Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—Por esa amistad —gruñó con una mirada de la cual surgieron llamas al clavarla en el mago—, te encargo que utilices tu magia para concentrarte y ponerte en contacto con mi hija Tanalasta: dile que ha llegado el momento de ceñir la corona y... regir.
Alguno de los allí reunidos ahogó un grito.
—Oh, sí —dijo Azoun, que asintió como para despejar cualquier duda que pudiera haber—. Estoy acabado. El rey anciano pero tozudo que se niega a rendir la espada está a punto de ser vencido. Ni toda tu magia, Vangey, ni toda la magia de Faerun, podrían salvarme. Tana debe regir. Díselo.
El mago asintió lentamente, y extendió de nuevo la mano. Azoun le miró fijamente.
—¡Díselo! —ordenó.
Vangerdahast tocó con sus dedos al rey. Azoun fue sacudido por un temblor, y se envaró como si hubiera caído en un estanque de agua helada, torciendo el rostro en una mueca de silencioso dolor.
Uno de los capitanes del rey, un joven apellidado Crownsilver, se acercó con la daga desenvainada tras proferir un juramento, pero se detuvo cuando Azoun se lo ordenó con un gesto. Rey y guerrero hablaron en comandita, uno cansado, el otro furioso.
—¿Qué tenéis ahí, mago?
—Mi mayor tesoro —respondió Vangerdahast en un tono de voz que por un momento pareció propio de una mujer a punto de romper a llorar—. El único hueso que pude encontrar de la mago Amedahast. Conserva un resquicio de su poder... creo.
Ilberd Crownsilver retrocedió un paso mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Vangerdahast levantó la masa informe y amarilla que cubría el pecho de Azoun, donde parecía que sus heridas tan sólo despedían un hilo de humo, y tocó sus labios con el objeto. El rey se envaró.
Los hombres observaban como silenciosas estatuas.
Desapareció el dolor lacerante de los ojos del rey, fundido como la sombra que huye ante el sol. Los presentes ahogaron un grito, y se oyeron más juramentos mascullados en la cima de la colina.
El rostro del rey recuperó el color, y sus labios secos y ensangrentados se recompusieron. Quienes lo observaban se inclinaron boquiabiertos, mientras el mago seguía de pie ante Azoun con la mano extendida hacia él, como si se arrojara a fondo con la espada, sin soltar la mandíbula del soberano.
El rostro de Azoun también traslucía un completo asombro. Aspiró hondo, muy hondo y lentamente, y los presentes vieron que las cenizas desaparecían de su piel, para transformarse en un amasijo de carne sana. Los viejos músculos se tensaron, pero mientras Ilberd Crownsilver aspiraba aire en los pulmones para lanzar un exultante grito de alegría, el talismán se desmenuzó: el hueso amarillento se convirtió en un polvillo de color pardo que fue arrastrado por el viento. Los dos ancianos cruzaron una mirada sorprendida. No volvieron las cenizas y las graves heridas al lugar que habían ocupado, pero tampoco remitieron más.
Al cabo de un instante, Vangerdahast bajó la mano vacía.
Azoun sacudió lentamente la cabeza.
—Mucho me temo que esta vez no haya nada que hacer —dijo tranquilamente, con una sonrisa en los labios.
Vangerdahast permanecía inmóvil y mudo.
—¿Piensas obedecerme de una vez, viejo amigo? —preguntó olvidada la sonrisa—. ¿Por el reino?
—Por supuesto —respondió el mago, cuya voz parecía el chirrido de los goznes de una puerta muy antigua.
Vangerdahast se volvió lento como una montaña, y se alejó una docena de pasos, levantando la palma izquierda de la mano para canalizar el hechizo que estaba dispuesto a formular. No prestó mayor atención a los gigantes en armadura que encontró a su paso, y que se derritieron o trastabillaron para apartarse como si fuera el dios de la guerra en persona.
