Sebastian sueña con ser un niño igual que los demás, con ser capaz de correr como el viento en el campo de fútbol, chutar la pelota de tal manera que dibuje una perfecta parábola y marcar un gol. Pero su corazón tiene un defecto desde que nació, lo que significa que no puede cumplir sus deseos. No obstante, Sebastian ha logrado encontrar su lugar en el mundo gracias a su excéntrica abuela Lola y al amor que esta siente por la cocina. Ambos preparan juntos riquísimos y exóticos platos puertorriqueños, el país de origen de su abuela. La complicidad que crece entre ambos (un niño enfermo y una anciana) se convierte pronto en un fuerte vínculo que logra unir de nuevo a una familia desestructurada, pues, como siempre dice Lola, «una comida preparada con amor no solo alimenta el cuerpo, sino también el alma».
Esta es la historia mágica de un niño que aprendió a bailar con la muerte y de cómo las pequeñas victorias de una familia pueden servir para reconstruir corazones heridos de muy diversas maneras.
La abuela Lola
nos enseña que la diferencia entre la alegría y la tristeza a veces pende simplemente de un hilo frágil, casi invisible. Una historia conmovedora que te emocionará.
Cecilia Samartin
La abuela Lola
ePUB v1.0
Mezki01.09.12
Título original:
La abuela Lola
Cecilia Samartín, 1-6-2012.
Editor original: Mezki (v1.0)
ePub base v2.0
Para mi madre y mi padre, que me enseñaron
que hay pocas experiencias más gratificantes
en la vida que disfrutar de una comida deliciosa
en compañía de la familia y de los amigos
«Cuba y Puerto Rico son
de un pájaro las dos alas,
reciben flores y balas
sobre el mismo corazón…»
LOLA RODRÍGUEZ DE TÍO
(1843-1924)
El asfixiante sol californiano caía sobre el patio del colegio, y el calor que irradiaba el metal del tobogán derretía el aire circundante, creando una trémula bruma a su alrededor. Cuando eso ocurría, Sebastian prefería sentarse a la sombra, en el banco bajo el sauce cerca de la pista de pelota atada. Desde allí podía mantenerse al fresco mientras contemplaba a sus compañeros de clase, que corrían de un extremo al otro del patio, y se maravillaba de que aquel bochorno no les molestara cuando a él prácticamente lo dejaba sin aliento.
Si la pista estaba vacía y no hacía demasiado calor, abandonaba su refugio a la sombra para tumbarse en el suelo justo debajo de la desgastada pelota que colgaba de su cadena. Se colocaba las manos bajo las caderas manteniendo los codos y los hombros apoyados en el suelo y elevaba las piernas por encima de la cabeza. Así, lograba alcanzar la pelota con los pies y le propinaba una buena patada que la obligaba a trazar una amplia órbita alrededor del poste. La contemplaba girar y girar sobre su cabeza, acercándose y alejándose, sin apartar los ojos de ella a medida que se ralentizaba describiendo perezosas curvas. Entonces cerraba los ojos y escuchaba el sonido metálico de la cadena chocando y crujiendo alrededor del poste. Lo que más le fascinaba era la vibración que llegaba hasta las profundidades del propio poste. Cuando repiqueteaba y zumbaba de determinada manera, Sebastian lograba percibir cierto sonido solitario, como el de un tren traqueteando en la lejanía, o el del agua de la lluvia borboteando por el interior del canalón junto a la ventana de su dormitorio. Disfrutaba tanto de ese triste y prolongado ritmo que golpeaba la pelota una y otra vez.
Si lograba reunir la energía necesaria para pasarse los veinte minutos que duraba el recreo golpeando la pelota, su mente viajaba hacia universos más alegres y se imaginaba que era el jugador de fútbol más famoso del mundo y que todos sus compañeros de clase se congregaban a su alrededor para verle ganar un campeonato. No importaba que, en realidad, estuviera tumbado en el suelo, dándole patadas a la pelota en el aire. Aquel pequeño detalle no le privaba de la inmensa satisfacción de conseguir la gloria. Y cuando lograba anotar el gol de la victoria y escuchaba a sus fieles seguidores ovacionándolo, se le hinchaba el pecho de orgullo y se le empañaban los ojos. Aunque era extraordinariamente hábil y valiente, seguía siendo un héroe humilde.
Pero cuando se sentía demasiado cansado para hacer todo eso, se contentaba con permanecer a la sombra, en el banco bajo el árbol, contemplando a sus compañeros de clase jugar al fútbol. Le fascinaba cómo corrían por el campo y movían los brazos y las piernas con total despreocupación, persiguiendo el balón como si sus vidas dependieran de ello. Se caían unos sobre otros, y saltaban en el aire y aterrizaban sobre las rodillas, la espalda e incluso, a veces, la cabeza. Pero independientemente de lo dura que fuera la caída, siempre conseguían ponerse en pie y seguir corriendo.
Y aunque él se encontraba demasiado lejos para que los demás le oyeran o percibieran su presencia, cuando alguien marcaba un gol particularmente llamativo, él se ponía en pie y agitaba los brazos, vitoreándolo. Y si toda aquella emoción hacía que su pulso se acelerara más de lo recomendable, se colocaba la mano sobre el corazón y respiraba profundamente varias veces hasta que las pulsaciones disminuían a una velocidad normal.
