Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—Sean cuales fueren las razones —repuso el comandante Ilnbright desde la entrada—, mejor será dejar las curaciones para más tarde. Se acerca una ghazneth.
Los clérigos se volvieron hacia el soldado, dispuestos a burlarse de que un simple guerrero (por muy noble que fuera, por sabias que fueran sus palabras) dijera tal, pero se atragantaron sus burlas cuando oyeron lo que sucedía en el exterior, justo detrás del propio Haliver Ilnbright.
Afuera de la tienda, precisamente afuera, oyeron un grito de sorpresa, pasos apresurados, el estruendo metálico del acero contra el escudo, y caer un cuerpo. A continuación se produjo un ruido escalofriante, propio de la carne desgarrada, acompañado por un gorgoteo que en un principio pretendía ser un grito de incredulidad.
Todo ello correspondía a un hombre al que se estaba descuartizando, y a ello siguió, después del repiqueteo de la lluvia que sólo podía obedecer a la sangre derramada, una risa fría. Una risotada enloquecida, aguda, que desapareció en la distancia cuando la garganta que la produjo se elevó en el aire y se alejó volando.
La risa sirvió de precedente al gruñido de un veterano Dragón Púrpura, que contenía el vómito.
Poco después, varios clérigos que se encontraban en el interior de la tienda imitaron ese gruñido, con un entusiasmo que ninguno de ellos quería sentir.
O
bservar a la ghazneth a través del nuevo catalejo de Alaphondar no era tarea fácil, sobre todo teniendo en cuenta que volaba en círculos y que continuamente desaparecía tras el techo de palacio para luego reaparecer. Vangerdahast tenía el cuello destrozado y le dolían los brazos de sostener el pesado tubo de bronce. También tenía la vista cansada, por no hablar de las chiribitas, y es que en más de una ocasión había barrido la lente el sol del mediodía. Pese a todo, el instrumento funcionaba a las mil maravillas, y pudo distinguir las alas correosas y negras, dos brazos delgados y dos piernas curvas. Aquella criatura era, definitivamente, una ghazneth.
Vangerdahast bajó el catalejo y se lo devolvió a Alaphondar.
—Funciona mucho mejor que el anterior. Al menos esta vez he podido ver lo que pretendía ver.
—No tan claramente como con uno de tus hechizos —sonrió complacido el sabio, ante lo inesperado del cumplido—, pero tiene su utilidad.
—¿Pudo usted distinguir qué ghazneth era? —preguntó Tanalasta.
—Alaphondar no ha mejorado el invento... hasta ese punto —respondió Vangerdahast, haciendo un gesto de negación.
—Los clérigos han dejado de intentar sanar a Azoun —dijo Filfaeril, que habló desde el umbral de la puerta que daba al balcón. Era la primera vez desde hacía décadas que la veía menos radiante. Tenía los ojos hinchados, rojos, el rostro pálido y, a juzgar por su expresión, parecía enloquecida de la preocupación—. Dicen que los hechizos no surten efecto, y que la magia tan sólo merma sus fuerzas ante el dragón y atrae a las ghazneth.
Vangerdahast se acercó a la puerta y cogió a Filfaeril del brazo.
—Me llegaré allí —prometió.
Vio que Tanalasta cruzaba una mirada inquieta con Owden.
—No me cabe ninguna duda —dijo la princesa—, pero debemos decidir cómo hacerlo. Cuando abandone palacio, ese cetro atraerá a la ghazneth sobre usted como atrae un cadáver al buitre. —Inclinó la cabeza en dirección al salón, donde descansaba el cetro de los Señores, custodiado por un atento guardia de palacio—. Incluso una escolta compuesta por dos compañías al completo no garantizaría que llegara a su lugar de destino.
—Existen modos más seguros de viajar... además de más rápidos —replicó Vangerdahast.
—No, si se refiere a la teletransportación —objetó Tanalasta—. No, teniendo tan cerca a Nalavara.
