La muerte del dragón (44 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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Azoun levantó la mirada, en la que ardía un fuego que Vangerdahast no había visto desde el nacimiento de Foril, muerto hacía años.

—¿Puedes prometerme, Vangey —tuteó el rey—, que tal sacrificio bastaría para destruir al dragón y librar a Cormyr de la ruina?

—En lo que respecta a la magia, no hay nada seguro —respondió en voz baja, caviloso, su viejo amigo y tutor—. Asegurar lo contrario sería la peor de las falsedades. Sin embargo, yo así lo creo. Algo sé de juramentos élficos y el poder de la magia sanguínea; poco sé, es cierto, pero lo bastante para deciros esto: sólo el regente Obarskyr o su heredero pueden poner fin al poder del dragón con esta ofrenda. Vuestra muerte no es cierta, pero es probable. Asimismo, también lo es el destino del reino.

—Eso es verdad —dijo Azoun—. Si uno debe entregarse a la oscuridad que a todos nos aguarda, que el mío sea el camino más amplio. Ése será el último servicio que preste a Cormyr.

Fue como si sus últimas palabras encontraran un eco, como si recorrieran enormes distancias que las condujeron allende las paredes de la tienda, y sólo por un instante Vangerdahast pensó que había oído el tañido de una espléndida campana, ¿un dios que señalaba una decisión afortunada? ¿La campana que advertía de la presencia de una ghazneth en Suzail, que, después de todo, no se encontraba tan lejos? O podía ser... pero no importaba. Había desaparecido, y quizá sólo fuera fruto de su mente, como un espejismo de lo que uno espera o desea ver. Confió en que fuera una especie de confirmación de que lo que pedía a uno de los reyes más grandes de la historia de Cormyr no sería en vano.

—Más que eso —añadió Azoun al cabo de poco, en un tono que le pareció a Vangerdahast más propio del joven príncipe que tanto le había hecho sudar—, hagámoslo ahora. Estoy preparado... ¡tan preparado como pueda estarlo!

El rey de Cormyr se incorporó en la cama y se levantó, empuñando el cetro de los Señores como si de una espada se tratara.

El mago real era viejo y se sentía envejecer a cada hora que pasaba, pero no estaba tan decrépito como para no poder moverse con garbo cuando era necesario. Es más, era diestro con las manos, y podía coger muy bien a regentes empeñados en trastabillar cuando están a punto de desmayarse, tanto a ellos como a sus antiguos cetros élficos, y devolverlos a la cama.

—Si esto es lo que entendéis por estar preparado —masculló al coger al rey en sus brazos y echarlo de nuevo en la cama—, tiemblo por el futuro de Cormyr.

Una débil protesta entre divertida e indignada le dio a entender que Azoun retenía, al menos, la conciencia.

—De modo que ha servido usted al reino con tanta habilidad como siempre, y tenemos un plan maestro —dijo el rey cuando recuperó fuerzas—. También tenemos este... pequeño problema de que no puedo tenerme en pie. Algo no muy aconsejable cuando uno se las ve con un... dragón, como seguro entenderá...

—Son tan graves vuestras heridas —dijo Vangerdahast, serio—, porque parte de la sangre del dragón aún corre por vuestras venas, hiere vuestras entrañas y quema, en definitiva, todo cuanto de Azoun encuentra a su paso. Nalavara existe para destruir toda sangre Obarskyr, cosa que está haciendo muy bien, por cierto. Puedo purgaros la sangre igual que os salvé del veneno del Abraxus, pero necesitaré recurrir a la magia, una magia muy poderosa.

—Que mi ancestro de alas negras de ahí fuera ansía beber... lo cual me impediría curarme —concluyó Azoun, hosco.

—Así es —dijo Vangerdahast, que cerró la boca como se cierra un rastrillo, en cuanto estas dos palabras salieron de sus labios.

