Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Ilberd esquivó a un trasgo chillón, resbaló y se encontró cara a cara con otro, cuyo rostro encajó primero su bota y después la espada.
—Cuidado, muchacho —gritó Lareth Galur a través del estruendo del acero que restallaba a su alrededor—. Mantén la posición... es difícil ensartar a estos trasgos cuando te revuelcas en el suelo como un...
Sus palabras, fueran cuales fuesen, se perdieron cuando el trasgo se ensartó a sí mismo en la hoja de su espada, otro hundió su acero en la entrepierna del Dragón Púrpura, y un tercero dio un salto para descargar un tajo en su rostro.
Galur giró sobre sí mismo, alzando las manos en busca de ayuda, y cayó boca abajo. Ilberd ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Todo había sido tan repentino. Repentino y mortal.
Y en el reino se decía que la princesa de acero hacía eso todos los días... vaya, que lo había hecho desde hacía años. Dioses, ¡tenerla cerca tenía que ser estremecedor!
—¡Atrás, muchacho, si no sabes qué hacer con eso! —rugió Hathlan Talar, que lo apartó con el hombro antes de malherir a tres trasgos con un amplio y único tajo. Tropezó con el brazo de Gulur, vio a quién pertenecía y maldijo como un demonio; después recogió la espada del amigo muerto, la arrancó de la cabeza del trasgo en la que estaba clavada y cargó colina abajo esgrimiendo ambas espadas como si de rayos se tratara. Los trasgos cayeron a su paso, mientras se adentraba más y más en las líneas enemigas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y maldecía a tal velocidad que las palabras se atropellaban al salir de su garganta.
Ilberd Crownsilver lo miró boquiabierto, y aún lo hacía cuando las mazas de los trasgos cayeron sobre Talar, antes de que un montón de enemigos se arrojaran sobre él y lo hicieran pedazos a fuerza de golpearle.
El joven Crownsilver arrojó su arma y echó a correr colina arriba, llorando. Tenía que alejarse de todo aquello, tenía que irse a donde fuera, a un lugar donde los hombres no murieran entre sollozos, sacrificada la vida por...
Una mano de hierro lo cogió por el hombro y lo zarandeó hasta que sus dientes castañetearon. Le dieron la vuelta con ambas manos, y lo pusieron con tal fuerza en el suelo que Crownsilver hundió ambos pies en el barro hasta la altura de los tobillos.
—Aún no es necesario formar la retaguardia, muchacho —gruñó el comandante Ilnbright—. Ahora es cuando más necesitamos mantener la línea en esta zona, para impedir que caiga por completo. Quédate aquí y mata a los trasgos, ¿de acuerdo? ¡No es tan difícil, sólo es necesario practicar un poco!
Puso la empuñadura de una espada en sus manos, y después la montaña de comandante se alejó para cubrir el hueco en la línea de Dragones que había dejado un soldado herido. Cayó media docena de trasgos antes de que el enemigo retrocediera colina abajo, entre gritos de rabia.
Ilberd tragó saliva, después sintió la ácida bilis en la garganta y quiso vomitar, pero no tenía nada en el estómago. Cuando pudo mantenerse de nuevo en pie, observó boquiabierto el borde de la colina.
El rey Azoun había perdido el yelmo en la refriega y sangraba por una oreja. La sangre que había surgido de un segundo tajo en la mejilla se estaba secando. Sostenía a un hombre gigante entre los brazos. Era el portaestandarte, Kolmin Stagblade.
Kolmin dio dos pasos, levantó la mirada hacia el cielo que se oscurecía y cayó sobre un costado con tal fuerza que Ilberd sintió temblar el suelo bajo sus pies. Luego quedó inmóvil. Azoun se inclinó sobre él y después se incorporó con una triste expresión. Las moscas comenzaron a zumbar sobre el cadáver.
Una repentina frialdad inundó el pecho de Ilberd Crownsilver. Fue en ese momento cuando abandonó la esperanza de hacer una entrada triunfal en los salones de su familia, y supo que nunca volvería a verlos. No saldría con vida del campo de batalla.
Las nubes cubrían el cielo, y también el sol, y en la súbita melancolía que sintió, Ilberd vio al comandante Ilnbright dirigirse hacia el rey. El viento agitó los mechones de pelo blanco que lucían ambos, y en aquel momento Ilberd se dio cuenta de lo viejos que eran. Llevaban cuarenta años, o más, luchando en campos de batalla como aquél.
Y aún seguían con vida.
Sonrió al pensar en ello, sintió que se le alegraba el corazón, y entonces reparó en otra cuestión. ¿Cuántos jóvenes nobles habrían luchado a su lado, y no habían despertado para ver la luz del sol?
Después de aquello pasaron tres horas desesperadas hasta que el comandante Ilnbright cayó muerto, rugiendo hasta el último aliento bajo una capa de trasgos. Ilberd mató al último de ellos, llorando de la rabia, cegado por el dolor.
Cuando levantó la mirada, fue para ver a unos sesenta hombres que aún seguían en pie a su alrededor o que permanecían sentados en el suelo; algunos gruñían a causa de sus heridas.
