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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (35 page)

BOOK: La abuela Lola
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Al escuchar aquello, Lola echó la cabeza hacia atrás y se rio con ganas.

—No te rías de mí, abuela —le dijo Jennifer, ofendiéndose.

Sin embargo, Lola no podía parar y se tuvo que quitar las gafas y secarse los ojos antes de lograr calmarse. Finalmente, le dijo a su nieta:

—Perdóname, Jennifer, pero has ido a elegir el ejemplo menos aleatorio de todos.

Aquella noche, Sebastian no pudo dormir al pensar en lo que su abuela les había contado sobre el cochinillo asado y las muertes que inevitablemente tenían lugar al cocinarlo. Siguió desvelándose, seguro de que alguien lo estaba observando mientras dormía. En un momento dado pensó que era Jennifer, que estaba en cuclillas junto a él, pero cuando abrió los ojos no había nadie allí. Si no se hubiera sentido tan asustado, habría saltado de la cama para llamar a la abuela Lola y asegurarse de que se encontraba bien, pues no le cabía la menor duda de que ella era la más vulnerable de todos. Y de camino al colegio a la mañana siguiente, le pidió a su madre que pasaran por casa de su abuela para comprobar que todo iba bien antes de dejarlo a él.

—Ayer por la noche estaba perfectamente sana, estoy segura de que se encuentra bien.

—¡Por favor, mamá, vamos allí y así nos aseguramos!

Gloria estudió el preocupado rostro de su hijo por el espejo retrovisor.

—Esto es por esa historia del cerdo que ayer nos contó tu abuela, ¿verdad? —le preguntó frunciendo el ceño—. Eso es una estúpida superstición, Sebastian. La gente inteligente no permite que las supersticiones controlen sus emociones. El cochinillo no simboliza que se vaya a morir nadie. ¿Lo has entendido?

Sebastian asintió.

—Vale, pero ¿no podemos pasarnos por casa de la abuela Lola por si acaso?

Gloria suspiró y se volvió para decirle algo más, pero en la fracción de segundo en la que apartó los ojos de la carretera, el semáforo se puso en rojo y un grupo de niños comenzó a cruzar la intersección. Únicamente cuando Sebastian exhaló un grito, su madre dio un brusco frenazo y ambos experimentaron una violenta sacudida hacia delante en sus asientos y no atropellaron a aquellos niños por muy poco.

—¿Estás bien? —preguntó Gloria temblando, pero intentando parecer tranquila por el bien de su hijo.

Sebastian asintió muy serio, con la mano sobre el corazón, comprendiendo que la historia del cerdo casi había estado a punto de cumplirse una vez más. Aun así, Gloria se negó a pasar por casa de Lola de camino al colegio.

Después de clase, Sebastian habría corrido todo el camino hasta casa de su abuela si hubiera podido. Se dijo a sí mismo que si algo le hubiera pasado a Lola le habrían llamado del despacho del director para que saliera de clase, como siempre hacían cuando la gente tenía «emergencias familiares». Pero entonces se acordó de que la vez anterior fue él quien encontró a su abuela tendida en el suelo de la cocina y que, si algo malo había sucedido, sería él quien volvería a encontrarla. Mientras jugaba al balompié atado, esperaba ver el rostro de la anciana de pelo negro, pero esta vez no se le apareció. No fue capaz de concentrarse en las tareas del colegio y, cuando Kelly Taylor le sonrió después de que contestara bien cuál era la capital de Noruega, se hallaba tan preocupado y absorto en sus pensamientos que apenas pudo devolverle la sonrisa.

Lo único en lo que podía pensar mientras caminaba a paso ligero hacia Bungalow Haven era en que el cochinillo del día anterior aún le pesaba como un yunque de plomo en el interior del estómago. Cuando llegó a la urbanización, se sentía tan agotado que necesitó un instante para recuperar el aliento. El rápido paseo le había pasado factura; aquello y el temor que sentía corriéndole por las venas. Sin embargo, ya casi había llegado y, cuando viera de nuevo a su abuela, todo volvería a la normalidad.

Sebastian subió los escalones del porche y ya entonces supo que algo andaba mal. La puerta principal estaba cerrada con llave. Durante todos los años en los que él había estado yendo a casa de su abuela después del colegio, nadie había cerrado con llave jamás la puerta principal. Comenzó a golpearla con el puño.

—¡¡¡Abuela Lola!!! —gritó—. ¡Soy yo, Sebastian! ¡Por favor, abuela, abre la puerta!

