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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (31 page)

BOOK: La abuela Lola
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Capítulo 20

La premonición de Sebastian acabó siendo cierta. La mayoría de los días, en torno a la mesa de Lola, se congregaban familia y amigos que se pasaban sin avisar y, normalmente, se instalaban allí durante largas visitas, sobre todo, después de olfatear lo que se estaba preparando en la cocina. Charlie Jones ya era uno de los habituales, pero muchos otros vecinos también hacían acto de presencia. La señora Abbot, vecina de Bungalow Haven, se había pasado por allí, igual que su hija Belinda, que parecía casi tan vieja como su madre. Cindy venía dos o tres veces por semana y Jennifer procuraba pasarse todo lo que podía, aunque Gloria y Susan nunca se dignaban aparecer al mismo tiempo. Lograban evitarse mutuamente durante los días de diario, y los domingos, sus respectivas familias se alternaban para ir a comer en reuniones que podían prolongarse durante toda la tarde y bien entrada la noche.

En aquellas ocasiones Lola solía permanecer detrás de la encimera, poniendo su granito a la conversación lo mejor que podía mientras removía y picaba, sazonaba y mezclaba, y volvía a remover. Sebastian disfrutaba trabajando junto a su abuela y ella confiaba en él para tomar la medida de los ingredientes o picar la verdura necesaria para el omnipresente sofrito que, para entonces, el niño era capaz de preparar hasta en sueños. Incluso después de darse una larga ducha, notaba el olor a ajo y cebolla en la punta de los dedos, algo que no le resultaba nada desagradable.

A medida que Sebastian adquiría más soltura en la cocina, Lola le iba asignando tareas cada vez más difíciles. A veces, el niño se concentraba tanto en lo que tenía entre manos que perdía el hilo de la conversación que se desarrollaba en el salón, pero Lola, que trabajaba afanosamente junto a él todo el tiempo, nunca se perdía ni una palabra y siempre era capaz de meter baza con una frase o comentario, dejando claro que había estado escuchando atentamente durante todo el tiempo. Pero había algo de lo que Sebastian estaba segurísimo: nunca, en ningún momento de aquellas conversaciones, nadie dijo ni una palabra de trasladar a Lola fuera de Bungalow Haven. El cabello de su abuela seguía siendo rojo, aún encendía una multitud de velas cuando el sol se ponía, y en pocas ocasiones los hornillos de su cocina estaban apagados. Y, sin embargo, sus hijos parecían haberse olvidado por completo del asunto, y Sebastian se preguntó si realmente estaría funcionando la idea de su abuela de hacer más de lo que tenía prohibido.

A veces, Sebastian se imaginaba que la casita amarilla en la que se reunían no se encontraba en Bungalow Haven, sino en las exuberantes montañas verdes de Puerto Rico; que la brisa que entraba flotando por las ventanas abiertas venía templada por las cálidas aguas del Caribe y que las verduras que él estaba picando no las habían comprado en el pequeño supermercado del final de la calle, sino que habían crecido en el jardín trasero o las habían adquirido en la plaza del mercado de la aldea más cercana. Cuando el sol se ponía, lo único que tendrían como diversión serían la luz de las velas y la conversación, y las ardientes ascuas de la parrilla brillarían durante toda la noche por si alguien quería tomarse un café tardío o simplemente un lugar donde calentarse las manos, pues recordaba que la abuela Lola le había contado que, incluso en las islas tropicales, podía hacer frío por la noche, allá arriba, en las montañas.

—La cocina es el corazón de un hogar —le había repetido Lola en muchas ocasiones—. Cuando el hogar cuenta con una cocina cálida y ajetreada, puedes estar seguro de que la familia que vive en él es sana y fuerte.

Aquella tarde en especial estaban preparando guiso de carne con patatas, tostones y ensalada de aguacate y cebolla. Cuando llegó Sebastian, el guiso ya llevaba horas cociéndose a fuego lento en una abundante salsa de vino, pero Lola le asignó a su nieto la preparación de los tostones, asegurándole que él los hacía mejor que nadie que conociera. Sebastian disfrutaba enormemente con la preparación de aquella receta. Comenzaba cortando en rodajas los plátanos pelados y friéndolas en aceite hirviendo, dándoles la vuelta cuando estaban calientes, pero sin llegar a dorarlas. Cuando ya había frito una buena tanda, cogía un plato y se preparaba para su parte favorita: machacar cada rodaja hasta que adquiría el aspecto de una tortita pequeña. A continuación, devolvía ese lote a la sartén para freírlo por última vez, y cuando habían adquirido un color dorado oscuro, espolvoreaba con sal gorda los tostones terminados. Se tardaba un rato en hacer suficientes para todos, pero cuando terminó, ya se había reunido el grupo de los días de diario, que variaba de una vez a otra.

Sebastian se hinchó de orgullo mientras colocaba los tostones en una fuente y los llevaba a la mesa, con la cabeza bien alta.

—¡Hombrecito! —exclamó la tía Gabi, dándole un pellizquito cariñoso en el hombro—. ¿Todos esos son para mí?

