Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—No estamos aquí para cubrirnos de gloria, muchacho —gruñó Azoun—, sino porque Cormyr nos necesita. Al menos, ésa es la razón de mi presencia aquí.
El joven soldado lo contempló durante unos latidos de corazón, cada vez más pálido, y entonces, de pronto, inclinó la cabeza y siguió descendiendo por la colina.
Cuando llegaron al arroyo teñido de sangre, el rey volvió a desnudar la espada.
T
analasta apenas reparó en el tañido de la campana de la ghazneth. Permanecía sentada, acurrucada en el cómodo sillón de lectura que había en el estudio de Vangerdahast, mirando el espacio que Owden y sus clérigos ocupaban hacía un momento, antes de desaparecer. La cabeza le daba vueltas, tenía el estómago revuelto y la impresión la había aturdido. Lo que acababa de suceder parecía impensable, inconcebible que su esposo se hubiera convertido en una ghazneth. Parecía imposible que Owden y los demás hubieran sido absorbidos a través del portal, por el mundo oscuro que habitaba Rowen.
Clagl se volvió en la ventana donde montaba guardia.
—Vuestro plan ha funcionado, alteza —dijo—. Boldovar ha ignorado el palacio y se dirige hacia aquí. En este momento sobrevuela la torre. —El joven clérigo esperaba una respuesta. Al no escuchar ninguna, preguntó—: Alteza, ¿qué pensáis hacer?
Tanalasta se sentía vacía y enferma por dentro. De haber prestado atención a Owden, él y su compañía estarían allí con ella. Pero había optado por hacer caso omiso de sus advertencias y entregarse a sus impulsos egoístas y a las mentiras de Vangerdahast, y declarar que era imposible que Rowen se hubiera convertido en una ghazneth. Qué estúpida había sido. Quizá Vangerdahast fuera implacable y manipulador, pero hacía lo que creía correcto para Cormyr. Al desconfiar de él había condenado a Owden y a sus clérigos a un infierno que tan sólo podía imaginar. Peor aún, había perdido a una docena de hombres y mujeres leales cuando Cormyr más los necesitaba.
—Está volando más bajo —informó Clagl. Descendió del alféizar de la ventana y se acercó hacia Tanalasta, cogiéndola del brazo—. Tenemos que salir de aquí.
—No. —La princesa se apartó de él—. Voy a destruir a esa ghazneth. —Desenvainó una espada corta de hierro que guardaba en el ataúd donde se suponía que debía ocultarse, y después cogió un par de esposas de plata que Vangerdahast guardaba en su escritorio—. No pienso huir corriendo... no después de lo que he hecho.
—No se trata sólo de vos, alteza —dijo Clagl, inflexible. Al igual que la mayoría de clérigos de Owden, hablaba como un igual a Tanalasta sin temor a ser recriminado. El clérigo señaló la barriga de la princesa—. Pensad en vuestro bebé. No podéis arriesgar su vida con tanta temeridad.
—Este bebé no es la cosa más importante del reino —replicó Tanalasta, cada vez más furiosa—. Ningún hijo de un traidor ocupará el tro...
Tanalasta no concluyó la frase al ver la conmoción que traslucía el rostro de Clagl, y también al reparar en lo que estaba diciendo. Estaba furiosa con Rowen y consigo misma, no con el bebé. La criatura no tenía la culpa de que su padre los hubiera traicionado, a Cormyr y a ella, y aunque jamás se sentara en el trono dragón (y Vangerdahast se encargaría de ello), ella aún era su madre. Aún lo quería. Aún tenía que mantenerlo a salvo, lejos de todo mal.
Oscureció en el interior. Tanalasta levantó la mirada y vio la figura negra de Boldovar que pasaba por la ventana con su mirada fiera de ojos carmesí bajo el halo de pelo negro y enmarañado. En mitad de la barba descuidada lucía una boca en forma de media luna, y la lengua roja y larga asomaba por entre los colmillos macilentos, en una clara burla dirigida a la princesa.
