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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (14 page)

BOOK: La abuela Lola
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—No se preocupe. Me aseguraré de que haya plaza para Sebastian en el horario ampliado —le dijo—. De hecho, le llevaré yo misma.

Normalmente, aquella perspectiva le habría resultado especialmente grata al niño, pero ahora, la idea le dejó indiferente, y se levantó para ir a sentarse a su pupitre. Desde allí, todavía oía a su padre y a la señorita Ashworth charlando con tal nivel de intimidad y calidez que comprendió que aquello no podía ser otra cosa que una traición. Apoyó la cabeza encima de la mesa y pensó en su madre cuando llegaba pronto del trabajo, llevando uno de sus contrahechos vestidos de poliéster con un chaleco a juego que apenas le cerraba sobre el estómago. Pensó en sus regordetes dedos, en lo hinchados que se le ponían los ojos cuando estaba cansada, y en las canas de sus sienes que aparecían y desaparecían misteriosamente cada pocas semanas. Su madre jamás podría competir con alguien tan perfecto y hermoso como la señorita Ashworth.

Cuando percibió que la conversación estaba llegando a su fin, levantó la cabeza y vio a su padre sacándose una tarjeta de visita del bolsillo, garabateó algo en el dorso y la colocó sobre el escritorio de la profesora. Casi como acordándose en el último minuto, se volvió para dedicarle a Sebastian un guiño amistoso.

—¡Te veo esta noche, hombrecito! —le dijo alegremente antes de abandonar el aula.

La señorita Ashworth colocó la tarjeta en el primer cajón de su mesa sin mirarla.

—Todavía quedan unos minutos antes de que suene la campana —le comentó a Sebastian—. ¿Te gustaría ayudarme a limpiar la pizarra?

El niño contempló la pizarra y se dio cuenta de que no la habían limpiado correctamente en los últimos días. Sería muy gratificante quitarle la mugre y dejarla como nueva otra vez. Pero incluso aunque no tuviera que preocuparse porque Keith se enfadara con él, Sebastian se dio cuenta de que, por primera vez, no le apetecía limpiar la pizarra.

—¿Qué te pasa, Sebastian? —le preguntó la señorita Ashworth—. ¿Te encuentras mal?

—No, es que hoy no me apetece limpiar la pizarra —le respondió, apoyando la cabeza contra la mesa de nuevo.

Instantes después, notó los suaves dedos de la señorita Ashworth apartándole el pelo de la frente. Su tacto era tan maravilloso como ella misma, y Sebastian apretó con fuerza los dientes, tratando de resistirse a sus encantos.

—Siento lo de tu abuela —le susurró—. Espero que se recupere pronto.

Sebastian asintió y mantuvo apoyada la cabeza sobre el pupitre hasta que sonó la campana y los demás alumnos entraron en clase.

Durante la pausa del almuerzo, Sebastian se quedó en clase para terminar los deberes que no había hecho el viernes. Empezó por matemáticas, mientras la señorita Ashworth ordenaba unos documentos en el armario archivador. Cuando terminó, comenzó a corregir los deberes que le habían entregado la tarde anterior, pero se detuvo bruscamente y se apartó de su escritorio.

—Tengo que ir un momento al despacho —anunció—. Vuelvo en seguida.

Sebastian asintió, sin apenas levantar la vista de sus deberes, pero cuando la profesora abandonó la clase, se levantó y se dirigió directamente a abrir el cajón de arriba del escritorio, donde encontró la tarjeta de visita de su padre descansando sobre un montón de lápices recién afilados. Sacó la tarjeta sin cambiar de orden nada más y volvió a su pupitre en cuestión de segundos. Antes de meter la tarjeta en el bolsillo delantero de su cartera, le dio la vuelta para leer la apresurada nota del dorso. «¿Quieres venir a beber algo conmigo un día de estos?», decía, pero Sebastian no estaba seguro de a qué se refería. Keith solía escribirle a Kelly Taylor notas atrevidas o cariñosas todo el tiempo que decían cosas como: «¿Quieres casarte conmigo?» o «¿Quieres tener bebés conmigo?». Lo sabía porque, de vez en cuando, la señorita Ashworth interceptaba las notas y las leía en alto antes de confiscarlas. No obstante, Sebastian sospechaba que los adultos eran más sutiles con este tipo de cosas y, fuera lo que fuese lo que su padre quería decir, seguramente guardaba poca relación con tener sed.

La señorita Ashworth regresó al aula unos minutos más tarde. Sebastian no había avanzado demasiado con las matemáticas y todavía tenía que terminar los deberes de ortografía. La profesora le preguntó qué tal le iba, pero, como no le contestó muy convencido, ella se acercó para comprobarlo por sí misma. Se sorprendió al ver que Sebastian apenas había hecho nada.

—¿Qué te pasa, Sebastian? Esto tendría que resultarte fácil.

Él se encogió de hombros y apartó la mirada. De repente, la odiaba por su tupida melena dorada y sus faldas cortas. Detestaba su dulce sonrisa y sus muslos que hacían frufrú y también el tintineo melodioso de su risa.