Todos a excepción de uno.
Una solitaria figura se acercó a Vangerdahast, bloqueándole el paso. Alzó una mano consiguiendo que Vangerdahast perdiera la concentración. El mago real levantó la cabeza, con ojos oscuros de rabia.
—Ahórrese el hechizo —murmuró Alusair—. Antes he intentado ponerme en contacto con Tanalasta, y no he recibido otra respuesta que el silencio —dijo con dificultad, mientras algunos de los capitanes se acercaban para escuchar lo que pudiera decir al respecto.
Quizá Vangerdahast tuviera aspecto de ser un eremita anciano y cubierto de harapos, pero al volverse lentamente para observar a los guerreros que se acercaban con el magnífico blasón del dragón púrpura en el pecho, sus ojos reflejaban una gran frialdad. Los caballeros hicieron ademán de retroceder ante su mirada.
—Secretos del reino —dijo el mago secamente, y al oír sus palabras se retiraron dos pasos al unísono como perros amaestrados, dejando de nuevo a solas a Vangerdahast y Alusair.
—Probaré con vuestra madre —masculló el mago sin mirarla, y cuando Alusair echó la cabeza hacia atrás para coger aire, descubrió que el cielo estaba cubierto de lágrimas. Cayó en la cuenta de que estaba llorando, y que por su rostro corrían tales lágrimas que goteaban por su barbilla.
La princesa de acero se pasó el antebrazo por el rostro, sin preocuparse siquiera de que la armadura pudiera provocarle alguna herida en la piel, y sacudió también la cabeza como hace un perro recién salido de un estanque. Su empañada visión se aclaró lo suficiente como para poder ver a los capitanes más cercanos, cuyos rostros también estaban anegados por las lágrimas. Eran conscientes de lo que iba a suceder en aquella colina.
Unos hilos argénteos de brisa ondeaban sobre los hombros de Vangerdahast: era la magia que empleaba cuando quería hablar en voz alta con alguien lejano, al tiempo que ocultaba sus palabras y su rostro de quienes se encontraban cerca. Las expresiones de suspicacia se multiplicaron entre algunos capitanes que observaban la formación y danza de aquellos filamentos. Alusair los miró a los ojos y extendió la mano para tocar el cuello del mago y asegurarse de que también ella disfrutaría de intimidad. Por toda respuesta, Vangerdahast se limitó a acercarse a la princesa.
«Filfaeril», dijo el mago con seriedad y sin preámbulo, sin observar los formalismos de rigor. «Tu esposo Azoun está a las puertas de la muerte, y no puedo darte esperanzas sobre su recuperación. La magia de que está imbuido lo mantiene en vela y hace difícil el que podamos acercarnos, pero la última vez que he hablado con él me ha contado lo valioso que ha sido tu amor para él, y me ha pedido que te enviara su postrer saludo. También me ha ordenado averiguar, y contarle, qué ha sido de Tanalasta y del bebé. ¿Qué noticias tienes?»
«Buen Vangerdahast», respondió la voz fría de la reina que, a juzgar por la claridad con la que la oía, podía haber estado allí mismo. «Mi hija mayor ha muerto, murió fiel a su deber y lo hizo sin miedo, después de destruir a Boldovar para salvarnos a todos los presentes; el bebé ha sobrevivido. Es niño, otro Azoun para Cormyr. Te ruego, si tu sabiduría ha procurado la intimidad de nuestra conversación, que no apesadumbres el corazón de mi amado señor Azoun con las noticias de la muerte de su hija, en estos sus últimos momentos. Tú... tu...» La voz de Filfaeril tembló como una hoja al borde del sollozo, fue sólo un momento, pero entonces volvió a recuperar el aplomo que la caracterizaba. «Dile, Vangey, cuánto le amo. Adiós, mi Azoun. Nuestro amor perdurará aun cuando nuestros cuerpos no lo hagan.» Su voz se desvaneció en el aire, y su último ruego fue para Vangerdahast. «Si me amas, venerable mago, ¿no podrías traerlo a mi lado?»