—Te conozco bien, viejo amigo —dijo Azoun en un hilo de voz, tras observarlo en silencio durante unos latidos de corazón—. Tienes una solución, pero no quieres ofrecérmela. Te conozco lo suficiente como para saber que no debo obligarte a hacerlo... de modo que me limitaré a quedarme aquí tumbado, hasta que no tengamos más remedio que morir en la batalla.

El mago de la corte le obsequió con una mirada reprobadora.

—No hay nada que pueda hacerse para curaros mientras Boldovar vuele en círculos sobre esta colina. Tenemos que llevarlo lejos, y atraparlo o distraerlo lo suficiente como para poder curaros. No tardaré mucho, pero sí me costaría horrores si Boldovar no hace más que ir de colina en colina recibiendo hechizo tras hechizo, ya sea lanzado por las bravas o por un mago guerrero armado de una varita, o incluso de una docena de magos guerreros, uno tras otro. —El anciano mago cogió aire y lo expelió en un suspiro de insatisfacción—. Y sólo conozco a una persona capaz en toda Cormyr de procurar la destrucción de las ghazneth.

—Mi hija, Tanalasta —dijo Azoun—. Para salvar al rey, ponemos en peligro al heredero y la esperanza de un reino futuro.

Vangerdahast, con rostro sombrío ante la perspectiva, hizo un gesto de asentimiento.

—Se ha enfrentado a ellas y ha prevalecido —murmuró—, pero Boldovar es la más poderosa de las ghazneth, y no hay príncipe o princesa, sea cual fuere su fuerza o resolución, capaz de tratar con semejante loco. Podríamos estar condenándola, y también es muy probable que os pongamos a vos al borde de la muerte cuando os enfrentéis al dragón.

—Cormyr no ha sido jamás un jardín donde uno podía vivir despreocupado —repuso el rey, haciendo un gesto de resignación—, nuestro por derecho y sin necesidad de disputarlo. Mis dos hijas lo saben perfectamente, porque ambas han defendido el reino y son tan capaces de ello como su padre. ¿Qué servicio prestaremos a los próximos Obarskyr, si libramos por ellos todas las batallas, y les privamos de la posibilidad... no, del derecho, del privilegio, de rescatar a Cormyr por sus propios medios?

—Pero vos sois su padre... —murmuró el mago.

—Y su rey —dijo Azoun, con la mirada perdida—. A veces soy uno, a veces lo otro, Vangey, y nunca es fácil. Nunca es fácil.

39

U
n centenar de tridentes luminosos remontaron el vuelo desde las troneras de palacio, iluminando el cielo incluso a plena luz del día. Una larga cadena de ruidosos crujidos reverberó por todos los tejados de la ciudad. Las aguas serenas de Lago Azoun adquirieron el aspecto de un espejo argénteo, y el aire se llenó de una cadena infinita de bolas ígneas. Una tras otra, cruzaron el cielo desde las murallas, dejando a su paso una estela de humo negro, rugiendo como dragones, para hundirse finalmente en el agua con un susurro.

—Eso atraerá su atención, ¿no cree? —preguntó Tanalasta. Se encontraba de pie junto a Owden Foley, observando el espectáculo orquestado en la torre privada de Vangerdahast, fuera de palacio—. Ni siquiera el rey loco estará tan distraído como para no advertirlo.

—O para no adivinar su propósito —añadió Owden, con expresión sombría.

—Creo que las ghazneth saben hace tiempo lo que nos proponemos. —Tanalasta hizo una mueca cuando el bebé le dio una patada en los riñones, y añadió—: Suzara no se acercó hasta que le hicimos creer que podría atrapar a Vangerdahast y huir con él. Utilizaremos una estratagema diferente con Boldovar.

Mientras Tanalasta hablaba, un aura verde de magia visible cubrió el techo de palacio. Pese a lo imponente de su aspecto, se trataba de un hechizo sencillo que había ingeniado Sarmon el Espectacular, diseñado para crear una fuerte impresión mágica mediante un uso mínimo de energía mística. Aunque Boldovar absorbiera el hechizo, lo encontraría tan satisfactorio como un solo vaso de vino lo era para Vangerdahast, aunque por supuesto Tanalasta no confiaba en que el rey loco cayera presa de un engaño tan obvio. Como cualquier otro monarca cormyta desde Embrus el Viejo, habría estudiado el juego del ajedrez, y reconocería una treta al primer golpe de vista.

