Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Por un instante reinó un silencio absoluto, entonces Boldovar empezó a reírse como un loco.
—Ah, bueno, por lo visto Rowen te amaba más de lo que tú lo amabas a él. Hubiera preferido morirse, antes que oírte suplicar una muerte rápida.
—¿Qué? —Aunque seguía confundida por el dolor que la atenazaba, tuvo la fuerza necesaria como para comprender a qué se refería la ghazneth—. ¿Qué le has hecho?
—Oh, vaya, si ahora resulta que estás interesada —dijo Boldovar, burlón—. Tírame los anillos y te lo diré.
No había necesidad, pues pese a desconocer los pormenores, Tanalasta comprendió que Boldovar había engañado a su esposo para convertirlo en una ghazneth, y también entendió el porqué de la vergüenza que sentía el montaraz, vergüenza que le había impedido franquear el portal. Sólo una cosa podía empujar a Rowen a faltar a su deber hacia Cormyr: el temor de traicionar a Tanalasta.
El tamborileo ahogado de unos pasos subió por el hueco de las escaleras, y la princesa oyó cómo Boldovar arañaba con sus garras el suelo que lo separaba de la ventana. Recordó el texto del hechizo que le permitiría arrojar un proyectil mágico y señaló con su dedo el quicio de la puerta. No estaba dispuesta a permitir que la ghazneth huyera, no después de todo lo que le había hecho a Rowen.
—Clagl, abre un poco la puerta para que pueda disparar. —Consciente de que el clérigo discutiría, añadió—: ¡Ahora!
Clagl tragó saliva, corrió la barra que cerraba la puerta y la abrió un poco. Boldovar estaba de pie ante la ventana, dispuesto a arrojarse por ella, y volvió su rostro hinchado por la bebida al oír el ruido que produjo la barra de hierro.
—¿Adónde crees que vas, asesino de mujeres? —El tono empleado por Tanalasta fue tan amenazador como pudo. Formuló su hechizo y lanzó un único proyectil de luz dorada entre sus piernas. Alcanzó la parte inferior de la ventana, frente a la entrepierna de la ghazneth, y la piedra saltó en mil pedazos—. ¿Tienes miedo de que una princesita preñada pueda convertirte en eunuco?
Boldovar observó la magia que desaparecía del lugar del impacto, levantó el labio para hacerle una mueca burlona y se volvió hacia la caja. Clagl cerró la puerta y corrió la barra antes de que Tanalasta se lo ordenara, pero no lo hizo con la rapidez necesaria. Un estruendo reverberó entre las paredes de metal cuando la ghazneth clavó sus garras en los bordes, y el estómago de la princesa dio una sacudida cuando el monstruo levantó la caja de hierro.
Tanalasta volvió de nuevo a sentirse indefensa y a perder el control. No contaba con aquello. La caja dio unos bandazos hasta precipitarse por la ventana, momento en que la princesa perdió el contacto con el acolchado que tenía a la espalda. La caja cayó a plomo al suelo. Boldovar batió sus alas como un fuelle, pero, aun así, cayeron. Tanalasta se cogió del brazo de Clagl y metió la mano en el bolsillo de huida, después se precipitó de costado y se golpeó la cabeza contra la del clérigo al caer sobre el Lago Azoun.
Perdió el conocimiento, pero lo recuperó unos segundos después, cuando rompió a toser debido a la asfixia. Las aguas fangosas del Lago Azoun llenaban su boca y le impedían respirar. Clagl yacía aplastado e inmóvil bajo su peso, de cara a la pared metálica de la caja.