Clagl ajustó las solapas de la capa de Tanalasta.
—El bolsillo de huida. Yo lo entretendré.
La cámara volvió a iluminarse cuando Boldovar pasó de largo. Cayó sobre un ala y sobrevoló el Lago Azoun para tomar el rumbo directo hacia la ventana. Clagl se volvió con intención de acercarse a ella, pero Tanalasta le cogió de la manga.
—No. —Le empujó hacia el ataúd de hierro que servía de escondite, colocado de pie en una esquina—. Es necesario proteger al bebé, pero también lo es proteger a Cormyr.
El clérigo la miró confundido.
—Sólo somos dos. ¿Cómo vamos a...?
—Vamos a entretenerlo —lo interrumpió Tanalasta. Entró en la caja, y atrajo hacia sí al clérigo, envainando de nuevo la espada corta—. Hasta que sepamos qué sucede en la batalla contra Nalavara, tenemos que retener aquí a Boldovar.
—Muy bien. —Clagl tragó saliva.
Deslizó la barra que cerraba la caja empujándola en la oscuridad, y justo después sonó el aleteo de unas alas cuando Boldovar penetró en el interior de la sala.
Tanalasta cerró el broche de la garganta de su capa y dibujó en su mente el rostro magullado del clérigo Steelhand. Sintió la inyección de aquella magia cálida inyectada en su cabeza, y entonces Steelhand arqueó sorprendido ambas cejas.
«Traed una docena de clérigos de guerra a la torre de Vangerdahast, ¡y a nadie más!», ordenó Tanalasta, hablándole a través del pensamiento. «Estamos solos y Boldovar está aquí.»
«Dos minutos», respondió el clérigo guerrero.
A la princesa le hubiera gustado saber cómo pretendía alcanzar la torre de Vangerdahast en tan sólo dos minutos, pues al menos había una carrera de diez minutos desde la puerta más cercana y a través del puente. Lo más probable es que tuviera intención de ordenar a algunos magos guerreros que teletransportara a su unidad a un lugar cercano, y después cubrir a la carrera el resto del camino. Eso suponía que Tanalasta tendría que esforzarse por distraer la atención de Boldovar con la magia disponible en el interior de la habitación.
Afuera del escondrijo, los pies con garras de Boldovar empezaron a deslizarse por el suelo. Tanalasta sacó el anillo de comandante del bolsillo y se lo puso para susurrar después: «Luz real».
Una luz espectral y azulada iluminó el interior de la caja, y el rostro atemorizado de Clagl. El joven clérigo tenía una mano en la cerradura de hierro, como si con ello bastara para mantener cerrada la puerta si fallaba la barra de hierro. Con la otra mano sostenía con fuerza la maza contra el pecho. Los pasos de Boldovar se acercaron, y a juzgar por lo que pudieron oír, la ghazneth husmeó el contorno de la caja.
—¡Magia! —exclamó con voz ronca—. ¡Huelo a magia... y magia tendré!
Deslizó las garras por la puerta del ataúd de hierro, y un chirrido ensordecedor reverberó en su interior. Tanalasta oyó que a Clagl le castañeteaban los dientes, después sintió que le cogía del brazo para proporcionarle firmeza y se dio cuenta de que era ella quien temblaba. Boldovar profirió un gruñido furioso e intentó abrir la puerta por todos los medios. Zarandeó la caja hasta tal punto que estuvo a punto de caer, y cuando volvió hacia atrás, chocó contra la pared en la que se apoyaba. Tanalasta se golpeó la nuca en el acolchado de cuero y empezó a lamentarse.
Sintió una tirantez súbita en el abdomen, seguida de una calidez líquida en la entrepierna.
—No. —Aquél no era momento.
Boldovar intentó de nuevo abrir la puerta, pero después, cada vez más frustrado, arremetió contra la caja con toda la fuerza de su peso. Tanalasta encajó el golpe en el estómago y sintió que el bebé devolvía la patada. Las contracciones no cesaron. Sonó un estampido a sus espaldas cuando Boldovar se encaramó a la caja. La ghazneth pasó las garras por el borde de la puerta, en busca de un punto débil.