—Engulle en pleno vuelo a quienes se teletransportan, con la misma facilidad que los halcones cazan a los gorriones —explicó Owden—. El reino ha perdido ya demasiados hombres como para arriesgarse.
—Según he oído, el último fue esta mañana —intervino Alaphondar, que estaba sentado en la esquina, de espaldas a la balaustrada y con el catalejo en el ojo—. Nadie ha vuelto a saber nada de Korvarr y su compañía desde que partieron.
Vangerdahast sorprendió la mirada culpable que pasó como una exhalación por el rostro de Tanalasta, y se percató de que la princesa empezaba a dudar de todas sus decisiones. Apretó de nuevo el brazo de la reina, y se acercó al balcón, junto a la princesa.
—Cuando todo esto haya acabado, no olvidaremos felicitar a Korvarr por su sacrificio —dijo Vangerdahast—. Sin duda, fue la distracción que orquestó lo que permitió a los señores Tolon y Braerwinter poner a salvo al rey.
—¿Qué ha hecho usted con nuestro mago de la corte? —sonrió Tanalasta al tiempo que cogía su mano—. El Vangey que yo recuerdo no era tan amable. —Miró por encima del hombro de Vangerdahast, con toda la atención puesta en la lejana silueta de la ghazneth—: Alaphondar, ¿alguna idea de quién pueda ser?
—No creo que sea Boldovar —respondió el sabio—. Tiene un cuerpo demasiado larguirucho, por no mencionar la melena de pelo negro que ondea a su espalda.
—Será Suzara. —El tono de su voz hizo patente el alivio que sentía la princesa ante aquella noticia—. ¿Cree usted que tenemos alguna posibilidad de atraerla de algún modo para capturarla aquí?
—Parece mostrarse muy cauta —opinó el sabio—, pero debe de estar desesperada, porque de lo contrario no creo que se atreviera a sobrevolar el palacio.
—En tal caso, también nosotros fingiremos desesperación y le ofreceremos algo que resulte tentador —dijo Tanalasta. Se apartó de Vangerdahast y se dirigió a los guardias que formaban en el salón—: Enviad un mensajero. Que se prepare de inmediato la caballería de la reina para una dura jornada a caballo, y que ensillen también el caballo cobarde del mago de la corte para que los acompañe.
—¿
Cadimus
? —preguntó, boquiabierto, Vangerdahast. Al menos recibía una buena noticia—. ¿Está aquí? ¿Y cómo?
—Es una larga historia —respondió Tanalasta—. Pero si yo fuera usted, no me apartaría de ese caballo. Tiene un talento natural para la supervivencia.
Mientras Tanalasta explicaba su plan e impartía las órdenes necesarias, Vangerdahast no pudo evitar sentirse orgulloso. La princesa se había convertido en un auténtico líder, igual que su padre y su hermana, aunque con un matiz más duro que Azoun y una sensibilidad para la fragilidad humana de la que Alusair carecía. Incluso Filfaeril, asustada y loca de inquietud como estaba por la pérdida de Alusair y las terribles heridas sufridas por Azoun, pareció sentirse mejor después de ver la seguridad con que Tanalasta impartía las órdenes. Algún día, la princesa de la corona sería una magnífica reina; sin embargo, el mago prefería dejar pasar un tiempo, y también que tuviera algo más que las ruinas de Cormyr sobre las que reinar.
Cuando Tanalasta terminó de impartir órdenes, Vangerdahast asintió pensativo.
—Buen plan, princesa, sólo tengo una sugerencia que haceros.
—Puede usted sugerir cualquier cosa, Vangerdahast —dijo Tanalasta—, pero recuerde que a estas alturas he destruido ya a cuatro de esas criaturas.
