Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Durante un instante pensó que el pitido de sus oídos se debía a una fractura de cráneo, después oyó el golpeteo seco del hierro al dar contra el hueso y el crujido seco de los miembros fracturados y los aullidos angustiosos de los moribundos. Comprendió que sus hombres atacaban a la ghazneth. Tanalasta extendió la mano junto a Owden, en busca de la barra de hierro.
—¿Qué estáis haciendo? —dijo el maestre de agricultura, agarrándole la muñeca.
—¡Tengo que salir de aquí! —dijo—. Necesitan de mi liderazgo.
—Os necesitan viva: de lo contrario, todo esto no servirá de nada —Owden la empujó hacia atrás—. ¡Rezad vuestras plegarias... ahora!
Contrariada, Tanalasta cogió con fuerza el amuleto de Rowen e hizo lo que ordenaba el clérigo. Una sensación de calma la invadió de inmediato, y se dio cuenta de que Owden tenía razón. Había caído presa de la misma sed de sangre contra la que había advertido a los caballeros de Korvarr. Siguió con el amuleto sagrado de plata en las manos, mientras escuchaba los ruidos ahogados del combate y esperaba el momento adecuado para salir de su escondite. A juzgar por su propia experiencia, los hombres que luchaban en la sala de banquetes no necesitaban de nadie que los empujara al combate, y dejarse matar por las buenas no serviría para destruir a las ghazneth.
La caja empezó a temblar con un zumbido, y las alas diminutas de los insectos rozaron el rostro de Tanalasta.
—¡Por el arado! Ya está aquí Xanthon.
Owden puso su mano en la muñeca de Tanalasta, que no supo si era para confortarla o para retenerla.
—Paciencia. Aún no hemos oído nada que nos lo indique.
Algo mordió a Tanalasta detrás de la oreja, y después sintió una picadura debajo del ojo. Profirió una maldición e intentó apartar a los insectos a manotazos, pero en la oscuridad reinante era harto difícil. La princesa logró mantener a los insectos lejos de su rostro, pero se deslizaron por debajo de su pelo, se introdujeron por sus mangas, y la mordieron y picaron hasta enloquecerla. Mató a cuantos pudo e intentó aguantar con estoicismo a los demás, cuando finalmente el combate que se libraba en la sala pareció perder intensidad.
Tanalasta no tenía prisa alguna por retirar la barra metálica; sabía que el enjambre de insectos no haría sino empeorar en cuanto abriera la caja.
Alguien llamó a la puerta.
—Princesa, ya estamos listos. —Era Korvarr—. ¡Abrid!
—¿Ahora? —preguntó Tanalasta.
—Eso parece. —Owden quitó la barra metálica.
La puerta se abrió, y una nube de avispas zumbonas se introdujo en la caja. Owden empezó a recitar una plegaria que dispersaría a los insectos. Con los ojos entrecerrados, apretados los dientes, Tanalasta tendió un brazo a Korvarr.
—Ayúdeme.
—Será un placer, alteza.
Una mano fuerte la cogió de la muñeca y a continuación la puso en pie. Tanalasta observó el rostro ensangrentado y desquiciado de Korvarr Rallyhorn.
—¿Korvarr?
—¡Asesina! —Korvarr soltó el brazo de Tanalasta y la abofeteó el rostro; acto seguido buscó la daga que llevaba envainada—. ¡Esto por Orvendel!
Durante un instante, Tanalasta pensó que Korvarr la estaba traicionando. Dio un paso al frente, hundió el codo en su estómago y la rodilla en su entrepierna. El guerrero profirió un alarido y se dobló por la cintura, y fue entonces cuando la princesa se percató de las heridas de garras que tenía en un brazo, de la doblez imposible del mismo y de lo que había pasado. Lo cogió por la oreja, y hundió su otro codo en el costado opuesto de la cara de Korvarr volcando todo su peso en el ataque.