—Puedes ocultarte, pero no esconderte —rió Boldovar, cuyas palabras no tenían el menor sentido—. Huelo la magia... te huelo a ti, ¡y dentro de poco tendré ambas cosas!
El chirrido se convirtió en un golpeteo agudo, y de pronto cesó por completo, reemplazado por una pataleta infantil de golpes con pies y manos. Hacía tal estruendo, que Tanalasta creyó que el grueso techo de hierro cedería bajo los golpes de la ghazneth. También se agudizaron las contracciones, produciéndole tal dolor que no pudo reprimir los gemidos.
—¿Princesa? ¿Qué...?
El resto de la pregunta formulada por Clagl se perdió bajo el estruendo de los puñetazos de Boldovar, a quien las muestras de dolor de Tanalasta parecían haber llevado a la locura. El golpeteo se desplazó hasta la altura de sus pies, y la parte superior de la caja se inclinó. La princesa apenas tuvo el tiempo suficiente para levantar las manos, antes de que la caja empezara a rodar por la habitación.
Dejaron de moverse al chocar contra la pared que había enfrente, donde quedaron boca abajo e inclinados. El dolor que sentía la princesa en el útero era insoportable, y tenía que gritar o estallaría. Algo iba mal. Había roto aguas, el parto era inminente.
—¿Princesa? ¿Qué sucede?
Tanalasta logró convertir un grito en una única palabra.
—¡Bebé!
La respuesta de Clagl se perdió en el estruendo del pie de Boldovar al golpear la chapa de hierro a la altura de sus tobillos. La caja se separó de la pared y cayó al suelo, después rodó por la habitación y quebró a su paso las patas de una mesa. Se produjo una quietud escalofriante, y Tanalasta sintió como si alguien hubiera dejado caer una puerta sobre su estómago. No había contracciones, nada de las tiranteces rítmicas que su comadrona le había explicado que sufriría. Sólo un dolor terrible y constante, que empeoraba a cada momento que pasaba, y la extraña sensación de que todo su cuerpo, bajo la cintura, se estaba tensando.
Clagl colocó su mano en el útero y empezó a tantear suavemente en la entrepierna, bajo la barriga. El grito de Tanalasta se transformó en un gruñido, no porque cediera el dolor, sino porque se había quedado sin aliento. Oyó su respiración que aumentaba el ritmo, tragó saliva y comprendió que empezaba a dejarse llevar por el pánico, ante lo cual no hizo sino respirar más deprisa.
Una cacofonía lejana de voces ahogadas ganó en intensidad a los gemidos quedos de Tanalasta, y supo que los hombres del clérigo Steelhand se encontraban en la calle, al pie de la torre. Boldovar guardó un silencio ominoso, quizá porque se había acercado a la ventana para descubrir a qué obedecía aquel ruido. La princesa confiaba en que fuera eso lo que estaba haciendo, y no pensando en la manera de salvar la protección de hierro de la caja donde se ocultaban. Ahora, cuando más necesitaba de la fortaleza, tanto por Cormyr como por sí misma, era cuando más vulnerable e indefensa estaba desde que había comenzado la crisis.
Finalmente, Clagl apartó su mano.
—Sé que duele, pero no debéis asustaros. Tan sólo estáis dando a luz. Todo irá bien.
—¡No me mientas! —gritó Tanalasta, más para expresar su temor que el hecho de que no le creyera—. No se trata de un parto. ¡Mi comadrona me dijo qué era lo que debía esperar!
—En tal caso, estoy seguro de que también os diría que cada nacimiento es distinto. —Clagl apoyó su mano en el brazo de Tanalasta para darle ánimos—. La ghazneth parece haber acelerado un poco el vuestro.
—¡Entonces detenedlo! —¿Cómo su cuerpo podía hacerle tal cosa? ¿Cómo podía escoger aquel momento para traicionarla?—. Éste no es el momento para que nazca el bebé.