Agradeció a la diosa el hecho de haber recuperado la conciencia antes de ahogarse, y cogió una última bocanada de aire. Metió la mano en la capa, esforzándose por dar con lo que buscaba entre la gruesa tela de paño mojada. Cuando sus dedos encontraron la boca del bolsillo de huida, la caja estaba completamente inundada de agua. Clagl empezaba a convulsionarse y no respondía a los golpes y pellizcos de Tanalasta. Aunque la princesa lograra darse la vuelta para que el portal dimensional no apareciera entre ambos, el clérigo no podría seguirla por su propio pie. Tendría que arrastrarlo, lo cual significaba que tendría que apretar su estómago dolorido contra la parte frontal de la caja. No tenía tiempo para ello. Deslizó su brazo bajo el cuello de Clagl, sacó la otra mano del bolsillo de huida, la extendió y corrió la barra de hierro.
La puerta se abrió. La luz y el aire inundaron el interior de la caja, y Tanalasta se encontró frente a los ojos rojos y enloquecidos de Boldovar mientras jadeaba por la falta de aire, y se esforzaba por comprender cómo podía la ghazneth estar de pie sobre las aguas de Lago Azoun, agitando su gruesa barriga ante ella y riéndose de aquella guisa.
Antes de que se le ocurriera una respuesta, Boldovar entró en la caja de hierro, y con uno de sus pies aplastó el cuello de Clagl, que cedió como una rama seca.
—¿Para mí? Qué amable —dijo Boldovar, cogiendo la solapa de la capa de Tanalasta con su mano negra—. Muchas gracias.
La ghazneth arrancó la pesada capa por encima de la cabeza de la princesa, que quedó vestida con una camisola y la falda. La ghazneth ni siquiera reparó en ello. Boldovar se limitó a hundir su rostro en la tela negra de la capa y proferir un gemido prolongado y satisfecho cuando empezó a absorber la magia.
Las profundidades acuosas se transformaron hasta convertirse en el estudio de Vangerdahast, y unos grabados con motivos grotescos y lascivos aparecieron dibujados en las paredes. Finalmente, al reparar en el engaño, Tanalasta gritó furiosa.
—¡No!
Boldovar levantó la mirada y sonrió; lucía los restos de la tela hecha jirones sobre su cabeza.
—Oh, sí.
La voz de Steelhand retumbó procedente del hueco de la escalera.
—¡Vamos de camino, princesa! Llegaremos antes de que podáis pestañear...
Pero ni siquiera disponían de tan poco tiempo. El color de la capa de Tanalasta perdía lustre a pasos agigantados y la estancia adquiría el aspecto de un fantasmagórico salón de cuyas paredes colgaban unos grabados antinaturales y monstruosos; y cada vez se parecía menos al estudio de Vangerdahast. Si permitía a la ghazneth absorber más magia, Steelhand y los suyos no tendrían la menor oportunidad de destruirla.
Tanalasta apretó los dientes para sobreponerse al dolor angustioso que sentía en el abdomen, se incorporó y desenvainó la espada corta que guardaba escondida en la puerta del ataúd. Cada día, sus instructores en defensa personal le habían inculcado una sola lección: primero golpead para paralizar, después hacedlo para matar... Pero ¿cómo paralizar a una ghazneth?
Para detener a Boldovar sabía que tendría que hacer algo más que aplastarle una rodilla o cortar algunos tendones. Tendría que asaltar el corazón de su enfermiza existencia. Obtuvo la respuesta fácilmente. Se puso de rodillas y hundió la espada en la entrepierna de Boldovar.
—¡Cobarde! —gritó.
Boldovar abrió unos ojos rojos como platos, después profirió un quejido de sorpresa y dejó caer la capa de sus manos. Tanalasta trazó otro tajo con la espada, esta vez en dirección opuesta, abriendo otra herida oscura en la base de la barriga. Su propio dolor pareció desaparecer, o más bien fue su miedo lo que desapareció. Seguía siendo consciente del parto, de ese intenso dolor que tenía en la cintura y del bebé que se movía cada vez más cerca del mundo exterior; sin embargo, Tanalasta había recuperado el control. Tiró hacia sí de la espada para hundirla hasta la empuñadura en la enorme barriga.
—¡Basta!