Y cuando comprendiera el engaño, empezaría a buscar el lugar al que pretendían atraerle. Tanalasta se alejó de la ventana.

—¿Quiere que empecemos, maestre de agricultura?

—Si insistís —dijo Owden—, pero sigo pensando que deberíais aceptar la palabra de Vangerdahast.

—Sólo porque no lo conoce usted tan bien como yo —dijo Tanalasta mientras cruzaba al extremo opuesto del estudio de Vangerdahast, pasando junto a una docena de clérigos de Chauntea (hombres de Owden), para una vez allí sentarse en un sillón de lectura—. Sabe que Rowen y yo estamos casados.

—Quizás os conozca mejor de lo que creéis —dijo Owden—. Después de que conocierais a Rowen, una de sus principales preocupaciones consistía en que terminarais por casaros con un campesino Cormaeril.

—Aunque fuera tan perceptivo, aún queda pendiente el asunto del símbolo sagrado de Rowen y aquel rostro oscuro. —Tanalasta apoyó ambos pies en una banqueta. Ahora le dolían las piernas casi constantemente, y esperaba con ansia el día en que tuvieran que cargar con menos peso—. En lugar de explicarse, Vangerdahast se limitó a desviar la atención hacia usted. Es un maestro en tales ardides.

—Eso no significa que os oculte algo —dijo Owden—. Quizá pensó de veras que yo tendría una explicación para lo sucedido.

—¿Y la tiene?

Cuando Owden hizo un gesto de negación, Tanalasta se quitó del cuello el símbolo sagrado de Rowen, y lo sostuvo ante su mirada.

—Traigamos, pues, a mi esposo a casa.

—¿Y si no visteis a Rowen? —preguntó el clérigo sin coger el amuleto—. ¿Por qué iba a mentir Vangerdahast en este asunto?

—¿Por qué cree usted que lo haría? —preguntó ella con mirada burlona.

—No sé. Ni siquiera el viejo Vangerdahast que conocí sería capaz de abandonar a nadie atrapado en aquel lugar.

—Quiero mucho a Vangerdahast, pero ha hecho cosas peores para «proteger» Cormyr —dijo Tanalasta—. ¿Qué mejor modo de encargarse de Rowen? Si elijo un Cormaeril por consorte, lo mejor es quitarlo de en medio... para siempre.

—No podéis creer que Vangerdahast sea capaz de hacer tal cosa, no después de todo lo que ha sufrido —dijo el clérigo, asombrado.

—No encuentro otra explicación a lo sucedido —dijo Tanalasta. Se le ocurrió pensar que rehuía la pregunta de Owden con la misma habilidad que el propio Vangerdahast había rehuido otras tantas en el pasado, cosa que no le importó. Si el rostro sombrío no pertenecía a Rowen, estaba decidida a averiguar de quién era—. Cuando sólo hay un modo de interpretar los hechos, entonces ese modo es la explicación, por muy desagradable que nos parezca.

—¿Y si existe otra explicación? —preguntó Owden—. Quizá Xanthon os dijera la verdad.

—¿Rowen? ¿Una ghazneth? —Tanalasta puso los ojos en blanco—. Usted no conoce a Rowen. Incluso Vangerdahast dijo que nada le empujaría a traicionar a Cormyr.

Owden sacudió la cabeza, obviamente incómodo con sus dudas respecto a Vangerdahast.

Tanalasta columpió los pies bajo la banqueta, después se inclinó hacia adelante y dio el símbolo sagrado de Rowen al clérigo.

—Por favor, Owden. Tengo que saberlo.

Owden cerró los ojos y profirió un suspiro.