—Cómo podría olvidarlo, princesa —dijo sonriente. Tanalasta le había hecho el relato completo de la destrucción de cada una de las ghazneth, incluyendo la del despreciable Luthax, que masculló maldiciones y amenazas incluso estando encerrado en la jaula de hierro cuando lo absolvió de su traición. Vangerdahast tocó su corona de hierro, corona de la que ni siquiera Owden había podido librarle mediante sus plegarias—. Lo único que pido es que me dejéis manejar a mí el hierro. De hierro sé lo mío, y ya que vuestro plan contempla impresionar a Suzara con los lujos de palacio, sería conveniente no destrozar el lugar antes de que ella lo vea.
Tanalasta hizo un gesto de asentimiento, después ordenó a los Dragones Púrpura que se colocaran tras la puerta por si acaso algo salía mal, y pidió a Alaphondar que escoltara a su madre a un lugar seguro. Vangerdahast se sorprendió al ver que Filfaeril no protestaba. Mucho habían cambiado las cosas durante los últimos ocho meses... mucho.
En cuanto la reina se retiró, la princesa condujo a Vangerdahast a una esquina donde nadie pudiera oírlos, mientras los soldados hacían los preparativos.
—Mientras esperamos, hay algo que quiero preguntarle.
Vangerdahast tuvo de pronto la sensación de tener el estómago lleno a rebosar de mariposas. Sabía lo que quería preguntarle, y la promesa hecha a Rowen le impedía dar una respuesta honesta. Por lo general, no le hubiera molestado la perspectiva de mentir, pero la Tanalasta con la que hablaba no era la misma persona que la que había conocido. No sería tan fácil confundirla.
El mago se cogió las manos tras la espalda.
—Por supuesto, alteza —dijo—, preguntadme cuanto gustéis.
—Cuando me puse en contacto con usted —dijo ella tras titubear—, lo que pretendía era hablar con Rowen.
—Ya me lo parecía.
La princesa se llevó la mano al amuleto de plata que colgaba alrededor de su cuello.
—Utilizamos el símbolo sagrado de Rowen a modo de foco.
—Pues qué raro que dierais conmigo —dijo el mago enarcando una ceja.
—¿Sí, verdad? Y las dos veces antes de verle a usted, apareció primero un rostro oscuro, un rostro que parecía el de Rowen, pero con los ojos blancos.
—¿Y qué fue lo que dijo Owden al respecto de ese rostro? —preguntó Vangerdahast con cara de preocupación.
—Que no sabía a qué podía obedecer —respondió Tanalasta—. Y mucho menos por qué razón el amuleto de Rowen me había llevado hasta usted.
—¿Y por eso me lo preguntáis? —sacudió la cabeza Vangerdahast—. Las almas conciernen a Owden, no a mí.
—Por supuesto —suspiró Tanalasta—, pero me preguntaba si cabía la posibilidad de que no hubiera estado usted solo todo este tiempo.
—No podía estarlo, alteza. —Vangerdahast tocó la corona que ceñía—. Había un montón de trasgos Grodd. Me coronaron rey, si os acordáis.
—No me refiero a los trasgos.
—Entonces supongo que no sé de qué me estáis hablando. —Vangerdahast se encogió de hombros, y añadió—: Puedo aseguraros que allí yo era el único hombre. Mis... bueno, mis súbditos me hubieran avisado si llegan a descubrir a más personas.
—Si Rowen estaba allí, se me ocurre pensar que quizá no tenía el aspecto de un hombre. —Tanalasta miró hacia la esquina, y después añadió bajando el tono de voz—: Antes de destruir a Xanthon, me dijo algo terrible.
—Eso no me sorprende en absoluto. Confío en que le hicierais sufrir por ello.
—Nada de lo que pudiera haber hecho habría sido bastante. Me aseguró que Rowen había traicionado a Cormyr.
—¿Rowen? —Vangerdahast intentó parecer sorprendido.
Tanalasta levantó una mano.
—Dijo que Rowen era una de ellas.
—¿Cómo? ¿Una ghazneth? —Vangerdahast sacudió la cabeza con burlona decepción—. Princesa, me sorprendéis. Creía que a estas alturas habríais comprendido cómo se alimenta el mal de la duda.
