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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (51 page)

BOOK: La muerte del dragón
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—Te ataco afligido —jadeó cuando la luz dorada lo envolvió de nuevo—, y me disculpo ante ti en nombre de Andar Obarskyr, por los pecados de mi padre y demás antepasados que hayan podido guardar el secreto de lo que éste hizo, y también por toda la responsabilidad que me pueda corresponder. ¿Podría el hecho de ofrecerte mi vida en pago de la de tu amado terminar con todo esto?

El dragón rojo echó la cabeza hacia atrás y le miró asombrado mientras arrastraba el ala rota.

—¿Qué has dicho, humano?

Azoun extendió ambos brazos, permitiendo al dragón una vía directa hacia su pecho, protegido tan sólo por un jubón de cuero empapado, que era en lo que se había convertido el peto metálico. Se le veía viejo, tenía el pelo blanco y su rostro estaba curtido y maltrecho, pero también parecía satisfecho.

—¿Serviría mi vida para compensar la que tú perdiste? —preguntó de nuevo—. Si es así, la rindo complacido. Tómala, siempre y cuando devuelvas la paz a Cormyr y, por tu honor, Lorelei Nalavara, a todos los que habitan en este reino.

Las escamas del dragón rojo temblaron durante un instante, y tuvo ocasión de ver ante sus ojos el cuerpo grácil de una doncella elfa, cuyo pelo rojo caía en cascada sobre la larga y bella capa, y cuyos ojos suplicantes y oscuros reforzaban una boca temblorosa, que parecía a punto de esbozar una sonrisa.

Entonces desapareció, y de nuevo se enfrentó al dragón: no obstante, era un wyrm más pequeño, aunque de ojos brillantes y furiosos.

—¡No! —exclamó Nalavara—. Tu truco llega demasiado tarde. He pasado mucho tiempo odiando, humano, tanto que ya no tengo nada más en este mundo. Nada de lo que digas o hagas me devolverá a mi Thatoryl. Igual que él cayó, caerás tú. ¡Esa paz que tanto ansías sólo la disfrutará tu «bella Cormyr» cuando el último cadáver humano alimente los bosques que tanto habéis maltratado!

—El tiempo ha cambiado Faerun, igual que los dragones dieron paso a los elfos, y tu raza a la mía —dijo seriamente Azoun—. No puedo resucitar a Thatoryl Elian, pero puedo erigir una piedra, o plantar un bosque, en su memoria. Incluso en tiempos de guerra cuidan mis monteros de la tierra, y se preocupan de atender los bosques. Puedo convertir Cormyr en un gran bosque... pero el paraíso en el que tú cazabas ha desaparecido, y mucho me temo que sea por siempre. ¿No podríamos trabajar juntos para recordar su eco? ¿Acaso todo tiene que acabar con sangre?

Nalavarauthatoryl el Rojo volvió a retroceder, batiendo sus alas pese al dolor que le causaba la que se había fracturado.

—¡Por supuesto que sí, humano! —espetó—. ¿De qué otro modo, por muy «civilizadas» que sean tus pretensiones, podrían dragones, elfos y humanos resolver sus disputas? No somos mucho mejores que los trasgos, y no puedo convertirme en algo que no soy. ¡Muere!

Sus mandíbulas se cerraron de golpe sobre Azoun, pese a la espada que se hundió en su garganta y el cetro que lo golpeó. Su luz dorada iluminó el interior de su cabeza y sus ojos estallaron en sendas bolas de fuego.

Las costillas se fracturaron y los órganos prendieron antes de que abriera la mandíbula. Maltrecho, Azoun jadeó en voz alta ante el dolor que sentía, apenas consciente de que el cetro de los Señores había empezado a arder en sus manos.

Pese a ello, su furia le impidió perder la conciencia.

—¡Cormyr! —exclamó Azoun, asentando los pies en el suelo y manteniendo firme el cetro en la mandíbula del dragón.