Al parecer, había sacado algún provecho de las enseñanzas de sus instructores de defensa personal. De haberle golpeado diez centímetros más arriba le habría alcanzado en la sien, y a aquellas alturas ya estaría muerto. No obstante, el golpe le había dislocado la mandíbula y ahora yacía inconsciente a sus pies.
Owden terminó de recitar el hechizo, y un humo blanco llenó la estancia, humo que empujó a los insectos a buscar la salida de la sala de banquetes.
Tanalasta se volvió hacia el clérigo, enarcando la ceja de puro asombro.
—Me atacan, y a usted sólo le preocupan las avispas.
—Sólo era Korvarr —replicó Owden—. Si no podéis encargaros de un hombre, ¿qué hacéis aquí combatiendo a las ghazneth?
El rumor del entrechocar del acero provenía de la puerta que había a su espalda, y al volverse ambos vieron que una docena de Dragones Púrpura subían por las escaleras a la carrera.
—Será Xanthon. A por él.
Tanalasta empujó a Owden hacia los soldados, y después se volvió hacia el comedor. Un amasijo de oscuridad y hierro se alejaba lentamente de ella, en dirección al trono situado en el extremo opuesto de la sala. Aunque al menos había unos cincuenta caballeros, tuvo la impresión de que perdían la batalla. Los cuerpos cubiertos de peto volaban de un lado para otro a intervalos regulares, los yelmos chocaban contra el suelo, los petos caían después de resquebrajarse y los miembros de los heridos salían volando con el consiguiente brochazo de sangre en las paredes. Si la ghazneth no llega a estar débil y a verse frenada por el hambre de magia que tenía, Tanalasta no quiso ni imaginar qué cariz habría tomado el combate.
Oyó el clamor de los aceros procedente de la escalera.
—¡Ya llega, Tanalasta! —gritó Owden.
—¡Cuando alcance el pie de la escalera, que actúen los magos! —Sin asegurarse de que el clérigo la hubiera entendido, Tanalasta cubrió la distancia que la separaba de la maraña de acero—. ¡Apartaos! ¡Dejadme llegar hasta ella!
Los caballeros, cegados por la sed de sangre, no le hicieron ni caso. Se puso detrás de ellos, abriéndose paso hacia el trono y apartando a los caballeros de su camino. En más de una ocasión la princesa se vio obligada a esquivar el guantelete de malla de un guerrero o a parar la daga que atacaba por debajo, pero había practicado tales ejercicios con tanta asiduidad como para comprender que debía dejar que siguieran su curso, y cuando los ataques no eran mortales, los redirigía hacia otros caballeros para así poder librarse de ellos. Los caballeros, furiosos, empezaron a dividirse en grupos de cuatro o cinco, que se atacaban entre sí con las armas de hierro y se hacían mucho más daño los unos a los otros del que habían sufrido a manos de la propia lady Merendil.
Estalló un rugido fuera de la sala cuando los magos guerreros dieron rienda suelta a la magia. Consciente de que no disponía de más de un minuto antes de que Xanthon se recuperara y empezara a digerir la magia, cogió a un caballero por la parte posterior del yelmo y lo empujó hacia adelante, utilizándolo a modo de ariete para despejar el camino.
—¡Fuera de mi camino! —gritó—. ¡Por orden real, apartaos y dejadme pasar!
La maraña no se apartó un ápice, pero logró introducirse en una zona donde se atacaba con denuedo y salpicaba la sangre negra. El grupo pareció moverse hacia el trono, y pudo distinguir sobre los hombros de un caballero la figura sombría que sólo podía obedecer a los restos de lady Merendil. Tanalasta la cogió del hombro y hundió el pie en el pecho de la criatura.