—Lo sé —dijo ella—, pero ahí está ese rostro que vi. Se parecía tanto a Rowen, que...
—Porque eso es lo que queríais ver —interrumpió Vangerdahast. Cogió a la princesa de los hombros y la volvió para que le mirara—. Rowen jamás traicionaría ni a Cormyr ni a vos. Lo sé, aunque vos lo dudéis.
—Gracias, Vangerdahast. —Se secó las lágrimas, y añadió—: Tiene usted razón. Lo sé.
—Bien. —Vangerdahast suspiró para sí, pero no fue un suspiro de alivio. La princesa había cedido con demasiada facilidad, quizá porque en realidad temía saber la verdad. Cogió su mano y se dirigió al centro de la sala—. Vamos a cuidarnos de nuestra ghazneth.
Tanalasta rodeó los hombros de Vangerdahast con su brazo.
—Por supuesto. Vangerdahast, ¿por qué no me ha preguntado quién es el padre de mi hijo?
—¿No lo he hecho?
—No parece usted sentir curiosidad alguna.
—Doy por sentado que se trata de Rowen —dijo él en tono reprobatorio—. Sería mucho pedir que os hubierais casado con un pretendiente apropiado.
—¿Ah, sí? ¿Y quién ha dicho que me haya casado?
Vangerdahast maldijo entre dientes. Aquella muchacha era demasiado lista, y estaba a punto de hundirse en el lodo hasta las rodillas.
—Mejor será que lo estéis —dijo—. Lo último que necesita Cormyr en estos momentos es una guerra de sucesión.
Se detuvo al llegar al centro de la sala, y tomó el cetro de los Señores de manos de un inquieto guardia a quien señaló el balcón.
—Joven, dentro de un puñado de instantes atravesaré esa puerta como una estrella fugaz. Usted y dos hombres de su elección harán bien en cerrarla y asegurarla con una barra... y rápido, puesto que nuestras vidas dependerán de ello.
—Vangerdahast —dijo Tanalasta, nerviosa—, si nuestros planes entrañan riesgos...
—¿Riesgos? No entrañan riesgo alguno si este muchacho cumple con lo dicho, y lo hace rápido. —Vangerdahast hizo un gesto al soldado para que se apartara, y acto seguido se acercó a las puertas del balcón—. El mago de la corte ha vuelto.
Seguido de cerca por Tanalasta, Vangerdahast se acercó a la entrada del balcón. Sacó una pizca de polvillo de hierro de la bolsa donde guardaba los ingredientes para los hechizos y la esparció en el marco de la puerta, al tiempo que murmuraba uno de esos encantamientos a los que había llegado a coger cariño, pues aliviaba el peso de la corona que llevaba. Su cabeza estalló de dolor como siempre que creaba hierro, pero estaba preparado para soportarlo y se las apañó exhalando un simple gruñido. Una oscuridad grisácea se extendió por las puertas, seguida por una larga serie de crujidos y estallidos en el vacío que reverberaron en la sala cuando la madera y el cristal se convirtieron en grueso y pesado hierro.
Repicó la campana de la ghazneth, inundando el patio de un hondo toque de difuntos.
—Su magia parece haber llamado la atención de nuestra visitante —señaló Tanalasta.
—¿No es Boldovar quien viene?
—En ese caso, sonaría otra campana —respondió la princesa—, y a mí me vería usted más pálida.
—Bien pues, pongamos manos a la obra y acabemos de una vez.
Vangerdahast salió al balcón y vio que Suzara caía sobre el palacio a una distancia de doscientos metros. Se encontraba lo bastante cerca como para distinguir lo que estaba sucediendo, pero lo bastante alto también como para convertirse en difícil objetivo para las flechas de punta de hierro que disparaban los arqueros. El mago alcanzó a distinguir el destello rojizo de sus ojos, clavados en él, y por primera vez se preguntó si no habría exagerado después de tanto alardear de lo fácil que sería subyugarla. A tan baja altura, caería sobre él nada más echar a volar.