No hubo respuesta, así que dio la vuelta a la casa rápidamente y miró por las ventanas, pero las cortinas estaban echadas y no logró ver el interior. Mientras regresaba a la entrada principal se dio cuenta de que la ventana del baño se hallaba abierta, aunque se encontraba demasiado alta para que pudiera llegar hasta ella desde el suelo. Se apresuró a volver al porche para coger una de las sillas de mimbre, seguro de que, si se subía a ella, sería capaz de alcanzar la ventana del baño y deslizarse hacia el interior.

Empezó a arrastrar la silla fuera del porche, cuando oyó una voz que le dijo:

—¿Qué estás haciendo con mi silla?

—¡Abuela! —exclamó Sebastian—. ¡Estás viva!

—Pues claro que estoy viva, y tú llegas pronto —le respondió ella mirando el reloj—. Como mínimo, cinco minutos.

—Estaba tan preocupado que he salido del colegio lo más pronto que he podido y he andado a toda velocidad para llegar hasta aquí.

Lola subió lentamente los escalones del porche. Tenía un aspecto especialmente demacrado mientras se sentaba en una de las sillas para buscar las llaves de casa. Parecía preocupada y enferma. Tenía los ojos hinchados y la nariz roja, como si se la hubiera estado sonando todo el día. Encontró las llaves, pero no hizo ademán alguno de levantarse para abrir la puerta. Sebastian se sentó junto a su abuela y esperó a que le dijera algo, cualquier cosa que le transmitiera que todo iba bien, pero ella permaneció en silencio e inspiró profunda y lentamente varias veces. Quizá le parecía que la luz filtrándose entre las hojas de los árboles era especialmente agradable y deseaba tomarse un instante para disfrutarla y escuchar los trinos de los pájaros.

Finalmente, Sebastian le preguntó:

—¿Qué vamos a cocinar hoy, abuela?

Ella cerró los ojos y contestó:

—Hoy no vamos a cocinar nada, Sebastian.

—¿Por qué no?

—Porque no me apetece —le respondió ella con gravedad.

—¿Ya no vas a volver a cocinar nunca más? —le preguntó el niño, nuevamente alarmado—. ¿Terrence va a traerte la comida otra vez?

Lola sacudió la cabeza en señal de negativa.

—No, pero hoy no voy a cocinar. Puede que lo haga mañana. Ya veremos.

Sebastian se echó hacia atrás en su silla y esperó. Estaba seguro de que era mejor no hacer más preguntas, y saber que su abuela estaba sana y viva le proporcionaba la paciencia que necesitaba en aquel momento.

Unos minutos más tarde, Lola masculló:

—No deberíamos haber preparado el cochinillo.

—¿Por qué no? —preguntó Sebastian, y el temor volvió a apoderarse de él.

Lola abrió los ojos y le anunció:

—Charlie Jones ha muerto esta mañana temprano. Me han dicho que falleció en paz, pero murió solo, el pobrecito. Murió solo.

—Eso no ha sido más que una triste coincidencia —aseguró Gloria mientras llevaba a Sebastian al colegio a la mañana siguiente—. El señor Jones ha tenido una larga vida, y su fallecimiento ayer no tiene nada que ver con el cochinillo que nos comimos el día anterior.

—La abuela Lola dice que las coincidencias no existen y que todo pasa por una razón.

—A veces eso es cierto, pero no siempre. A veces pasan cosas malas sin ninguna razón en absoluto. No es justo y no hay derecho, pero nadie puede hacer nada para cambiarlo. —Gloria inspiró profundamente—. De todos modos, no deberías pensar más en ello. Dedica tus pensamientos a otra cosa.

—¿Como a qué?

—¿Y qué hay del colegio? ¿Qué has aprendido esta semana?

—Capitales —respondió Sebastian aburrido, y se distrajo momentáneamente con las hojas de los árboles que veía a través de la ventanilla y que parecían manos diciendo adiós.

«¡Adiós, señor Jones! —decían, saludando al anciano de camino al cielo—. Ha sido un placer conocerle. Y además, su dentadura nueva no estaba nada mal. De hecho, era hasta simpática.»

—¿De países o de estados?

—De países —le respondió Sebastian, apartando la vista de la ventana.

Resultaba extraño pensar que no volvería a ver nunca más a Charlie Jones, con su sombrero y su bastón. ¿Cómo era posible que un día estuviera allí y al día siguiente ya no? ¿Cómo podía ser que la vida y la muerte tuvieran lugar tan deprisa? Y lo peor de todo, ¿qué pasaría si la maldición del cochinillo todavía no se había agotado?

—Sebastian —dijo Gloria—, no me estás escuchando. ¿Cuál es la capital de Francia?

Sebastian bostezó.

—París. Esa es fácil.

—Vale, ¿y la de Corea?

—¿Corea del Norte o Corea del Sur?

—Dime ambas si las sabes.

—Piongyang y Seúl.

—¡Eres bueno! —exclamó Gloria, realmente impresionada.