Sebastian no olvidaba nunca que su corazón desbocado podía acabar con él. Pero resultaba curioso porque, siempre que el corazón le palpitaba contra el tórax y la sangre le corría velozmente por las venas, era cuando más vivo se sentía. Por supuesto, en aquellos momentos también recordaba el adusto semblante que ensombreció el rostro de su madre cuando lo matriculó aquel curso en el colegio, una expresión que adoptaba un año tras otro desde que él había empezado a ir a la guardería. Su madre siempre se citaba con los profesores nuevos de su hijo al principio del curso porque quería que supieran que el suyo no era un niño como los demás. Sí, que era menudo para su edad era algo de lo que podían percatarse por sí mismos, pero había mucho más.
Una complicada jerga médica que habría hecho que a la mayoría de la gente se le trabara la lengua surgía fácilmente de la de su madre, como si ella misma hubiera llevado a cabo la delicada operación que salvó la vida de Sebastian cuando apenas contaba unos días de edad.
—Mi hijo nació con un defecto septal auriculoventricular en el corazón, conocido comúnmente como DSAV —decía—. Esto significa que cuando aún era un feto se le formaron incorrectamente los cojinetes endocárdicos del corazón encargados de separar las aurículas de los ventrículos. Ahora bien, esta deformación puede clasificarse por su gravedad en tres categorías. —Cuando llegaba a ese punto, su mirada adquiría un aspecto vidrioso, aunque seguía pronunciando todas las palabras de forma clara y precisa—. Desgraciadamente, mi hijo tiene un defecto DSAV completo que hizo necesaria una intervención quirúrgica inmediata para corregir la fuga de sangre oxigenada…
Dado que Sebastian se encontraba siempre presente durante este discurso anual, se imaginaba a sí mismo tendido sobre la mesa de operaciones, con la caja torácica abierta por la mitad y su pecho totalmente al descubierto, dejando ver la deformación de la que su madre hablaba. La imagen que tenía de su corazón había evolucionado a lo largo de los años. Hacía tiempo que se lo imaginaba como un filete pequeño y después como carne picada de hamburguesa, a veces cocinada y otras cruda. Hubo un año en el que se sorprendió y se sintió algo inquieto al descubrir que su corazón había mutado para convertirse en una patata putrefacta llena de raíces y extrañas protuberancias bulbosas. Y, sin embargo, últimamente su corazón había empezado a parecerse a un cuenco de sopa de fideos y, en lugar de latir, borboteaba de un lado a otro, rebosando a veces por los bordes.
Se imaginaba a su cardiólogo, el doctor Lim, asomándose a la caverna de su pecho, pinchándole el corazón con afilados instrumentos quirúrgicos que más bien parecían palillos chinos, distribuyendo las distintas partes más o menos donde pensaba que irían, aunque nunca parecía muy seguro. El médico no se daba cuenta de que algunos fideos se salían del cuenco y caían al suelo mientras él trabajaba y, cada año, cuando la madre de Sebastian contaba su historia y el doctor Lim cosía finalmente el pecho de Sebastian, quedaba un poquito menos de su corazón dentro del cuenco.
Su madre proseguía:
—Pueden surgir ciertas complicaciones durante la cirugía y, en el caso de mi hijo, dado que su estado era tan crítico y que era necesario colocar el parche en el ventrículo muy cerca de la zona del corazón en la que se generan los impulsos eléctricos, el órgano quedó dañado y fue imprescindible colocarle también un marcapasos…
Sebastian se imaginaba esto también, una cajita de metal aproximadamente del tamaño de un teléfono móvil escondido entre los húmedos fideos de su corazón. Cuando la cajita vibraba, los fideos temblaban y se quedaban de nuevo quietos, para luego continuar con un intercambio sin fin de trémulas vibraciones que lo mantenían a él con vida. El marcapasos seguía vibrando hasta que se le gastaba la pila y entonces, igual que hacía su padre siempre que se fundía la luz de la guantera de su coche, el doctor Lim le volvía a abrir el tórax y le cambiaba las pilas viejas por unas nuevas.
Después de escuchar las explicaciones de su madre sobre sus problemas cardíacos, los profesores de Sebastian normalmente se quedaban sin habla. Durante varios minutos daba la sensación de que más bien eran estudiantes con pocas luces que no habían hecho sus deberes, en lugar de inteligentes profesores que debían conocer todas las respuestas. Sin embargo, al final, siempre comprendían que, aunque el DSAV solía tratarse correctamente, el caso de Sebastian era único y muy especial y que resultaba necesario tomar medidas únicas y muy especiales para protegerle de la innombrable tragedia.
No obstante, afortunadamente para todo el mundo, este complicado problema exigía que el profesor de turno respetara una sencilla norma: Sebastian debía tratar de no hacer ninguna actividad que lo sometiera a un gran esfuerzo o que le produjera una insuficiencia cardíaca. En resumen, tenía terminantemente prohibido correr o jugar en el patio con los demás niños.
El año que Sebastian empezó quinto grado fue ligeramente distinto, porque tanto su madre como su padre acudieron a aquella cita obligada con su nueva profesora, la señorita Ashworth. El coche de su madre se encontraba en el taller, así que, como su padre tenía que llevarlos de todos modos, decidió asistir a la reunión. Sebastian se preguntaba si la presencia de su padre modificaría el ambiente de la reunión. Él no era tan serio como su madre y solía contar chistes absurdos que su madre casi nunca encontraba divertidos. Sebastian no entendía la mayoría de estas bromas, pero se reía de todas maneras porque sabía que eso haría feliz a su padre y así quizá no se daría cuenta de que su mujer ponía los ojos en blanco.
Resultó que la señorita Ashworth era igual de compasiva y comprensiva que todos sus profesores anteriores, pero a Sebastian le gustó más que los demás. Para empezar, tenía una larga melena color trigo y llevaba faldas cortas y medias de colores que hacían un ruido de frufrú cuando caminaba.