—Merecéis eso, como mínimo —dijo a regañadientes, haciendo un gesto de asentimiento. El maestre de agricultura cogió el símbolo sagrado y se agachó para colocar de nuevo las piernas de la embarazada princesa en la banqueta, antes de llamar a sus subordinados con un gesto—. Clagl, vigile por si viene Boldovar. Ustedes, vengan aquí conmigo. Es posible que ese hombre oscuro sea Rowen o cualquier otra cosa que no nos convendría traer a Cormyr.

Los clérigos se dispusieron rápidamente a su alrededor, como les habían ordenado. No había Dragones Púrpura ni magos guerreros en quinientos metros a la redonda de la estancia, ya que las tropas de Tanalasta sabían por experiencia propia el poder que tenía Boldovar para crear ilusiones. Sólo los clérigos parecían capaces de soportar la locura inducida por su magia, e incluso ellos tenían que ungirse de plegarias y símbolos sagrados.

En cuanto todo estuvo listo, Owden empezó a zarandear el símbolo ante la mirada de Tanalasta.

—Concentraos...

Tanalasta siguió el recorrido del amuleto de plata, imaginando el mismo rostro oscuro que había visto en dos ocasiones: el ceño duro, los ojos perlados, la basta nariz aguileña, el hoyuelo en la barbilla. La imagen se fundió con el símbolo y empezó a acercarse y alejarse, y la princesa tuvo la sensación de estar ante un túnel negro e infinito; después el rostro volvió a aparecer ante ella, espectral y siniestro, medio oculto por una cortina de lluvia.

—¿Rowen? —llamó Tanalasta.

Se acentuó el ceño, y los ojos se volvieron más blancos y enfadados. La oscura figura hizo un signo de negación, y después hizo ademán de alejarse.

—¡Rowen, no! —Al ver que no se detenía, Tanalasta gritó—: ¡Ahora, Owden! Lo tengo.

El maestre de agricultura dio paso a una larga cadena de sílabas místicas, y la distancia pareció desvanecerse entre Tanalasta y la figura oscura. Se volvió hacia ella, y el espacio que mediaba entre ambos se llenó de pronto de rayos y destellos.

—¡No! —gritó.

La voz era más ronca de lo que recordaba Tanalasta, pero el seco acento norteño no dejaba lugar a dudas: pertenecía a su marido. El portal a través del cual lo veía pareció ensancharse, y vio que su cuerpo era tan oscuro como su rostro, y que estaba tan desnudo como la noche en que concibieron a su hijo, aunque ya no encontrara irresistible su desnudez, sino todo lo contrario. Todo parecía extrañamente desproporcionado y tosco, los hombros enormes y los brazos no menos grandes, y aquella cintura tan delgada. Sus muslos eran grandes y redondos como barricas de vino, su entrepierna estaba cubierta por una maraña de pelo que le colgaba casi hasta las rodillas.

La lluvia y el trueno empezaron a caer sobre el portal, empapando a Tanalasta y sacudiendo la habitación. Owden gritó alarmado, y sus clérigos se acercaron dispuestos a interponerse entre el agujero que había ante la princesa y lo que fuera que pudiera salir por el portal. La figura oscura se alejó, volviendo un par de alas correosas de ghazneth hacia el portal.

—¡No! —gritó Tanalasta.

Sus ojos la habían traicionado, o quizá fueran sus oídos cuando creyó que la voz de la criatura era la de Rowen... entonces dio con la única explicación posible. De algún modo, el rey loco se había introducido en la estancia y había empezado a dar rienda suelta a sus ilusiones mágicas, todo ello con objeto de engañarles.

—¡Rowen, no te vayas! —chilló—. Sé que no eres...

Demasiado tarde. Las alas de la ghazneth ya habían empezado a absorber la magia de Owden, y el portal se encogía ante su mirada. Uno de los clérigos chilló también, aterrorizado, y se deslizó hacia el borde, seguido después por otros dos. Tanalasta sintió cómo tiraba de sus pies.

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