Alusair sintió que un temblor sacudía a Vangerdahast de los pies a la cabeza, señal de la desesperación y la impotencia que lo atenazaban. Finalmente, el mago consiguió dominar sus sentimientos.
«Oh, señora reina, no me atrevo a intentarlo por temor a arruinarnos todos, y más que a nadie a tu otra hija. Si esta magia se torciera...», susurró con férrea determinación, inclinando la cabeza.
«Comprendo», susurró a su vez Filfaeril. «Oh, dioses, Vangey, mantén a salvo a Alusair y... alivia la muerte de mi Azoun. Si dispones de magia, después, muéstrame cuanto viste y pensaste de su muerte, te lo ordeno. Quiero verlo. Debo verlo.»
«Así será, mi señora», aseguró Vangerdahast. «Adiós.» Concluyó el hechizo con gesto cansino, y se volvió a Alusair:
—Por la seguridad de la corona no me he atrevido a traerla aquí —dijo avergonzado—. Quiero que sepáis...
Alusair se apartó de él, pero no lo hizo con el gruñido de rabia que él había esperado. En lugar de ello, se puso de cuclillas apoyada en el acero desenvainado, como el resto de capitanes que habían subido a la colina, a la espera de lo que tuviera que suceder. El mago miró a su alrededor.
La princesa de acero observaba una caótica luz que lo iluminaba todo a cierta distancia colina abajo, luz propia de una manifestación mágica.
—Teletransportación —advirtió en voz alta Vangerdahast, con tal de identificar la magia para quienquiera que no la hubiera reconocido aún—. No ataquen hasta que les dé...
—¡Silencio, mago! —gritó uno de los capitanes que clavaban la mirada en el intermitente fulgor. Su voz cayó hasta convertirse en un susurro, aunque Vangerdahast no le prestó atención, tan concentrado como estaba en aquella manifestación mágica—. Aunque sólo sea por una vez...
Varias cabezas se volvieron hacia el mago para ver cómo reaccionaría, pero su rostro permaneció impávido cuando dio algunos pasos de lado para colocarse entre la magia en ebullición y el rey malherido. Vangerdahast entrecerró los ojos ante la intensidad de los destellos, después suspiró y retrocedió un paso con expresión malhumorada, pero fue tan fugaz aquella expresión que después Alusair no tuvo la seguridad de si lo había visto o lo había imaginado.
Algunos de los veteranos capitanes de Cormyr no fueron tan discretos. Parecían llevar escrito el enfado y el desdén en la frente cuando los clérigos cormytas de elevada condición, pertenecientes a diversos credos, aparecieron salidos del chisporroteo y los destellos mágicos generados por la teletransportación colectiva. El sabio Thaun Khelbor de Deneir, con el miedo en la mirada, miró a uno y a otro lado y comprobó los resultados de la batalla, antes de que el montero mayor de Malar lo empujara del hombro, personaje que a su vez se encontró en la estela de Aldeth Ironsar, leal martillo de Tyr. Evidentemente, los magos guerreros que los habían enviado allí carecían de los conocimientos mágicos necesarios para enviar con ellos a los clérigos que servían en calidad de estado mayor y que los acompañaban allí dondequiera que fueran.
—Aquí llegan los buitres —dijo en voz alta uno de los capitanes mientras se envainaban muchas espadas, que no todas las que estaban prestas para el combate en aquella colina.
—Eso —dijo otro con amargura—, ahora que ya está todo dicho.
—¿Quién ha dicho eso? —inquirió el clérigo supremo de la diosa de la fortuna, volviendo la cabeza hacia los soldados.
Por espacio de un largo y frío instante no hubo respuesta, y el ambiente se volvió más gélido.
—Yo —respondieron al unísono y armándose de valor una docena de hombres con la armadura ensangrentada.