Antes de que Sebastian pudiera contestar, Terrence dijo:

—Puede que tu tía tenga corazón y nos deje uno o dos a los demás.

—¡Pues claro! —le respondió Gabi, dedicándole una sonrisa de complicidad—. A ti puede que te ceda hasta tres o cuatro.

Aunque las conversaciones de las cenas podían tratar sobre muchos temas, desde la amenaza de la guerra nuclear hasta las diferentes curas del hipo, durante aquella comida, Jennifer y Gabi monopolizaron la conversación hablando sobre sus tiendas favoritas a las que les gustaba ir cuando salían de compras. Esperaban expectantes unas rebajas que tendrían lugar durante el fin de semana en un exclusivo establecimiento del centro y planeaban ir juntas. Sebastian ya había acabado de comer, así que las escuchó a medias desde la cocina mientras preparaba más tostones.

—¿Por qué no vienes con nosotras? —le propuso Gabi a su hermana.

—¡Sí, ven con nosotras, mamá! —exclamó Jennifer—. ¡Hace tantííííísimo tiempo que no vamos juntas de compras!

—Ya sabes que a mí no me va mucho eso, Jen.

—Sí, pero no deberías comprarte toda la ropa de esos catálogos tuyos por correo. De vez en cuando es bueno salir y ver qué novedades hay.

Gloria suspiró, como hacía siempre después de un largo día de trabajo. La verdad es que odiaba ir de compras. Por supuesto, no siempre se había sentido así. Años atrás, cuando estaba más delgada y la vida resultaba más sencilla, se podía pasar el día entero de tiendas, e incluso aunque no tuviera dinero para comprar demasiadas cosas, se lo pasaba bien. En más de una ocasión había llegado hasta a ir acompañada por Susan. En aquella época, Cindy todavía era un bebé y Jennifer, que no tenía más de cuatro años, insistía en empujar el cochecito de Cindy por todo el centro comercial diciéndole: «Ya soy una niña mayor» a todo aquel que intentara quitárselo.

—¡Oh, venga, mamá! —insistió Jennifer—. Juraría que te he visto puesta esa falda lo menos una docena de veces este mes.

—Y me la pondré otra docena de veces más el mes que viene —le respondió Gloria con un gesto brusco—. Esta es mi ropa del trabajo, y si me pongo todos los días de la semana algo diferente, no me quedará dinero para compraros ropa a vosotros o pagar las facturas a fin de mes.

—Bueno, y entonces, ¿por qué no te compras ropa nueva para fuera del trabajo? —le propuso Gabi con una sonrisa pícara.

Gloria desechó la idea haciendo un gesto desdeñoso con la mano.

—¿Qué hay de postre, mami? —preguntó.

Ante aquello, Sebastian aguzó el oído. Llevaba un rato contemplando la bolsa de la pastelería que descansaba sobre la encimera y antes les había echado un vistazo a las delicias que contenía. De hecho, ya estaba bastante aburrido de toda aquella conversación sobre compras.

—Tenemos pastelitos de guayaba para el postre —anunció Lola, pero no hizo ningún ademán de ir a cogerlos y entonces cerró los ojos. Mientras tanto, Sebastian se imaginó los hojaldrados y ligeros pastelillos rellenos de la dulce pasta de guayaba y se le hizo la boca agua. Para él, aquel relleno era mil veces más delicioso que la mermelada de fresa.

—¿Qué sucede? —preguntó Charlie, pero Lola no le contestó.

—¿Te encuentras mal, mami? —le preguntó Gabi.

—Quizá deberíamos llamar a una ambulancia —propuso Terrence levantándose de la mesa.

—No, no seas tonto —murmuró Lola, aunque todavía tenía los ojos cerrados y respiraba pesadamente por las aletas hinchadas de la nariz. El único que no se preocupó fue Sebastian, porque había visto a su abuela adoptar aquel gesto antes, cuando estaba tratando de acordarse de algo—. Creo que no os he hablado nunca sobre la tía María —comenzó.

—¡Oh, no, ya empezamos! —protestó Gloria—. ¡La última vez que nos contaste una de tus historias, no salimos de aquí hasta las diez de la noche y mañana es día de colegio!

Lola prosiguió:

—Era una mujer hermosísima con una espesa melena negra y cintura de avispa. Hubiera podido tener al hombre que quisiera, y es cierto que jugueteaba con unos cuantos, pero nunca dejaba que la cosa se pusiera demasiado seria.

Gloria suspiró y cruzó los brazos delante del pecho.

—Supongo que el postre tendrá que esperar —murmuró.

—Las únicas veces en las que yo vi pasión en sus ojos era cuando salía a cazar mariposas. Tenía una extraordinaria colección que etiquetaba cuidadosamente y que había ordenado en una caja con tapa de cristal. Era bastante impresionante ver todas aquellas delicadas alas extendidas sobre el papel, un arco iris de colores sedosos, azules vibrantes, amarillos y naranjas, e intrincados dibujos que parecía como si estuvieran pintados a mano. Y también impresionaba ver a mi tía en el jardín o caminando por la selva, moviendo a su alrededor su ondulante red blanca y saltando a veces en el aire, adoptando ella misma el aspecto de una mariposa.

