Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—¿Ocurre algo? —preguntó Tanalasta.
Vangerdahast volvió la mirada y no sólo vio a la princesa pendiente de él, sino también a Owden y a los guardias. Si cambiaba ahora de planes, la confianza que habían depositado en él seguiría el camino tomado por Korvarr y sus hombres.
—Planeaba mi ruta. —Hizo un gesto para que Tanalasta no se acercara tanto a las puertas del balcón—. Princesa, a vuestro escondrijo.
—Ten cuidado, viejo fisgón.
—No tardaré. —Vangerdahast sacó una pluma de cuervo de la bolsita de ingredientes—. Más me vale.
Al iniciar el hechizo de vuelo, la ghazneth cayó sobre un ala y empezó a volar más bajo. Vangerdahast frotó sus brazos con la pluma y terminó el encantamiento apresuradamente; después tomó el cetro de los Señores con ambas manos y echó a volar. Incluso al dirigirse hacia Lago Azoun sintió cómo la corona de hierro absorbía la magia del hechizo, robándole una velocidad y un tiempo de vuelo preciosos. Hubiera sido aconsejable advertir a la princesa acerca de este problema en particular, pero también era posible que hubiera hecho lo correcto al callar. Probablemente Tanalasta habría insistido en hacer las cosas a su manera.
La ghazneth empezó a hacer un estruendo terrible, y Vangerdahast supo que Suzara iba a por él. Cayó bajo la cresta de una cortina exterior, y viró en dirección a Etharr Hall. Un golpe agudo y seco sonó tras él cuando quien lo perseguía se estampó contra la pared y cayó al suelo. El golpeteo errático de las saetas resonó a lo largo y ancho del patio, y Vangerdahast volvió la mirada para ver una nube de virotes que descendían sobre la ghazneth procedentes de las almenas.
Aunque fueron muchas las saetas que la alcanzaron, Suzara extendió sus alas y se arrojó en zigzag tras Vangerdahast. Al volar, sus heridas empezaron a cerrarse. Los virotes cayeron de su cuerpo sobre el empedrado del suelo, y sólo un puñado de saetas más ocuparon su lugar. Vangerdahast sobrevoló el tejado de Etharr Hall, después cayó a ras de suelo, trazando círculos alrededor del edificio, de regreso hacia el salón de palacio.
La ghazneth cubrió velozmente el tejado de Etharr Hall en dirección opuesta, pero vio a Vangerdahast y cayó sobre un ala para dar la vuelta. El mago rezó para tener la suficiente velocidad como para superarla al menos durante los siguientes cincuenta pasos: el espacio que lo separaba del balcón del que había partido en un principio. Las cuerdas de los arcos entonaron su particular canción en las ventanas dispuestas a lo largo del patio. Franjas oscuras de flechas hendieron el aire, dispuestas a interceptar a la ghazneth que acortaba distancias con él.
Finalmente, la balaustrada surgió ante Vangerdahast. Se posó en ella gritando aterrorizado (era, por supuesto, un truco más para distraer a la ghazneth) y atravesó corriendo las puertas abiertas y toda la sala, hasta que oyó el ensordecedor golpe metálico a su espalda.
Su hechizo de vuelo expiró instantes después, a una docena de pasos en el pasillo que daba a la sala. Aunque sólo volaba a un cuarto de la velocidad máxima, dura fue la caída, y además cayó de cabeza sobre el suelo. Una pareja de Dragones Púrpura lo sujetaron evitando que también cayera rodando escaleras abajo.
—Señor mago, ¿se encuentra bien?
—¿Y a usted qué le parece? —Vangerdahast dejó que los guardias lo pusieran en pie, después se los quitó de encima y volvió cojeando al salón.
Cuando llegó, las maltrechas puertas del balcón ya estaban de nuevo abiertas. La ghazneth estaba rodeada por un puñado de Dragones Púrpura, que la atacaban con denuedo mientras Tanalasta se arrodillaba a su lado, en un esfuerzo por ponerle una brillante gargantilla de diamantes sobre el cráneo roto.