—Lady Ryndala Merendil, como legítima Obarskyr y heredera del trono dragón le concedo aquello que más desea, la razón por la que traicionó el deber para con su señor y faltó a su lealtad a Cormyr, ¡el trono de Azoun Primero! —Tanalasta volvió a hundir el pie en el amasijo al que había quedado reducida la ghazneth, hasta que ésta cayó de espaldas sobre el trono—. Y como heredera de la corona y descendiente directa de Azoun Primero, le perdono la traición y la absuelvo de todos los crímenes cometidos contra el reino.
Lady Merendil abrió la boca, dispuesta a proferir un grito que no fue tal, aunque a aquellas alturas Tanalasta ya se había dado la vuelta y corría hacia la puerta de la sala.
—¡Otra vez! —gritó—. ¡Atacadlo con más magia!
Tanalasta abandonó la sala de banquetes y encontró el vestíbulo lleno de espadas. El suelo olía a sangre y estaba lleno de colas de rata, hocicos de ratón y cabezas de serpiente. Los Dragones Púrpura tosían y trastabillaban mientras corrían en todas direcciones. El techo estaba lleno de arañas y las paredes de escorpiones. Los hombres yacían por todas partes, con las manos negras y los brazos tan hinchados que parecían muslos.
—¿Dónde está la ghazneth? —preguntó Tanalasta a un Dragón Púrpura.
—Allí. —El guerrero señaló un amasijo de carne rodeado por espadas que lo golpeaban, después cogió la mano de Tanalasta y caminó como pudo hacia allí—. ¡Abrid paso a su alteza!
Los disciplinados Dragones Púrpura se apartaron de inmediato para abrirle paso. Para cuando Tanalasta se hubo quitado el anillo de sello del dedo, se encontraba ya ante el cuerpo malherido de Xanthon, y observaba horrorizada cómo las heridas que cubrían su cuerpo negro se cerraban mucho más deprisa de lo que se abrían.
Tanalasta se arrodilló a su lado y cogió lo que quedaba de una mano. Sólo le quedaban dos dedos, y escogió el más grande.
—Xanthon Cormaeril, primo hermano de mi esposo Rowen y primo segundo del heredero del trono dragón, le concedo aquello que más desea: el prestigio y honor del nombre de los Obarskyr.
Antes de que pudiera deslizar el anillo en su dedo, Xanthon libró su mano.
—¡Furcia! —siseó—. Dormirías con cualquier traidor. Rowen es uno de...
Una alabarda de hierro atravesó su boca y hundió su cabeza en el suelo. Acto seguido, un pie cubierto de armadura inmovilizó el brazo, y la punta de una espada mordió la palma de su mano.
—Quizá la princesa desee intentarlo de nuevo —dijo un soldado en tono inflexible.
—Ahora mismo —respondió Tanalasta—. ¿De qué hablas, Xanthon?
Su mandíbula recuperó su posición al curarse ante los ojos atónitos de la princesa.
—Es un Cormaeril —dijo con una sonrisa la ghazneth—. ¿No supone eso suficiente explicación?
De nuevo volvieron a hundir la alabarda en la mandíbula de Xanthon.
—No le prestéis atención, alteza. Lo único que pretende es ganar tiempo para salvar el pellejo —dijo la misma voz inflexible que había hablado antes.
—Por supuesto —respondió Tanalasta que, aunque no acababa de creer al Dragón Púrpura, sabía perfectamente que Rowen era incapaz de traicionar ni a Cormyr ni a ella. Cogió de nuevo la mano negra de Xanthon y le puso el anillo de sello en el dedo—. Xanthon Cormaeril, le nombro oficialmente primo de la familia real.
No desapareció paulatinamente la sombra del cuerpo de Xanthon, fue simplemente como si se desvaneciera. Un instante después tenía ante sus ojos un hombre horriblemente mutilado que gritaba de dolor, y que yacía en el suelo con el anillo de sello de Tanalasta en el dedo. Decidida a meterlo en una jaula de hierro y dejarlo ahí para que se pudriera, se levantó y se volvió. Allí estaba Owden Foley.