El campo que había al pie de la colina estaba cubierto hasta la altura de la rodilla de cadáveres de trasgo, y en algunos lugares se amontonaban hasta la altura de la cabeza. Pese a todo, se preparaba una nueva oleada, quizá compuesta por un millar de trasgos, que asomaba por detrás de la misma colina donde descansaba plácidamente el dragón.
—Ya está —dijo alguien en voz baja—. Estamos condenados.
—¿Cómo? —preguntó otro con un gruñido—. ¿O sea, que no tendré ocasión de llevarme a unos cuantos a casa para Malaeve, para que practique su guiso de trasgo?
Nadie se molestó en reír, pero hubo quien esbozó una sonrisa; algunos se levantaron para estirar los brazos y las piernas, en espera de la muerte que subiría por la colina para acabar con sus vidas.
—Por Cormyr —susurró alguien, casi en tono de plegaria.
—Por Cormyr —mascullaron una docena de gargantas a modo de respuesta. No sin cierta sorpresa, Ilberd descubrió que se había sumado a ellas.
De algún modo, los exhaustos soldados lograron frenar la siguiente oleada bañados en sangre, aunque uno de ellos yacía retorcido en el suelo, sollozando, con las tripas esparcidas sobre la hierba, rogando en voz alta que alguien, quien fuera, le rebanara el pescuezo para poner punto y final a su dolor.
El rey Azoun tomó un frasco del cinturón y lo acercó a los labios del soldado. La poción curativa no bastó para cerrar la herida, pero el dolor abandonó el semblante del guerrero, y el rey pasó un brazo alrededor de sus hombros para ayudarle a incorporarse. Allí seguían los dos de pie, conscientes del poco tiempo que les quedaba de vida, cuando estalló el trueno.
Los hombres levantaron la mirada para auscultar las nubes grises que cubrían el cielo como si tuvieran prisa por encontrarse en otro lugar, tan extensas como la marea de trasgos que los atacaba. Ningún relámpago hendió el cielo, y tampoco rompió a llover. ¿Estaría el dragón formulando un hechizo? ¿O sería obra del mago de la corte?
Ilberd se volvió hacia Vangerdahast, que había estado tumbado boca abajo, murmurando sus hechizos y leyendo los pergaminos durante todo el día. Había causado grandes bajas entre los trasgos que se encontraban en la lejanía, pero no había tomado parte en las refriegas de la colina. Si la fuerza de Cormyr en aquella cima se veía reducida aunque fuera en un solo hombre más, pensó el joven guerrero, el mago no tendría otra opción que empuñar la espada y luchar a su lado cuando volvieran a atacarlos.
El rumor del trueno se hizo más intenso, hasta convertirse en un sonido constante. El malvado dragón se había incorporado y retorcía el cuello para mirar a su alrededor. Remontó el vuelo tras batir las alas, y se perdió de vista tras la colina donde había descansado.
—¿Vuelven los elfos? —preguntó alguien cercano a Ilberd.
El trueno ascendió por la colina, empujando a su paso a un centenar de trasgos ante sí, aplastados bajo los cascos de los caballos. Los estandartes de los Dragones Púrpura flameaban por encima de las cabezas de los jinetes. Levantaron sus espadas y gritaron para saludar al rey. Después arremetieron colina abajo contra los trasgos.
—Gwennath —dijo Azoun—. Gracias a todos los dioses que nos vean, y a Tymora por encima de todos ellos, por tener un mariscal que sabe cuándo debe desobedecer órdenes.
—¡Ha vaciado Cuerno Alto! —gritó un capitán de guerra con alegría—. Mirad los estandartes, ¡han venido todos! —prorrumpió en sollozos, sin importarle que la mitad de los presentes vieran cómo sus lagrimas goteaban del mostacho.
Una figura enfundada en un peto negro cabalgaba al frente de aquella masa de caballeros, una figura que levantó un brazo delgado en dirección a Azoun mientras los jinetes limpiaban de trasgos el valle y empujaban al enemigo a la desbandada.
Azoun respondió al saludo, y rompió a reír.
En aquel instante el dragón rojo apareció ante sus ojos al superar la colina, armado de garras y colmillos con los que pasó a unos metros de altura de quienes iban a la cabeza de la caballería de Cuerno Alto. Entonces se arrojó sobre la vanguardia de caballeros cormytas.
Al levantarse de la confusión de caballos enloquecidos y el griterío, con las mandíbulas goteando sangre, el rey no alcanzó a ver la figura de negro. Cuando el wyrm se volvió en el aire y lanzó su aliento sobre los muertos y los vivos, no quedaron más que cuerpos negros que despedían penachos de humo.
—Así murió Gwennath, noble señora, mariscala de Cormyr —murmuró junto a Ilberd un caballero—. Que cabalgó desde Cuerno Alto para ganar la batalla para nosotros, y perdiendo su vida en el empeño.
—¿Para ganarla? —gruñó alguien—. Discúlpame si me mienten los ojos, pero creo haber visto a cierto dragón...