—Suzara Obarskyr, esposa de Ondeth el Fundador y madre de Faerlthann el Primer Rey, como legítima Obarskyr y heredera del trono dragón te concedo aquello que más deseas, la razón por la que abandonaste a tu esposo e hijo... te doy el lujo y la riqueza del palacio de Suzail.
Vangerdahast llegó a tiempo de ver cómo el velo de oscuridad abandonaba las facciones de Suzara, dejando a su paso la expresión de una mujer morena que no era muy diferente de la propia Tanalasta. Los ojos de la mujer quedaron en blanco, y empezó a gruñir y gemir espasmódicamente, como sucede a menudo a quienes sufren heridas en la cabeza.
Tanalasta tocó con su mano la frente temblorosa de Suzara.
—Y como descendiente directa de tu misma estirpe y heredera de la corona, perdono tu traición y te absuelvo, Suzara Obarskyr, de todos los crímenes que has cometido contra Cormyr.
Cuando la princesa apartó la mano, Suzara simplemente siguió echando espumarajos por la boca. Tanalasta arrugó el entrecejo y miró a Owden, que hizo lo propio y sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo. Vangerdahast se arrodilló junto a Tanalasta y apretó su mano de nuevo sobre el cráneo roto de Suzara.
—Y en nombre de Cormyr y de la familia real que lo ha regido en estos trece siglos, de sus gentes leales y fuertes, te agradecemos... —dijo el mago de la corona—. Te agradecemos los sacrificios que hiciste, y ansiamos honrar tu recuerdo, igual que honramos el de Ondeth.
—Y así será —concluyó Tanalasta—. Yo, Tanalasta, princesa de la corona y descendiente tuya, ruego por que así sea.
Suzara abrió de nuevo los ojos, después quedó inmóvil y en silencio, y finalmente se entregó en manos del descanso eterno.
U
na compañía melancólica llenaba la tenue profundidad de la tienda real, cerca del silencioso rey.
En la cabecera de la cama donde yacía malherido Azoun, dos guardias permanecían firmes en estólido y vigilante silencio; sus manos callosas y grandes no se apartaban nunca de la empuñadura de sus espadas.
Los hombres que tenían delante, al pie de la cama (media docena de clérigos y un mago guerrero) observaban al rey, ceñudos y sumidos en un silencio inquieto, un silencio nacido tanto de la futilidad como del miedo. Sus hechizos curativos más modestos habían fracasado, y no se atrevían a emplear magia más poderosa. No con esa ghazneth que sobrevolaba la cima de la colina como águila vengadora y que, de vez en cuando, caía sobre los Dragones Púrpura como la guadaña sobre el trigo.
A cada grito y entrechocar del acero que se producía en el exterior de la tienda, los hombres que permanecían sentados alrededor de la cama se envaraban y levantaban la cabeza, para mirar en dirección a las paredes, como si un hechizo vigilante bastara para derribar la lona y revelar ante sus ojos la refriega que tenía lugar en el exterior.
Al cabo de poco, invariablemente, un grito de dolor se alzaba en las proximidades, a veces breve, pero más a menudo un aullido agónico que se transformaba en el gorgoteo de una muerte sangrienta, y después la risa glacial, una risa que desaparecía cuando el espectral asesino levantaba el vuelo.
El rey nunca permanecía dormido durante estas breves escaramuzas. Abría los ojos con la angustia dibujada en el rostro, y sus dedos se cerraban como garras sobre las sábanas. En dos ocasiones hizo ademán de levantarse, pero sentía tal dolor que no podía evitar traslucirlo en la expresión, y caía de nuevo en la cama, para escuchar con furia en la mirada. Azoun era un rey tan impotente como los hombres con los que compartía la tienda.