—Te diré lo que vamos a hacer —le dijo la profesora, colocándole una mano sobre el hombro—. Sé que estos últimos días han sido muy duros para ti, así que te dejo que te lleves estos deberes a casa y mañana empezaremos de nuevo, ¿vale?

—Vale —murmuró él, intentando con todas sus fuerzas permanecer estoico e impasible por su amabilidad, pero cuando lo miró con aquellos hermosos ojos suyos que irradiaban simpatía, no pudo evitarlo y le sonrió.

Cuando acabaron las clases, la señorita Ashworth le pidió a Sebastian que la esperara hasta que los demás alumnos hubieran abandonado la clase para que pudiera hablarle sobre las actividades extraescolares. Sebastian había estado allí un par de veces antes cuando su abuela se había puesto enferma con la gripe, y sabía que se aburriría en un rincón haciendo alguna estúpida manualidad pensada para niños de guardería mientras contemplaba como los de su edad jugaban con el equipo deportivo en el patio. Y, para colmo, había oído a Keith diciendo que él también se quedaría en el colegio durante las próximas semanas. Solo pensar en pasar más tiempo con Keith hacía que se le revolviera el estómago y, mientras aguardaba a que las dos primeras filas abandonaran la clase, se puso a pensar en alguna forma de escaparse de aquello. Pero no se decidía por qué temía más, si pasar la tarde con Keith o desobedecer a la señorita Ashworth. Ambas cosas le producían una ansiedad insoportable.

Y, sin embargo, cuando se imaginaba a su abuela esperándole en su pequeño
bungalow
, ya no estaba en juego el miedo, sino la necesidad. Necesitaba verla. Anhelaba sentarse con ella en el porche contemplando la puesta de sol, esperando a que Terrence trajera la cena. En ese momento, aquella era la parte más significativa de su vida, la razón por la que se levantaba por las mañanas y se iba a dormir por las noches. Y entonces recordó las palabras de la anciana de pelo negro: «Tu abuela te necesita, pero vas a tener que correr ciertos riesgos». ¿Podía ser que se refiriera a esto?

La señorita Ashworth se había distraído con unos alumnos de la cuarta fila que no se estaban portando bien, así que no se dio cuenta cuando Sebastian se puso en pie y, alejándose de su pupitre, se colocó en la cola de los alumnos de la tercera fila, que esperaban pacientes a que les dieran permiso para marcharse. Y cuando finalmente la profesora les dijo que podían irse, Sebastian se escabulló de la clase con ellos.

Recorrió audazmente el patio, poniendo tierra de por medio con todo lo que conocía. Para cuando atravesó el campo de fútbol y la pista de pelota atada, ya había cruzado el umbral hacia otro mundo en el que el aire era más ligero, y las imágenes, los sonidos e incluso los olores se habían transformado en algo nuevo y extrañamente estimulante. De repente, se había convertido en un fugitivo de la mundana realidad ligada a su existencia anterior y se dio cuenta de que le recorría todo el cuerpo una insólita sensación, casi sagrada. En aquel momento notó que podría enfrentarse a cualquier cosa y conseguir que sucediera lo que se propusiera, imponiendo sencillamente su voluntad sobre el mundo y pensó en todo lo que había deseado: que su madre fuera de nuevo hermosa, como en aquellas fotografías antiguas, y que su padre la mirara del mismo modo que a la señorita Ashworth; que su hermana sacara tiempo para leerle cuentos antes de dormir, igual que antes; que su corazón estuviera sano para poder jugar al fútbol y ser el que más corriera de su clase… Pero lo que más deseaba era que su abuela se recuperara del todo.

Mientras Sebastian continuaba su camino, se preguntó si la señorita Ashworth ya se habría percatado de su ausencia. Quizá lo estaría buscando en el patio y les habría preguntado a varios de sus compañeros si le habían visto. Ellos se encogerían de hombros y le dirían que no, de un modo que también dejaría claro que, además de no saberlo, ni siquiera les importaba. Sin saber qué más hacer, la profesora volvería a su escritorio a buscar la tarjeta que Dean le había dejado para que pudiera llamarle e informarle de que su hijo había desaparecido. Incapaz de encontrarla, vaciaría el cajón hasta cerciorarse de que había desaparecido. ¿Se imaginaría que había sido Sebastian quien se la había robado mientras ella había ido al despacho del director ese mismo día? ¿Se le ocurriría que el niñito que era capaz de limpiar mejor que nadie la pizarra y que siempre se comportaba como un perfecto caballero no solo había desobedecido sus órdenes, sino que también era un ladrón?

Sebastian trató de apartar aquellos pensamientos de su cabeza porque le privaban de la maravillosa emoción que había sentido antes y quería que esta durara el mayor tiempo posible, al menos, hasta que llegara a Bungalow Haven. Una vez allí, se dejaría llevar y respiraría con más facilidad al recorrer el serpenteante sendero hasta el lugar en el que sabía que su abuela le estaba esperando.

