Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—¿Regresamos al río o acampamos aquí? —preguntó el comandante, consciente del malhumor del rey.
—Aquí —respondió Azoun, que habló claro y con sequedad. Una larga exhalación de silencio siguió a su respuesta, antes de que añadiera—: No querría mañana tener que luchar de nuevo para abrirnos paso a través del puente, sólo para recuperar esta altura.
Ilnbright se volvió e hizo unos gestos. Los hombres que esperaban sus órdenes se dispusieron con la facilidad que nace de la práctica a establecer los límites del campamento y a montar los postes que al cabo de un rato se convertirían en la tienda real.
Los guardias que formaban cerca del rey eran, sin excepción, veteranos de ojo de lince y rostro curtido. Gaerynm y Telthluddree eran los que mejor vista tenían, capaces incluso de aventajar al arco a muchos capitanes de arqueros, pero el que guardaba el estandarte, Kilmin Stagblade (nadie parecía dispuesto a tratarlo por ninguno de sus nombres, quizá por su corpachón enorme e inexorable) superaba en dos cabezas al más alto de ellos.
—Regresa Randaeron Farlokkeir. Solo, pero cargado —anunció el portaestandarte.
En silencio los demás se hicieron a un lado para permitir que Azoun se adelantara y siguiera el recorrido del brazo con que señalaba Kilmin Stagblade.
Poco después, Azoun se volvió de nuevo.
—Vino. Flamekiss —dijo al mensajero más cercano, en otro tono de voz—. Sólo un trago.
Ese trago se apuró cuando el explorador alcanzó a los hombres que afianzaban la tienda. Hincó la rodilla ante Azoun, extendió ambos brazos para pedir silencio y colocó un yelmo chamuscado y medio fundido, y un escudo retorcido sobre la hierba. Lo acompañaba un intenso olor a quemado que se extendió por toda la cima de la colina, un olor a carne quemada.
El yelmo pudo haber pertenecido a cualquier Dragón Púrpura, excepto por la pieza que protegía las mejillas. Todos los hombres que estaban de pie en la colina reconocieron a quién pertenecía el objeto. El escudo, también, pudo proteger a un centenar de soldados de Cormyr, pero en la esquina superior lucía un motivo que sólo empleaba Alusair: un halcón de acero que alzaba el vuelo de una mano con guantelete.
—Majestad —murmuró Randaeron—, esto es todo cuanto pude encontrar que tenga la seguridad de que pertenecía a la princesa, en un lugar alfombrado de huesos y cadáveres. —Extendió las manos en un gesto de indefensión, y añadió—: El dragón...
—¿Todos muertos? —preguntó Azoun, con voz serena—. ¿Mutilados o... abrasados?
—Hay indicios de que muchos hombres se adentraron en el bosque, cada uno por su camino en lugar de hacerlo juntos o por el sendero. Rebusqué entre los restos durante largo rato, mientras Paulder y Yar seguían la pista en el bosque, pero no puedo deciros que encontrara a su alteza... ni tampoco puedo deciros que no la haya encontrado. Había tantos... huesos.
Se quebró la voz del explorador, y por un momento pareció que al rey le temblaban las manos. Sin embargo, cuando extendió una para apoyarla en el hombro del explorador y coger el yelmo quemado, pareció recuperar la firmeza.
—Gracias, Randaeron —dijo en voz baja Azoun—. Descansa aquí en mi campamento, al menos hasta que regresen tus compañeros exploradores. Estoy seguro de que ningún otro hombre hubiera descubierto más entre los muertos que tú.
El rey se alejó sin pronunciar más palabras. Se dirigió colina abajo, con andar cansino y sin rumbo, observando el yelmo que tenía entre las manos, como si fuera el rostro de su hija.
Nadie hizo ademán de seguirle, aunque todos sus guardias no lo perdieron de vista, siguiendo tanto sus pasos como la pendiente de la colina por la que descendía. Observaron la vieja espada de los Obarskyr reducir más el paso, hasta que encontró una zanja donde se sentó tan agotado como un Dragón que ha cargado durante horas de marcha con la pica.
—¿Cree usted que ha muerto? —preguntó un capitán de lanzas a su superior. Keldyn Raddlesar era demasiado joven como para saber cuándo debía guardar silencio.
—Muchacho —gruñó Ethin Glammerhand a modo de respuesta—, ¿y cómo no iba a estarlo? Dudo que...
Una sombra ocultó el sol poniente, y los hombres guardaron silencio y levantaron la mirada hacia el cielo; el miedo inundó sus corazones cuando el malvado dragón cayó en picado sobre ellos.
Nalavarauthatoryl el Rojo era enorme, tanto como las torres de Cuerno Alto; tenía una mandíbula lo bastante ancha como para engullir una docena de caballos, y a sus jinetes con ellos, de un solo bocado. En aquel momento la tenía abierta, y en su interior se veía la garganta oscura y vibrante por donde surgirían las llamas. El fuego ardía en la mirada del dragón, y sus garras crueles y curvas se extendían para atacar. En ciertas partes de su cuerpo sus escamas lucían un tono púrpura más oscuro, casi negro, y los soldados gritaron al ver precipitarse su sombra sobre ellos, gritos que encontraron un eco en las gargantas temerosas y desafiantes de los guerreros que custodiaban la colina, cuando echaron a correr para dispersarse y desenvainar sus diminutos aceros.