—Esto no puede continuar así —murmuró el mago guerrero, después de lo que pareció una eternidad, mesurada por veintisiete gritos mortales distintos—. La batalla vendrá a nosotros, y nos encontrará indefensos como corderitos.
Como si sus palabras hubieran servido a modo de entradilla, la lona que hacía las veces de puerta de la tienda se agitó de pronto, apartada por las lanzas de dos guardias que a continuación entraron, formaron a ambos lados y permitieron el acceso de una tercera persona. La figura parecía ligeramente jorobada, ceñía una corona de hierro en la cabeza y vestía una túnica; nadie le había visto antes, pero todos sabían de quién se trataba: era Vangerdahast, el mago de la corona de Cormyr.
Azoun hizo un esfuerzo por incorporarse sobre los codos, pero no lo consiguió. Por entre sus dientes reales escapó un débil quejido.
El mago de la corte frunció el entrecejo y se apresuró a acercarse a la cama. El rostro bañado en sudor que apareció ante su mirada abrió los ojos con expresión dolorida, pestañeó y después le miró fijamente. El rey torció la boca para dar forma a una media sonrisa.
—¡Vangey!
El mago de la corte compuso una expresión de disgusto, y es que el mote nunca había sido santo de su devoción.
—Mi señor —dijo al tiempo que se inclinaba—. Aún vivo para serviros, y os traigo unas palabras que vuestros oídos deben atender sin demora.
—Por supuesto —replicó Azoun con viveza, para que lo oyera todo el mundo como si estuviera en mitad de una fiesta con la copa de vino en alto, en lugar de allí tumbado, consciente de cómo se le escapaba la vida—. No esperaba menos. ¿Cómo ha dado usted con esa corona?
—La respuesta a vuestra pregunta tendrá que esperar —dijo Vangerdahast con una sonrisa. Observó a los clérigos reunidos, y señaló con un gesto la salida de la tienda.
Nadie hizo ademán de moverse, por lo que repitió el gesto mientras se aclaraba la garganta. El mago guerrero fue el primero en levantarse y, a cambio, el mago real le saludó con una leve inclinación de cabeza, lo cual empujó a Eregar Abanther, mano presta de Tempus, hombre no precisamente conocido por su inteligencia ni por su ampulosidad, a hacer lo propio. Eregar se inclinó ante el rey y salió.
Lentamente, los demás clérigos lo siguieron, ansiosos por demostrar la posición o la poca necesidad que tenían de obedecer a un simple mago con una expresión glacial y la lentitud de movimientos. Cuando todos los demás se hubieron incorporado, el mago guerrero casi tuvo que empujar a un clérigo de Tymora del asiento, pero se colocó tan cerca que Manarech Eskwuin no tuvo más remedio que suspirar profundamente, un suspiro rayano en el desprecio, antes de que imitara a los demás.
—No se alejen de la tienda —ordenó Vangerdahast al mago, de quien no se molestó en esperar una respuesta. Se inclinó sobre el rey y murmuró—: He...
La punta de una espada surgió de un lateral de la cama brillante como el sol, hasta situarse bajo la nariz del mago. Vangerdahast se envaró y dedicó al guardia que la empuñaba una mirada oblicua, pero la espada no se movió un ápice.
—Pueden retirarse —espetó, pero el único movimiento del guerrero consistió en dar un paso al frente, igual que hizo su compañero, situado en el costado opuesto de la cama, desde donde ambos amenazaban al mago real con sus aceros.
Las espadas del rey sólo aceptan órdenes de su rey. No de un mago que ciñe corona y a quien no reconocen, que podría ser cualquier mago que hubiera recurrido a un hechizo para parecerse al viejo Vangerdahast, personaje que, de todos modos, no levantaba pasiones; el mago cuyos dedos, según decían muchos por ahí, habían ansiado ceñir la corona de Cormyr sobre su propia testa.
Las espadas no vacilaron. Ni tampoco lo hizo la mirada fija de Vangerdahast.