Capítulo 9

Cuando Sebastian entró en Bungalow Haven, sintió que la calidez y la tranquilidad de siempre le daban la bienvenida. Saludó con la mano al señor Jones, que estaba barriendo la entrada de su casa, y el anciano le respondió con una de sus inquietantes sonrisas tan poco habituales que Sebastian interpretó como una señal de que las cosas acabarían saliendo bien al final. Aunque sus padres se pusieran furiosos con él por haberse marchado del colegio, la abuela Lola estaría encantada de verle y quizá a ella se le ocurriría alguna forma de que pudiera librarse del castigo que le iba a caer. Sin embargo, en aquel momento, no estaba demasiado preocupado por aquello, porque, al fondo del sendero, vio la casita amarilla de su abuela bañada por la dorada luz del sol. Era el final del arco iris, una estrella rutilante, y apenas pudo contener las ganas de echarse a correr el resto del camino y subir saltando las escaleras para ver a Lola.

Encontró la puerta abierta y, como de costumbre, la pantalla sin cerrar: de momento, todo iba bien. Le echó un vistazo al interior. Lola no estaba sentada en su mecedora de cara a las fotografías de la pared y no se encontraba en la cocina, pero tampoco estaba tirada en el suelo inconsciente. Sebastian supuso que lo más probable era que se encontrara en el baño o puede que hubiera ido un momento a visitar a algún vecino que tuviera curiosidad por que le contara sus andanzas en el hospital. Sabía que los ancianos charlaban de sus aventuras médicas como si hablaran de sus últimas vacaciones. Aquel, sin duda, sería el tema de conversación favorito de su abuela durante un tiempo, pero él estaba más que dispuesto a soportarlo.

Al entrar en la casa, percibió un tenue olor a sulfuro y entonces se dio cuenta de que el jarrón de las flores de plástico que solía ocupar el centro de la mesa de la cocina había sido sustituido por varias velas que ardían intensamente. Sus llamas parpadeaban alegres, de modo que el espacio alrededor de la mesa brillaba con aquella luz invitadora. A Sebastian le recorrió un escalofrío por la columna vertebral cuando comprendió que él no era el único que se había saltado las normas ese día.

Simplemente para asegurarse de que todo iba bien, Sebastian miró detrás de la encimera y exhaló un suspiro de alivio. Lo único que vio fue el cubo de la basura lleno a rebosar de velas artificiales, con sus cables colgando como serpientes muertas. Entonces, se quedó parado en seco. No era típico de Lola tirar nada que no estuviera roto.

—¡Abuela! —la llamó Sebastian—. ¡Estoy aquí, abuela!

Ella le respondió desde el dormitorio.

—Salgo en seguida, Sebastian. Me estoy peinando.

Sebastian notó que la voz de su abuela sonaba totalmente normal. En todo caso, era más alegre de lo habitual, así que el niño supuso que Lola había tenido un buen día. Sin duda, habría disfrutado encendiendo las velas, y no se podía negar que la diferencia entre las reales y las artificiales era extraordinaria. Toda la habitación estaba imbuida en una suave y temblorosa aura, como si se hallara bajo el agua o flotando en mitad de una nube.

—¡Vale, abuela! —le respondió Sebastian—. Me gustan tus velas nuevas —añadió, sintiéndose bastante osado por mencionarlas.

Instantes después, apareció Lola y, cuando Sebastian la vio, pegó un respingo y se llevó la mano al pecho. La anciana también se sobresaltó y entonces se echó a reír a carcajadas, agarrándose los costados y apretando con fuerza las piernas entre sí, como si se estuviera aguantando las ganas de hacer pis.

—¡Abuela Lola! —exclamó Sebastian, contemplándola con incredulidad—. ¿Qué te ha pasado?

Cuando Lola se recuperó de su ataque de risa, se pasó los dedos por el cabello, que había adquirido un color rosáceo, como el de la gelatina de fresa.

—¿Te gusta? —le preguntó, con una sonrisa pícara.

—¡No! —le respondió Sebastian negando con la cabeza enérgicamente—. Me gustaba más como estaba antes.

Lola meditó la opinión de su nieto durante un instante y finalmente se encogió de hombros, quitándole importancia.

—Te acostumbrarás —le dijo en tono de broma, y pasó a su lado para entrar en la cocina.

No se molestó en enchufar el hervidor de agua eléctrico que solía usar para preparar el té, sino que encendió el quemador de la cocina. Como hacía tiempo que nadie lo había utilizado, tuvo que intentarlo varias veces hasta que consiguió prender la llama.

Mientras tanto, Sebastian la contemplaba conmocionado.

—No… no me acostumbraré, abuela. Nunca podré acostumbrarme a tu pelo con ese color.

Lola volvió a encogerse de hombros.

—Bueno, eso nunca se sabe. La gente cambia —afirmó, arrugó la nariz y le guiñó un ojo, cosa que hizo que Sebastian se acobardara aún más.

Lola nunca había sido muy dada a hacer gestitos tontos como aquel. Sebastian se inclinó hacia delante para estudiarla con más detenimiento. Decididamente, aquellos eran sus ojos y aquella su nariz, su boca y sus arrugas. Pero ver ese rostro tan familiar coronado por una extraña melena de color fresa era casi tan perturbador como encontrársela tirada en el suelo.

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