Las garras posteriores del dragón apuntaban a la tienda real, pero debió percatarse de que nadie acudía a su interior para advertir al rey de lo que sucedía, y que no había guardias que formaran en la entrada. Viró en pleno vuelo en el último momento para atacar a un hombre que había alzado la espada, una espada que parecía brillar como imbuida de magia.
Randaeron Farlokkeir gritó al morir, abierto en canal desde la mandíbula hasta la entrepierna por una garra apenas un instante antes de quedarse manco, y su espada mágica desapareció con las manos que la empuñaban en una boca que era tan grande como la granja que poseía.
—Tan grande como... —logró decir en el último suspiro, antes de que la marea que se alzaba en su interior anegara sus palabras y también el mundo.
Cuando el explorador mutilado cayó formando un torrente con su propia sangre, el dragón aterrizó pesadamente sobre él, y con la cola lanzó por los aires a tres soldados que se acercaban a la carrera espada en alto. Se impuso un extraño silencio.
En aquella calma, el dragón miró a su alrededor con una sonrisa casi femenina, amenazadora.
—Bueno —dijo con aliento acre y hediondo—, ¿dónde está el rey humano? —Su voz también parecía femenina. A modo de respuesta, se elevó de las bocas de los oficiales cormytas, que avanzaban lentamente sobre el monstruo, un coro de dientes que castañeteaban de puro miedo.
—¡Muere, dragón! —gritó de repente uno de ellos, emprendiendo la carga con la espada echada hacia atrás, dispuesto a hundirla sobre la montaña de escamas.
—¡Muere! —gritó otro, echando también a correr.
Ambos debieron ver algo que el dragón ignoraba. Una solitaria figura con la cabeza descubierta apareció corriendo por un flanco del dragón, desnuda la espada centelleante al arrojarse sobre las escamas. El malvado dragón estaba a punto de encontrar lo que había ido buscando.
Cuando Nalavara aplastó a sus atacantes con una de sus patas, el rey de Cormyr dio un salto en el aire y hundió su acero por un costado de su mandíbula. La espada penetró sin dificultad, al encontrar un punto donde no había escamas que protegieran al monstruo. Una sangre negra como la pez, una sangre humeante, surgió a borbotones.
—¡Aquí, dragón! —gritó Azoun con fuego en la mirada—. ¡Asesino! ¡Ladrón de mi reino! ¡Aquí me tienes!
Libró la espada, y cuando el dragón volvió la cabeza con la velocidad de una serpiente y una mueca temible, Azoun lo golpeó de nuevo y hundió el acero en lo más hondo de su lengua, antes de librar de nuevo la espada y saltar hacia un lado, rodando rápidamente por el suelo bajo la barbilla del dragón.
El fuego lo inundó todo, prendió la hierba y quemó a un desdichado Dragón Púrpura que salió volando como la hoja que cae de un árbol incendiado. El rey había desaparecido.
Desaparecido, sí, pero sólo hasta que su espada trazó un movimiento ascendente para hundirse bajo la barbilla del dragón. La espada se alzó como una montaña sangrienta a través de la boca y la lengua de Nalavara.
—¡Por Alusair! —gritó el rey—. ¡Por mi hija, wyrm!
Sus palabras se perdieron asfixiadas por el grito de dolor que profirió el dragón. Tiró hacia arriba de la cabeza, y desnudó su garganta ante el furioso monarca, que no pudo recuperar el arma a tiempo, empapado todo él de la sangre del dragón, para atacarlo de nuevo antes de que Nalavara se apartase.
Una garra más alta que el rey se hundió en el suelo y no logró alcanzarlo por apenas treinta centímetros, cuando el dragón extendió sus alas y dio un salto en el aire, con el cual sin duda pretendía situarse en posición más ventajosa, despedir más fuego y matar a Azoun.
Pero Nalavara tembló, perdió pie, y por encima de Azoun se oyeron los gritos de sus hombres.
—¡Por Azoun! ¡Por Alusair! ¡Por Cormyr!
¿Por encima de su cabeza?
Azoun rodó sobre sí mismo y logró retener la espada con gran dificultad, hasta ver de nuevo la luz del sol y a los guerreros que corrían colina abajo lívidos de miedo, pero armados con espadas, lanzas y hachas.
Habían largado una cuerda que, tensa, cogía al dragón por un extremo, sujeta por un sudoroso conjunto de guerreros, y por el otro...
El otro se hundía directamente en los músculos de una de las alas del dragón, y lo sostenía con sonrisa cruel el comandante de infantería Ethin Glammerhand. El comandante Raddlesar plegaba las resbaladizas escamas para reunirse con el compañero, y de paso golpeaba con fruición cualquier parte del ala que encontrara en su camino. Había otro oficial de infantería no muy lejos, con el hacha arriba y abajo como si la carne de dragón fuera el plato que pensara servir a la hora de la cena.