Que esas damas que observaban la batalla desde las murallas de Suzail cambiaran las apuestas. Tenía que salvar un reino, costara lo que costase, condenadas fueran todas ellas. Y este maldito dragón ya estaba tardando demasiado en morir.

La sangre negra manó a borbotones de la boca del dragón, empapando el pecho y los brazos del rey, infectando sus heridas e inundando su organismo por dondequiera que encontrara sangre humana. Azoun gruñó dolorido y trastabilló cuando a su enemigo lo sacudió un temblor, del hocico a la punta de la cola, y después, lentamente, gorgoteó hasta guardar silencio eterno.

Cuando el malvado dragón cayó por fin, sendos penachos de humo se elevaron de sus vacías cuencas, y Azoun cayó de rodillas sobre el cuerpo de Vangerdahast. Había cumplido su tarea, había empleado toda su fuerza y había llegado el momento. Momento para que incluso los reyes dejen atrás su trono en favor de pastos más tranquilos.

44

L
a princesa de acero observó a través de la niebla que se cernía sobre los cadáveres amontonados como humo ansioso por encontrarse en otra parte. Había cadáveres por todas partes, apilados y extendidos por los campos como una cosecha grotesca. Los cuervos y los buitres volaban en círculos, y al descender hendían la niebla como negras flechas. Los trasgos parecían una alfombra macabra e infinita, aunque junto a ellos habían caído muchos valerosos caballeros y no pocos Dragones Púrpura, inmóviles y con los ojos abiertos. Aunque se tratara de la última batalla de la campaña, habría escasos efectivos para vigilar las fronteras y patrullar los caminos. No quedaría otro remedio que abandonar las Tierras de Piedra durante un año, quizá más, y si Sembia u otra potencia decidía expandirse al Reino de los Bosques, quedaría poco valor y menos aceros aún para impedírselo.

Las botas de Alusair resbalaron al pisar una maraña de espadas, y a punto estuvo de caer sobre el montón de trasgos que servían de mortaja al comandante de lanzas que yacía bajo ellos, un cadáver sin rostro, cubierto de sangre y de un enjambre de moscas. Pero recuperó pie y volvió a mirar a su alrededor, al campo de batalla. Ante ella, en algún lugar, se encontraba su padre. Se había enfrentado al dragón rojo hasta las últimas consecuencias, de eso no le cabía ninguna duda, lo cual probablemente le había conducido a la cima de alguna de las colinas circundantes, puesto que es en ellas donde los dragones prefieren posarse.

Aquella de la derecha, pensó Alusair, sería el lugar que ella elegiría. Vio algunos trasgos en la ladera, había un puñado de humanoides vivos entre las decenas de muertos. Tragó saliva, sopesó la espada y miró a su derecha, donde una nube negra ocultaba a la ghazneth que el clérigo había insistido en convencerla de que era un amigo y un aliado vital. Hace tiempo, aquella ghazneth había sido Rowen Cormaeril. «Por los dioses», pensó Alusair, «¿qué broma cruel habéis gastado a Cormyr?»

La nube caminaba pesadamente tras ella igual de obediente que cualquier otro oficial del ejército; de hecho, Alusair había ordenado a sus hombres que lo consideraran como tal, ignorando las cejas enarcadas y las miradas oblicuas que recibió a cambio.

—Dar órdenes no es fácil y no por ello una se convierte en un personaje popular, pero ¡por la corona y por Tempus que soy yo quien da las órdenes aquí! —gritó.

Vio una sombra enorme en la colina, acompañada por el ala espinosa y maltrecha de un dragón. El malvado dragón había perecido.

—¡Rápido! —ordenó, señalando la cima con su espada—. ¡La corona está en peligro!