—Me temo que no tenemos elección —susurró Clagl—. Yo me quedaré aquí para despistar a la ghazneth. Quizá deberíais recurrir al bolsillo de huida...
La sugerencia del clérigo fue interrumpida por un grito angustioso. Pero en aquella ocasión no correspondía a la princesa.
—Tanalasta... no levantes la puerta. —La voz era ronca y le pareció familiar; tenía ese acento del norte que la princesa hubiera reconocido en cualquier parte—. Hagas lo que hagas, quéda...
El ahogado crujido de un hueso roto interrumpió de pronto sus palabras.
—¿Qué me dices del trueque, muchacha? —preguntó Boldovar—. ¿Un marido a cambio de un par de anillos y una capa de mago?
Se oyó otro crujido, cuya intensidad hirió a Tanalasta en el corazón.
—Decide pronto —dijo de nuevo Boldovar—. Sabrás que la paciencia no es una de mis virtudes.
Los pensamientos de Tanalasta se hundieron en la espiral de la confusión. La voz del prisionero de Boldovar parecía corresponder a Rowen, pero era imposible. Rowen era una ghazneth, y estaba prisionero en el mismo agujero donde había estado Vangerdahast, ¿o no? Owden le había explicado cómo se las había apañado Xanthon para hacerse pasar por ella en la batalla del pantano del Mar Lejano. Después de todo, quizá la ghazneth de la caverna no fuera Rowen. Quizá Vangerdahast le había dicho la verdad desde el principio.
Aterrorizada por el desarrollo de los acontecimientos, así como por la facilidad con que se le habían escapado de las manos, Tanalasta se libró de la capa y se quitó también el anillo de comandante.
—Tenemos un... trato —dijo entre dientes, no sin cierto esfuerzo—. Suéltalo.
—Tanalasta, no...
El grito de Rowen fue ahogado por una fuerte palmada que resonó en la estancia. Un cuerpo cayó pesadamente sobre las estanterías y después sobre el suelo, donde yació gimiendo de dolor, junto a la caja.
—Ya lo he soltado —dijo Boldovar—. Ahora dame tu magia o terminaré lo que he empezado.
Tanalasta hizo un gesto a Clagl para que corriera la barra que cerraba la puerta de la caja, pero éste la cogió de la muñeca.
—¿Qué hacéis?
—¡Necesito a Rowen! —respondió. Si tuviera a Rowen a su lado, recuperaría las fuerzas y el control de la situación—. No permitiré a Boldovar que... mate a Rowen.
—No haréis nada. —Clagl acercó la mano de la princesa al símbolo sagrado que colgaba de su cuello—. Rezad.
—Pero...
—No permitáis que Boldovar os engañe —susurró Clagl—. Rezad una plegaria, y ya veréis... o abrid la puerta y permitid que maten a vuestro hijo.
El clérigo soltó la mano de Tanalasta, que durante algunos segundos sintió tentación de abrir la puerta.
—¿Qué sucede? —preguntó Boldovar. Se produjo un golpe, seguido de un gruñido—. Me aburro.
—Chauntea, cuida de mí —susurró Tanalasta, apretando entre sus manos el símbolo sagrado.
Entonces se percató de que el siguiente golpe correspondía al batir de alas que dan contra una pared, y no a un hombre al que se golpea.
—¡Arg! —La voz era falsa, y no se parecía en nada a la de Rowen—. ¡Tanalasta, no! ¡No te muevas de donde puedas estar a salvo!
—¡De acuerdo! —respondió ella. Seguía estando aterrorizada, pero tuvo la sensación de haber recuperado un poco el control de la situación... si al menos su cuerpo estuviera dispuesto a cooperar. El dolor la atenazaba en la cintura, y sentía cómo se deslizaba el bebé en su interior hacia el mundo exterior. Al luchar por mantener el control de sus propias emociones profirió un grito—: ¡Sé quién... eres, maldito... gusano!