Nalavara profirió un rugido estremecedor y al tirarse hacia atrás lanzó por los aires al comandante de lanzas. El dragón se retorció, cortó la cuerda de una dentellada, y se incorporó con la agilidad de un gato. El comandante de infantería quiso agarrarse a las escamas, hundiendo la espada hasta la empuñadura y cogiéndose a ella. Nalavara hundió sus garras sobre Raddlesar, que cayó al suelo despedazado; después soltó una dentellada que partió en dos a un guerrero que tenía delante.
La cabeza y el torso del capitán de infantería Theldyn Thorn desaparecieron de pronto en las mandíbulas del dragón, incluidas la espada, el peto, todo.
Temblaron sus caderas, zarandeadas de un lado a otro, después cayeron al suelo bajo el impacto de comandante que había luchado en las alas del dragón. Las lanzas se hundieron sin consecuencias en las escamas rojas, y el rey Azoun cargó de nuevo contra el enemigo, dispuesto a golpear lo que tenía a su alcance: la garra bañada en sangre que había acabado con la vida de su comandante de lanzas y que por poco no lo había matado a él.
El dragón volvió la cabeza, escupiendo restos de la carne humana que había masticado, y después se echó hacia atrás para escupir fuego sobre el rey, o para hundir su cabeza con tal de morderlo.
Un clérigo de Tempus tartamudeó un hechizo que hizo temblar el aire que había alrededor de la cabeza de Nalavara, temblor que dio paso a una tormenta de espadas. Sin embargo, el dragón agitó las alas en el corazón del acero, y fue como si todas aquellas hojas no sirvieran de nada, pues cayeron a su alrededor sin causar grandes daños. Un latigazo de su cola aplastó al comandante Glammerhand bajo la lluvia de espadas. Dos hombres saltaron sobre el rey dispuestos a protegerlo con su vida, pues también hubiera caído víctima de la artimaña del clérigo de Tempus. No pudieron hacer nada por impedir que el dragón se agachara con los ojos cerrados para protegerlos del acero y mordiera a ciegas al rey.
El rey de Cormyr se levantó para enfrentarse al monstruo, apartando a los nobles que habían intentado escudarlo como perros fieles, y, pese al aliento de dragón, hundió la espada en los labios de Nalavara. La sangre negra volvió a bañarlo de la cabeza a los pies. El dragón rugió y sacudió la cabeza, y de un golpe de colmillo arrojó al rey lejos, hecho una maraña de armadura resquebrajada y sangre regia. Los dos nobles que lo habían protegido volvieron desesperados a la carga.
Los anillos de sus dedos despidieron un destello cuando el dragón quiso morder de nuevo. En esta ocasión, la cruel mandíbula se cerró en torno a algo invisible, y levantó la cabeza alejándose de la pareja de guerreros.
El malvado dragón rugió de rabia bajo el ojo de la tormenta de acero, y cuando aleteó se escuchó el ruido del trueno; ganó altura, ignorando las escasas flechas que acariciaban sus escamas, ignorante también del griterío de un centenar de gargantas. Trazó un amplio círculo mientras se alejaba hacia el oeste, sobre el bosque, dejó un rastro de sangre humeante y no volvió la vista atrás hasta desaparecer al norte.
En la estela del dragón, la cima de la colina estaba teñida de sangre y alfombrada de hombres que gemían o de los restos despedazados de aquellos que antes se habían llamado hombres. En el centro, dos de esos a quienes los nobles de Cormyr gustaban de tildar como «nobles menores» (hombres a quienes se había elevado a esta condición por servicios prestados a la corona, y que carecían del poder que poseen las familias de rancio abolengo) yacían jadeantes, cara a cara, sobre su rey.
—Mejor será que nos levantemos —dijo entrecortadamente lord Eldryn Braerwinter— antes de que venga una de esas ghazneth.
—¿Se ha... ido? —preguntó el compañero, sin atreverse a mirar. Braerwinter respondió con un gesto de asentimiento porque le faltaba el aliento para hablar de nuevo, y lentamente se apartó del rey de Cormyr.
Azoun Obarskyr yacía con los ojos cerrados y la boca contraída en una mueca de dolor, aunque no dejaba de mover los miembros. De su cuerpo se alzaban penachos de humo, fruto de la sangre de dragón en que se había bañado, y su armadura estaba hecha unos zorros por un costado, mientras que por el otro estaba completamente destrozada de un mordisco, costado que se perfilaba oscuro y empapado de sangre. Allí donde su pecho se veía limpio de sangre, la ceniza del fuego de dragón lo teñía de negro.
En aquel momento, los hombres se acercaban hacia él a la carrera.
—Necesita una cura —dijo sin aliento lord Steelmar—, pero tenemos que llevarlo a la tienda antes de que la mitad de los arqueros empiecen a propagar el rumor de que lo han visto caer. Cójale usted del otro brazo... bajo los hombros...
—¿Qué están haciendo? —rugió el comandante Ilnbright, al ver que ambos lores trastabillaban con el rey entre ambos.