Entonces descubrió en una colina más pequeña, a su izquierda y más o menos a su misma altura, donde ondeaba el estandarte real y un bulto que sólo podía corresponder a una tienda. No parecían haber sufrido daños, y también vio el brillo de algunos, pocos, yelmos y escudos. El estandarte de Azoun, cuyo motivo era su propia corona, ondeaba a media asta. El rey no había regresado a la tienda.

—¡Moveos, bueyes! —espetó a los hombres que la rodeaban, que acto seguido obedecieron caminando entre los restos de trasgos—. ¡Conozco barones rechonchos capaces de moverse con mayor rapidez ante la visita de sus acreedores, por no hablar de sus esposas cuando acuden a las puertas de los burdeles! —Levantó la espada para animarlos y se dio un golpe con la hoja en el muslo, como si pretendiera espolear su propio ánimo—. ¡Subamos a esa colina!

Alguno de sus hoscos caballeros profirió un quejido burlón y quedo, que otro recogió. Se oyeron risas, aparecieron sonrisas en algunos rostros y de pronto se sintió más animada. Dioses, ¡qué orgullosa estaba de liderar a hombres como aquéllos!

Un trasgo se escurrió bajo sus pies, entre los cadáveres, y tiró una estocada a su entrepierna. Incapaz de hacer nada excepto apartarse, Alusair vio que tres espadas atravesaban al trasgo, aceros pertenecientes a tres de sus caballeros que se habían lanzado a fondo sin pensar en su propia seguridad.

—Leales idiotas —maldijo con cariño—. ¡Adelante!

Se encontraban en la ladera, a medio camino de la cima, obligados a sortear los cadáveres amontonados de los trasgos, que al menor roce caían unos sobre otros arrastrando consigo a un Dragón Púrpura, que tenía siempre el insulto a flor de labios. Delante, en la cima, los trasgos vivos no repararon en su presencia, porque estaban enzarzados en una disputa sobre un objeto que se encontraba frente al dragón muerto.

—Tiene que ser mi... padre —murmuró Alusair tras humedecerse los labios.

Owden Foley, que subía la colina a su derecha, la miró fijamente, y después se volvió a la nube oscura que se movía ante él. Antes de que pudiera abrir la boca, un golpe de viento aulló sobre la cima, se llevó a unos cuantos trasgos por delante y empujó a los demás a caer al suelo. Era una tempestad que gemía como si estuviera viva, pero que tan sólo sopló sobre la cima. Los cormytas que acompañaban a Alusair apenas sintieron el viento en sus caras.

Terminaron de subir la ladera y coronaron la colina, en cuya cima se encontraba el cuerpo del dragón, erigido como una muralla sobre la cresta; los trasgos yacían esparcidos por doquier. Allí no había cadáveres amontonados, sólo trasgos vivos que empezaron a gritar de rabia y terror al ver a los humanos cubiertos de armadura ganar la altura con la espada desenvainada. También había otra cosa.

Algo oscuro, húmedo y brillante ante la mandíbula del dragón. La sangre de la criatura había formado un enorme estanque, empapando a los dos hombres que yacían tendidos allí, uno encima de otro. Ambos ceñían corona y parecían más o menos enteros. Uno de ellos, el que movía de forma imperceptible un brazo, era el rey Azoun. El otro... ¿Vangerdahast?

¿El rey secreto de Cormyr? ¿O se habría coronado rey de algún otro reino? Alusair no sabía qué responder. Pensó que, quizá, los había engañado a todos y que había desatado la tragedia sobre Cormyr. O quizás aquella corona fuera un legado de Baerauble, un objeto al que tan sólo debía recurrirse cuando temblaran los cimientos del reino.

No importaba... o, más bien, en aquel momento no merecía la pena preocuparse por ello.

Alusair volvió la cabeza con cierta dificultad. Se encontraba en el borde de la tormenta, y sus vientos impedían su movimiento como la sólida puerta de un establo que le hubieran cerrado en las narices.

—¡Rowen! —gritó consciente de que la tormenta arrancaría el nombre de sus labios antes de que nadie a barlovento pudiera oírlo.

