time by J.M. Powers
Vegan for Life by Jack Norris, Virginia Messina