—Parece que la tía María era una compradora compulsiva —comentó Gloria, dedicándole una sonrisa burlona a su hermana.

—Cállate, mamá —la reprendió Jennifer—. Continúa, abuela, no le hagas caso.

Lola prosiguió:

—La afición de la tía pronto se convirtió en tal obsesión que eclipsó todo lo demás en su vida. No le interesaba trabajar, ni aprender a cocinar o a cuidar de niños. No le importó hacerse vieja, ni que su pelo fuera encaneciéndosele… Lo único por lo que se preocupaba era por sus mariposas. Y, a decir verdad, probablemente encontró todas las especies que poblaban la isla. Solo había un espécimen muy raro que no conseguía, y le dijo a todo el mundo que si lograba encontrar aquella última mariposa, que tenía las alas color lavanda, sería una señal de que Dios deseaba que sentara la cabeza y prosiguiera con su vida.

»Y entonces, una tarde, yo vi algo que no entendí y que sigo sin entender —narró Lola con los ojos muy abiertos—. La tía no sabía que yo la estaba mirando cuando sacó de su bote una mariposa que acababa de atrapar. Tenía unas grandes alas de color lavanda que brillaban como si estuvieran espolvoreadas por minúsculas piedras preciosas. No me cupo la menor duda de que era la mariposa que tanto había buscado y pensé que se trataba de una de las criaturas más hermosas que había visto nunca. Pero entonces, mi tía encendió una cerilla y la acercó a las bellísimas alas del insecto hasta que no quedó nada, salvo un montoncito de ceniza del tamaño de un dedal, que barrió sin pensárselo dos veces.

Lola tamborileó suavemente con los dedos sobre la mesa con el rostro atribulado al acordarse de aquello que había sucedido hacía tanto tiempo.

—¿Por qué diablos haría algo así? —preguntó Gabi.

Todo el mundo se quedó en silencio, y la pregunta permaneció flotando en el aire. Sebastian había estado escuchando atentamente, como hacía con todas las historias de su abuela, pero no pudo comprender por qué alguien destruiría algo tan hermoso que valoraba tanto. Contempló a su madre para ver si ella lo sabía, pero, por la expresión amarga de su rostro, lo único que el niño interpretó fue que no le estaba gustando demasiado aquella historia sobre mariposas.

Jennifer fue la primera que habló.

—Bueno, es obvio que la tía María no quería proseguir con su vida.

—Pero ¿por qué? —preguntó Lola—. ¿A qué le tenía tanto miedo?

—Quizá alguien le había roto el corazón y no quería enfrentarse a otra situación en la que volvieran a hacerle daño —aventuró Terrence mientras observaba fijamente a Gabi, que estaba momentáneamente perdida en sus pensamientos, aunque, cuando percibió que él la estaba mirando, le devolvió la mirada y sonrió.

Charlie se aclaró la garganta y dijo:

—Bueno, no sé a qué le tendría tanto miedo tu tía, pero te puedo asegurar que yo podría llenar esta casa de mariposas desde el suelo hasta el techo si quisiera.

—¿Qué quieres decir, Charlie? —le preguntó Lola.

—Excusas —le respondió él con tristeza—. Todas las excusas que me he puesto para no vivir mi vida como verdaderamente deseaba. Finalmente, todas mis mariposas se convirtieron en pesares. —El anciano se animó un poquito—. Supongo que todos tenemos nuestras mariposas y siempre son hermosas, con alas de color lavanda. No nos seducirían tanto si fueran feas como cucarachas, ¿verdad?

—¡Dios santo, Charlie! —exclamó Lola mientras lo miraba como si realmente lo estuviera contemplando por vez primera—. Es cierto que a veces me sorprendes.

Gloria se aclaró la garganta.

—Ha sido una historia muy interesante. Y las mariposas parecen verdaderamente preciosas y todo eso, pero ¿no estábamos hablando sobre el postre?

—De hecho —comentó Gabi con una sonrisa sardónica—, estábamos hablando sobre ir de compras, pero está claro que tú tienes un montón de excusas preparadas.

—Es cierto, mamá —afirmó Jennifer arqueando las cejas—. No me había dado cuenta de que tú también eres una gran coleccionista.

Gloria sacudió la cabeza, totalmente perpleja.

—¿Soy yo la única que tiene ganas de tomarse el postre?

Sebastian levantó la mano con indecisión, como hacía en clase, aunque la moraleja de todo aquello se le escapaba por completo.

—¡Oh, por el amor de Dios, nena! —exclamó Lola, bajándole el brazo a Sebastian—. ¿Necesitas que te caiga un ladrillo sobre la cabeza? Olvídate del postre y vete de compras con tu hija y tu hermana. Cómprate ropa nueva y quizá unos zapatos, uno para cada pie. Te sentirás mejor contigo misma si lo haces.

Más tarde, en la cocina, cuando Sebastian estaba seguro de que solamente su abuela lo escucharía, le preguntó:

—¿Qué le pasó a la tía María? ¿Siguió coleccionando mariposas para siempre?

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