No podía ver a la ghazneth, envuelta como estaba en la nube, pero la criatura sí debía estar pendiente de ella. El viento se encalmó al cabo de un instante, y Alusair avanzó a la carrera entre los trasgos, en dirección al lugar donde yacía el rey. El estruendo de los pasos y las maldiciones apenas contenidas de los hombres y los trasgos le dieron a entender que sus caballeros y los Dragones Púrpura corrían tras ella.

Un trasgo esgrimió un garfio en su dirección. Alusair bloqueó el ataque con su propio acero y descargó una patada con todas sus fuerzas, deslizándose por la hierba al caer. El trasgo profirió un chillido y salió disparado por los aires. La princesa de acero acabó junto al estanque formado por la sangre del dragón. Algunas llamaradas estallaron súbitamente, surgidas de la nada, y el breve restallido del rayo verde azulado jugueteó sobre el fuego.

—¡Magia espontánea! —exclamó sorprendido uno de los clérigos—. ¡Gracias, Chauntea!

—¿Chauntea? —preguntó Alusair, sorprendida, al volverse junto a los suyos como si fueran uno solo, dispuestos a formar una barrera protectora alrededor de la zona oscurecida. Los trasgos avanzaron sobre ellos dispuestos a lanzar tajos y estocadas por doquier.

—A alguien tendrá que agradecérselo, digo yo —jadeó un Dragón Púrpura—. Y como es clérigo, se lo agradece a su diosa.

—Gracias, señor ingenioso —dijo sarcástica, entre jadeo y jadeo Alusair, mientras atravesaba de parte a parte a un trasgo que se había infiltrado a espaldas de uno de sus hombres, para después arrojarse a fondo y atacarle a los tobillos—. Hasta ahí llego. Lo que me interesa saber —gruñó cuando su hoja chocó con las placas metálicas y herrumbrosas del trasgo más alto que había visto en su vida, y después se hundió hasta la empuñadura en ella, atravesando a la criatura— es por qué la magia espontánea le empuja a dar las gracias.

Tuvo que patear con todas sus fuerzas a los trasgos que empalaba con la hoja de la espada, y adoptó la costumbre de zarandearlos de tal modo que fueran a chocar contra los demás humanoides que intentaban superar la línea defensiva. Había trasgos por todas partes.

El Dragón Púrpura esgrimía la espada como si de una guadaña se tratara, segando a los trasgos. Uno de ellos cayó sobre la sangre del dragón rojo con un grito de horror en los labios, y se apartó a toda prisa del estanque sacudiendo el fuego que se había extendido por sus brazos y piernas.

Alusair tiró con fuerza de daga, abrió la garganta a un trasgo con un golpe de revés y se apartó para evitar las puntas de sendas lanzas enemigas. Después, descargó una patada en el trasgo al que había acuchillado, atacó con la daga a los de las lanzas y acompañó las estocadas con dos rápidos tajos de la espada. ¿De dónde sale tanto trasgo? ¿Y qué diantres comen?

—El Ganado y los leales granjeros de Cormyr que cuidan de él —respondió hosco el Dragón Púrpura, momento en que Alusair se percató de que había formulado aquellas preguntas en voz alta.

El rayo hendió el cielo sobre la cima, un rayo cegador y ramificado que atravesó a los trasgos como dispuesto a abrirse paso hasta los mismos escudos cormytas. El rayo azotó a los trasgos como si de un látigo gigante se tratara, un látigo esgrimido por un gigante invisible. Cuando cedió su furia, dejando un olor a humedad en el ambiente, aparte del desagradable hedor a carne de trasgo quemada, sólo quedaba un puñado de humanoides vivos, que empeñaban ya la defensa. Algunos murieron de inmediato, otros huyeron, chillando y balbuciendo de terror. Alusair no tuvo que dar la orden de que sus guerreros los dejaran irse, pues sabían para qué habían subido a la colina.

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