Azoun intentó ocultar una sonrisa, pero no lo logró.
—Salid, mis leales espadas —murmuró—, pero permaneced cerca y atentos a mi llamada.
Se envainaron los aceros. Sus propietarios se inclinaron ante el rey y pasaron junto a Vangerdahast; en lo que respecta al portaestandarte real, Kolmin Stagblade, fue como si una montaña móvil hubiera estado a punto de aplastarlo, o de enviarlo a dos o tres pasos de distancia. El regente de toda Cormyr y su anciano tutor quedaron por fin a solas.
Vangerdahast miró con suspicacia a su alrededor, como si esperara a que otra docena de orgullosos guardias surgiera de las sombras. Al no ver a nadie, sacó algo del interior de su túnica y lo puso en manos de Azoun.
El rey lo acarició con curiosidad, apreciando la belleza del objeto. Parecía de factura élfica, y pese a ser muy antiguo también tuvo la impresión de que estaba vivo y henchido de poder. Era un cetro de un matiz dorado platino, más largo que la mayoría, esculpido con la forma de un roble nudoso con una pequeña y delicada disposición de ramas que parecía aleatoria. El pomo era una amatista gigante, cortada en forma de bellota.
Azoun no se molestó en preguntar, sino que se limitó a levantar la mirada hacia el mago.
—Por lo que sé —dijo Vangerdahast—, tenéis en vuestras manos la más poderosa creación del elfo Iliphar, señor de los cetros. La necesitaréis.
Al incorporarse sintió que algo le cogía de la túnica para que siguiera agachado. Era una de las manos de Azoun, que se agarraba con fuerza.
—Para salvar el reino, sin duda. Pero ¿cómo? —repuso el rey.
—Tiene muchos más poderes de lo que nosotros podríamos, en los años que nos quedan, entrever o dominar, y es la clave para derrotar al dragón y terminar con esta guerra... si se utiliza correctamente.
—¿Y qué, oh mago entre magos, entiende usted por «correctamente»?
—No sé tantas cosas como vos creéis —dijo con tono reprobatorio—. Los juicios erróneos respecto a nuestra propia competencia son en buena parte los culpables de esta...
—... Maraña negra que en este momento amenaza la seguridad del reino —concluyó Azoun la frase—. Al grano, mago.
Vangerdahast guardó silencio durante un largo rato, antes de que lo que pudo ser la promesa de una sonrisa pasara fugaz por sus labios, para luego desaparecer.
—Mi rey —dijo finalmente—, el toque de este cetro de los Señores, empuñado por vuestras manos, puede herir al dragón más que cualquier otro hechizo u espada, pero antes debéis disculparos en voz alta por el asesinato del prometido de Lorelei Nalavara, antes de golpear al dragón y de hacerlo con remordimiento por todo lo que ella y los elfos perdieron al nacer Cormyr.
—¿El asesinato del prometido de Lorelei Nalavara? —repitió el rey, enarcando una ceja.
A Vangerdahast le costó evitar reprender al hombre al que había educado durante años.
—El dragón, conocido entre su estirpe como Nalavarauthatoryl el Rojo, aunque los trasgos que lo sirven emplean a menudo la abreviatura de «Nalavara», fue en tiempos Lorelei Nalavara, una joven doncella elfa, de pelo rojo, habilidosa con la magia y orgullosa como pocos, creo. Era la prometida de Thatoryl Elian...
—El primer elfo muerto por mano humana en lo que ahora se conoce como Cormyr... Andar Obarskyr —murmuró Azoun—. No lo he olvidado.
—La venganza la ha mantenido con vida durante estos catorce siglos, o más —murmuró a su vez Vangerdahast, con cierto respeto y asombro en su voz—. Satisfacer esa ansia puede costar la vida al cuarto Azoun que ha reinado. Acabar con lo que la empuja a actuar así podría suponer rendirse a ella y ofrecerle la vida... quizás incluso permitir que os mate.