Manarech Eskwuin se puso pálido y apartó la mirada rápidamente para reemprender el paso colina arriba, al igual que sus compañeros, hacia la tienda donde yacía el rey. Como si la magia que lo había llevado allí lo recubriera de nuevo, las llamas y la luz iluminaron el cuerpo de Azoun, que profirió un gruñido y se retorció de dolor, tumbado en el lecho de escudos. El veneno de la sangre del dragón no había remitido.
—¡Abran paso! —ordenó el clérigo supremo de Malar—. Henos aquí llegados en este momento de necesidad para Cormyr, con el propósito de sanar al rey.
—No se trata de una simple curación —advirtió Vangerdahast, que no se movió un ápice. Detrás de él, un ruido sibilante surgió de la boca de Azoun, y pequeños penachos de humo y chorros de fuego prendieron bajo sus talones. La magia también lo devoraba por dentro.
—Me temo que no hay nada que puedan hacer por él, señores —dijo educadamente el mago—, salvo dejarle morir con la dignidad que con tanto valor se ha ganado.
Entonces, algunos de los capitanes se acercaron al mago para formar a ambos costados, movimiento que impidió la entrada de los clérigos. Sin embargo, hubo otros que lanzaron miradas suspicaces a Vangerdahast, y se oyeron murmullos como «¿Negarle al rey la curación? ¿Qué traición es ésta?».
Augrathar Buruin, montero mayor de Malar, levantó una mano en un gesto autoritario. La llevaba enfundada en un guante, en cuyos dedos había cosido las garras de un gran felino, y cuyo dorso iba acolchado con cendales de aves. Señaló al mago de la corte, y movió el brazo a un lado sin dejar por ello de señalar. Había burla en su rostro, y sus ojos lanzaron un destello de desprecio.
—¡Atrás, Vangerdahast! —gritó.
El anciano vestido con harapos ni se movió ni habló.
—En estos menesteres, mago —dijo el montero mayor—, es usted tan ignorante como un simple cortesano. Apártese y llévese con usted sus fútiles hechizos. El divino poder de Malar prevalecerá, como siempre ha sido... y como siempre será.
Un aumento de la intensidad de la luz a espaldas del de Malar atrajo las miradas atemorizadas de los clérigos, cuyos rostros se tensaron. La luz dibujó el contorno de una figura, y después se llenó de caprichosas chispas. De su interior surgió un hombre embutido en armadura ensangrentada. Llevaba la cabeza descubierta, su rostro mostraba la curtida calma del guerrero veterano y la espada en miniatura que flotaba de pie frente a su peto lo identificaba a ojos de todos los presentes como un comandante, un clérigo de Tempus que había llegado tarde a la función. En este campo de batalla, él tenía preferencia dado su rango, pero el montero de Malar no dio muestras de haber advertido su llegada, sino que se limitó a hacer un gesto impaciente a Vangerdahast insistiendo en que se apartara.
Algo que pudo ser una sonrisa cruzó por la cara del mago, y sin volverse, retrocedió tres lentos pasos.
El señor montero levantó la barbilla en un gesto triunfal.
—Oh, Malar, gran señor de la sangre y señor de todas las cazas, tal y como ha hecho este rey, vuelve ahora tu mirada sobre tus fieles súbditos en esta hora aciaga para el reino y concede a tu siervo tu favor especial. Que la fuerza del león, la flexibilidad de la pantera y la resistencia del oso polar fluyan a través de mí en este momento, para ayudar al buen monarca en este momento de necesidad.
El hechizo de curación no requería de la invocación ni de los grandilocuentes gestos que siguieron, pero nadie se movió ni habló mientras el montero completaba lo que con toda seguridad se convertiría en la invocación más espectacular de toda su sagrada carrera. Extendió ambas manos sobre Azoun, manos imbuidas de un fuego purificador de llamas blancas.