El malvado dragón se volvió en el aire con elegancia y cayó de nuevo sobre la caballería, a la que atacó por retaguardia igual que ésta había hecho con los trasgos. Dio una voltereta y cayó a ras de suelo, que tembló a su paso, mientras batía la mandíbula como un perro que mordisquea una mosca. Una nube sangrienta se elevó a modo de estela mientras abría un surco entre el enemigo por el campo de batalla.
Finalmente, los cadáveres amontonados le impidieron el paso; remontó el vuelo dispersando a quienes le arrojaban sus lanzas con un barrido de la fuerte cola. Después voló en círculos, observando a quienes morirían bajo sus garras o su mandíbula a la siguiente pasada, o a la otra.
Quizá Gwennath hubiera muerto, pero al menos había preparado una trampa a su asesino. El enorme dragón rojo apenas caía por segunda vez sobre la caballería, cuando surgió un destello de sus apretadas filas, seguido por otro.
—¡Magia! —gritó alguien en la cima.
—¿Señor mago? —preguntó otro a gritos. Vangerdahast asomó la cabeza y se limitó a afirmar—: Así es. Magia.
Siguieron observando el vuelo del dragón, de figura monstruosa y terrible recortada contra el cielo, imperturbable, con las garras extendidas y la mandíbula abierta a medida que cerraba sobre el suelo, con los ojos en blanco.
—¡Está hechizado! —gritó alguien con enorme satisfacción cuando los jinetes se dispersaron en el valle.
El dragón cayó de cabeza en el valle.
El suelo tembló, y muchos de los hombres que observaban desde la colina perdieron el equilibrio cuando el suelo tembló bajo sus pies. Quienes lograron mantenerse en pie vieron a los hombres y los caballos saltar indefensos por los aires, azotados por el dolor y la desesperación en un vano intento por agarrarse a algo en el caos al que se precipitaban sin remedio.
El suelo tembló durante largo tiempo. El wyrm, rígidas las alas, se deslizó por el suelo como un arado gigante, profiriendo un grito que era muy parecido al sollozo de una mujer, mientras a su paso surgía una enorme nube de polvo y barro.
La tierra llovió sobre la colina, y los hombres profirieron juramentos y levantaron las manos demasiado tarde para cubrirse los ojos. Fue como si la propia tierra gruñera y respondiera a la queja desde todas y cada una de las colinas que rodeaban el valle. Finalmente, el malvado dragón quedó inmóvil.
Sonó un cuerno incluso antes de que el wyrm dejara de moverse, y los lanceros del valle espolearon sus monturas para emprender una carga que terminaría dando vueltas a las escamas, buscando con sus lanzas un punto por el que penetrar la armadura del dragón.
Éste se retorció cuando los jinetes lo rodearon por todas partes; se inclinó una, dos veces, y después rodó sobre sí mismo y se retorció para aplastar a jinetes y caballos. Golpeó, azotó con su cola a los cormytas, arrojó sus cuerpos como muñecas rotas en todas direcciones y, finalmente, se enderezó.
Ilberd casi podía jurar que el malvado dragón esbozaba una sonrisa torcida al batir sus alas, apartando a los hombres y los caballos como si no fueran más que un montón de juguetes despreciados, y despejó una amplia zona a su alrededor. Se irguió sobre los cuartos traseros y batió sus alas con más fuerza. No se había librado por completo de la magia al levantar el vuelo, y durante el mismo titubeó hasta alcanzar la cima de su colina, donde cayó al suelo con fuerza.
La bestia yació inmóvil, a excepción del costado, gracias al cual pudieron ver que no había dejado de respirar. Los de la colina vieron que en las escamas tenía clavadas innumerables lanzas.
—Por nuestra sangre —gruñó un capitán, satisfecho—. Vayamos allí y rematemos la faena.
Y así lo hicieron cuando uno de los comandantes de lanzas extendió el brazo y señaló en la lejanía.
—¡Dioses del cielo! ¡Vienen más!
Al mirar en la dirección que señalaba, hacia la colina donde había caído el dragón, vieron que venían más trasgos: una marea de rostros descansados, escudos y aceros dispuestos a entrar en combate.
Los hombres de la colina se detuvieron indecisos, todos excepto el rey y el mago, que siguieron adelante sorteando los cadáveres de los trasgos, para descender por la colina hacia aquel valle bañado en sangre. La caballería volvió grupas por donde había venido, buscando más trasgos a los que matar o quizás un lugar donde ocultarse del dragón rojo.
Los comandantes intercambiaron las miradas; después repararon el rey y el mago, y volvieron a mirarse. Los maltrechos supervivientes se encogieron de hombros sin poder hacer nada, excepto descender de nuevo por la colina.
—¿Rey Azoun? —llamó uno de ellos.
—¡Adelante! ¡Aún no hemos terminado el trabajo! —respondió el rey con determinación.
—Cara es la gloria —gruñó Ilberd Crownsilver cuando descendía procurando no resbalar por la ladera, y se encontró junto al rey—. ¿Es que no hemos matado ya suficientes trasgos?