—Creo que habéis olvidado un detalle —dijo el clérigo—. No podéis destruir a la ghazneth hasta que la perdonéis.
—Hasta que la absuelva —corrigió Tanalasta. Se volvió de nuevo hacia Xanthon, que agonizaba en el suelo. Ahora que había colocado el anillo en su dedo, ya no sanaban sus heridas y no parecía más de lo que era: un traidor atormentado que suplicaba piedad a gritos—. No lo merece. Ya ha oído usted lo que ha dicho de Rowen.
—Lo que haya podido decir de Rowen no tiene ninguna importancia. —Las palabras de Owden la alcanzaron en el corazón—. Cómo reaccionéis, sí.
Tanalasta pensó en las palabras del clérigo y acto seguido se agachó junto a Xanthon.
—Voy a darte una oportunidad más para limpiar tu conciencia, primo. Dime qué ha sido de Rowen.
—Ya... te... lo he... dicho —respondió Xanthon con voz entrecortada por el dolor—. Ahora... es uno de... nosotros.
—¡Mentiroso! —Tanalasta cogió aire, y después apretó con fuerza la muñeca de la ghazneth—. Como heredera del trono Obarskyr e hija del rey Azoun IV, yo... te absuelvo de todos tus crímenes.
—«Y perdono su traición» —añadió Owden.
Tanalasta esperó a ver si moría Xanthon.
—Y perdono su traición —añadió al ver que no moría.
El dolor pareció abandonar el rostro de Xanthon.
—Ahora eres tú quien miente. —Cerró los ojos y sonrió—. Prima.
H
a caído el último de esos hocicos de cerdo, mi señor —gruñó el comandante a través del visor del yelmo, que abría en ese preciso instante—. Hemos perdido algunos buenos muchachos, pero menos de los que temíamos.
El rey Azoun hizo un gesto de asentimiento, con la mirada puesta en la línea de árboles que formaban el lindero del bosque, no muy lejos, al oeste. Apretaba los labios que formaban una delgada línea, y un solitario músculo temblaba junto a su boca. Era ése un signo que pocos hombres habían tenido la desgracia de ver.
No obstante, el comandante Ilnbright era uno de ellos, y sabía bien que obedecía a la mezcla de miedo y furia que atenazaba la mente del rey. No tenía necesidad de seguir el fuego oscuro de la mirada de Azoun para conocer la causa de la furia regia. Todos los hombres reunidos en la colina, y otros tantos que en aquel momento limpiaban sus espadas y buscaban un lugar donde descansar las maltrechas posaderas, conocían la oscura verdad. Cuando los Dragones Púrpura y los guerreros orcos se enfrentaron y se oyó el entrechocar del acero, Azoun había dado la señal que debió llevar a la princesa de acero y a sus nobles a la batalla, ocultos entre los árboles, a atacar a los orcos por la retaguardia con sus aceros deslumbrantes. El rumor de los cuernos retumbó como Haliver Ilnbright no lo había oído nunca en las decenas de veranos que había cabalgado bajo la enseña de los Dragones Púrpura... sin embargo, nadie salió de la espesura del bosque.
Ni una sola espada. Superados en número y expuestos al enemigo por tres flancos, los guerreros de Azoun lucharon con valor y decisión hasta que el hocico del último marrano mordió el fango. Sin el contingente de Alusair, no tuvieron otra elección: ganar la batalla o abrazar la muerte.
Hacía rato que el rey había enviado a los exploradores en busca de la princesa Alusair, para que reuniera a los suyos bajo el estandarte real. Tres veteranos montaraces (por separado, para que al menos uno de ellos regresara con vida), Randaeron, Pauldimun y Yarvel, buenos hombres, fueron los elegidos. O habían topado con problemas, o no habían encontrado aún a la princesa. ¿Cuánto tardarían en cubrir dos o tres kilómetros? Mucho menos que el tiempo que había transcurrido desde su partida, eso seguro.