Boldovar movió el brazo para bloquear el ataque. El golpe lo encajó en la muñeca y estuvo a punto de perder la mano, cosa de la cual la ghazneth apenas se percató. Movió el antebrazo trazando un círculo en el aire como si de una espada se tratara, y obligó a Tanalasta a cubrirse con la espada, que se le escapó de las manos y fue a caer al fondo de la caja.
Tanalasta se volvió hacia la escalera, donde el ruido de pasos se había vuelto tan intenso que la princesa hubiera jurado que los clérigos ya tenían que haber irrumpido en la habitación. Estaban a punto. El monje guerrero y sus tres primeros hombres permanecían quietos en el hueco de la escalera, jadeando por falta de aire, convencidos al parecer de que seguían subiendo la escalera de caracol que daba al estudio de Vangerdahast.
—¡Steelhand! —gritó Tanalasta—. ¡Corra hacia adelante!
—¿Para qué lo llamas? —preguntó Boldovar—. Si eres tú quien quiere jugar.
La mano de la ghazneth golpeó la cabeza de Tanalasta con tal fuerza que la princesa sintió cómo salían despedidos media docena de dientes y chocaban contra la pared. Su campo de visión se estrechó y escuchaba lejanos todos los ruidos; entonces sintió que la sacaban de la caja de hierro y la arrojaban contra la pared de piedra. El golpe empujó al bebé hacia abajo, y tuvo la sensación de que había asomado la cabeza.
Cuando recuperó la visión, vio a Boldovar delante de ella, sosteniéndola de espaldas a la pared con el antebrazo mutilado y observándola con la mirada perdida de un loco.
—Bien. Has vuelto.
Algo puntiagudo y caliente perforó el abdomen de Tanalasta justo bajo el ombligo: explotó su barriga y sintió un dolor insoportable. Al bajar la mirada, vio que la ghazneth apretaba el brazo contra su estómago. Al principio no comprendió lo que estaba viendo, pero entonces vio el reguero de sangre que corría por el antebrazo del espectro, y sintió que una mano enorme buscaba en sus entrañas.
—Déjame ver... ¿por dónde andará ese bebé? —Cogió algo cercano a su caja torácica y tiró de ello.
Tanalasta profirió un grito de furia y todo se volvió rojo. Levantó con fuerza la rodilla, más por un acto reflejo que voluntario, y sintió que había alcanzado a su enemigo. Boldovar ni siquiera gruñó, pero el golpe bastó para hacerlo retroceder dos pasos. Sostenía entre sus manos una cosa marrón y ensangrentada. No era un bebé, lo cual bastó a Tanalasta.
Boldovar sonrió y se llevó la masa ensangrentada a la boca, después se arrojó hacia adelante cuando Steelhand y sus hombres arremetieron contra él por la espalda. Sus armas cayeron sobre la ghazneth como la lluvia de una tempestad, hasta dejarla reducida a una maraña negruzca y sangrienta. Ya no importaba. Las heridas se cerraban casi a la misma velocidad que las recibía. El rey loco introdujo en su boca la masa ensangrentada que sostenía entre sus manos y empezó a reírse como un maníaco; después la masticó y tragó ruidosamente.
Tanalasta sintió que las fuerzas abandonaban sus piernas y cayó a plomo al suelo. Ya no sentía ningún dolor, sino un entumecimiento frío bajo las costillas, allí donde Boldovar le había arrancado la vida, y un vacío cálido en el útero, sintiendo que el bebé irrumpía en este mundo al tiempo que ella lo abandonaba. Estiró las manos y sintió su cabeza, era como de cera, estaba caliente y era diminuta. Aquello sería cuanto tendría ocasión de saber de su bebé. La ghazneth había firmado su sentencia de muerte al engullir una parte de su interior, puesto que ni los sanadores más capaces del reino podrían salvar su vida sin disponer de todos sus órganos.
Pero el bebé sobreviviría, y gracias a él, toda Cormyr. Tanalasta se agachó con las escasas fuerzas que le quedaban, y vio que el bebé salía completamente libre de su interior. Se agitó y rompió a llorar. Ella intentó llevárselo al pecho, pero no pudo.
—Boldovar... —dijo con voz entrecortada—. Rey Boldovar el Loco. Te concedo... aquello que más deseas.
Boldovar se zafó de algunos clérigos guerreros que lo atosigaban, y levantó la cabeza para mirarla con sus ojos rojos, abiertos como platos.
—¡Silencio, furcia!
—Rey Boldovar el Loco, te concedo mi dolor.
La sombra abandonó el rostro de Boldovar. No dejó de forcejear, pero todos sus esfuerzos quedaron en nada, y algunos pedazos de su cuerpo salieron volando bajo el impacto de las espadas de los guerreros.
Tanalasta levantó los dedos, tanto como pudo para darles a entender su voluntad de que cesara el combate.
—Basta. Cogedlo.
Cesaron los golpes, y los clérigos guerreros procuraron inmovilizarlo contra el suelo a fuerza de apretar sus botas sobre él.
Al ver que Tanalasta no decía nada, el oficial Steelhand miró a su alrededor y descubrió que aún podía hacer algo por ella. Dejó a Boldovar a cargo de sus subordinados, se arrodilló junto a Tanalasta y cogió al bebé de entre sus piernas y se lo llevó al pecho.
—Gracias —dijo ella, antes de observar a Boldovar y, para su sorpresa, descubrir que las palabras fluían a sus labios sin dificultad alguna—: Rey Boldovar, como heredera de la corona Obarskyr y descendiente directa por parte de tu hermana, te perdono la traición cometida y te absuelvo de todos los crímenes que has cometido contra Cormyr.
Los ojos de Boldovar lanzaron un destello rojizo. Abrió la boca como si tuviera intención de objetar, y finalmente se convirtió en una nube de ceniza.
—Lo habéis hecho bien, princesa —dijo Steelhand.
Tanalasta quiso asentir, pero sólo pudo cerrar los ojos antes de perder por completo las fuerzas.
Steelhand esbozó una sonrisa, puesto que en calidad de clérigo supremo de Tempus, dios guerrero, había presenciado la muerte de un millar de guerreros y sabía reconocer una muerte digna cuando la veía. Colocó una mano enfundada en guantelete de malla sobre el trasero desnudo del bebé y lo acercó al pecho de la princesa. Después introdujo su pezón en la boca del retoño.
—Bienvenido, pequeño —dijo—. Larga vida al príncipe.
A
lusair tan sólo disponía de doscientos hombres, y la mitad de ellos estaban heridos. El resto de su compañía había caído víctima de las ingentes hordas que había en... bueno, dondequiera que estuvieran. No tenía ni la menor idea de dónde podían estar, excepto que estaba oscuro y lleno a rebosar de trasgos. Los miembros de la compañía no disponían más que de una flecha de punta de hierro por cabeza, flechas que guardaban como oro en paño. Después de ser perseguidos durante toda la noche (aunque nadie supiera a ciencia cierta qué suponía la noche en un lugar como aquél donde reinaba la oscuridad), finalmente ocuparon un terreno elevado y decidieron detenerse.
Habían levantado una muralla baja de piedra e iluminado el perímetro con luz mágica, pero esos pequeños canallas no cejaban de cargar cuesta arriba, oleada tras oleada, armados con pequeñas lanzas de hierro y espadas cortas del mismo material. Los Dragones Púrpura de Alusair estaban bien adiestrados, eran hábiles con sus armas y se encontraban en buenas condiciones, de modo que acabaron con todas las criaturas antes de que consiguieran superar el muro. Pese a ello, ni siquiera sus hombres eran perfectos, y cada tres minutos más o menos alguno de aquellos pequeños bastardos salvaba la barrera y atravesaba a uno de sus soldados con la lanza. Dentro de poco carecería de hombres para defender la barricada, y entonces las hordas emprenderían el último asalto y acabarían con todos ellos.