Se quedaron en silencio durante un rato, y entonces Gloria preguntó:

—¿Qué tal te trata últimamente el chico ese, Keith?

—Ya no me ha vuelto a molestar —respondió Sebastian—. Desde que le gané una partida de balompié atado me ha dejado en paz.

—¿Qué es eso del balompié atado?

—Es un juego que me he inventado en el recreo. Yo lo práctico mientras todos los demás juegan al fútbol y así me imagino que yo también estoy jugando con ellos, solo que sin cansarme.

Gloria se quedó en silencio durante el resto del viaje hasta el colegio.

Capítulo 23

La señorita Ashworth se puso delante de la clase sosteniendo un gran sobre sellado, como siempre hacía cuando se preparaba para anunciar quién sería el siguiente alumno del mes. El elegido era el que hubiera hecho el mayor esfuerzo para aprender y cumplir las normas: el niño o la niña que hubiera sido más amable con sus compañeros y que menos hubiera faltado a clase. Aparte del prestigio general que todo aquello le confería al ganador o ganadora, él o ella sería el primero o la primera en salir de clase al final del día durante todo el mes. Y por si no fuera suficiente, también recibiría un vale de diez dólares para el McDonald’s. Aquello convertía automáticamente al ganador en el niño más popular de la clase, pues diez dólares eran suficiente como para comprar hamburguesas para dos, y todos anhelaban que el alumno del mes los invitara a ir con él a McDonald’s.

Dadas sus frecuentes citas con el médico, Sebastian faltaba mucho a clase, así que siempre le había sido imposible ganar ese premio. Se quedó asombrado cuando la señorita Ashworth abrió el sobre y dijo su nombre en alto para que todos lo oyeran.

Todo el mundo empezó a aplaudir y a ovacionarle mientras Sebastian se agarraba al borde de su pupitre para tranquilizarse.

—Por favor, Sebastian, ¿puedes venir hasta aquí? —le pidió la señorita Ashworth, sonriéndole de tal manera que demostró, tanto a él como a todos los demás, que se sentía especialmente satisfecha de que él fuera el ganador de ese mes.

Las orejas y las mejillas se le pusieron intensamente coloradas mientras avanzaba hacia la parte delantera de la clase, donde la señorita Ashworth le indicó que se diera la vuelta para mirar a sus compañeros.

—Me gustaría decir unas palabras sobre Sebastian, y lo que le hace ser un alumno excepcional, y aquellos que queráis añadir algo, por favor, levantad la mano para hablar. —Colocándole una mano en el hombro, continuó—: Este mes he seleccionado a Sebastian porque deseaba concederle esta distinción a un alumno que ha demostrado valor frente a algunos desafíos bastante difíciles. Todos sabemos que Sebastian padece determinadas limitaciones físicas que no le permiten correr y jugar como el resto de vosotros, pero se ha adaptado muy bien, nunca se queja y es un alumno excelente. Por esta razón, he decidido dejar a un lado el requisito de las faltas de asistencia solamente durante este mes. —Le puso a Sebastian el medallón del alumno del mes, que se parecía mucho a una medalla olímpica, mientras añadía—: Gracias por tu valentía y tu amabilidad, y por ser un ejemplo tan inspirador para los demás.

—De nada —farfulló él mientras pasaba la mano por el medallón que descansaba sobre su pecho.

Pesaba más de lo que había supuesto.

—Y ahora, ¿quién quiere compartir lo que piensa de Sebastian con él y el resto de la clase? —preguntó la señorita Ashworth.

Sebastian, seguro de que nadie querría decir nada más, estaba listo para escabullirse hasta su pupitre cuando unas cuantas manos se levantaron al fondo de la clase.

—Primero Melanie y después tú, Mia —les indicó la señorita Ashworth.

—Me gusta que te sepas las capitales mejor que nadie —dijo Melanie.

Y Mia añadió:

—Y dibujas muy bien.

Se levantaron varias manos más, y los cumplidos, como si fueran pétalos de flores, cayeron sobre él. «Eres bueno en caligrafía», «Me gustan tus zapatos», «Cumples las instrucciones muy bien», «Te quedas en silencio cuando se supone que debes hacerlo», «Nunca gritas ni dices palabrotas», «Eres simpático», «Tienes los ojos grandes y brillantes». Y a medida que sus compañeros compartían alegremente con él sus cumplidos, su antigua timidez se transformó en un agradable y cálido sentimiento resplandeciendo en su interior. Si la señorita Ashworth no hubiera mantenido la mano sobre su hombro, Sebastian habría flotado como un globo hasta el techo. Y justo cuando pensaba que había oído todo lo bueno que podía escuchar sobre sí mismo, Kelly Taylor levantó la mano.

La señorita Ashworth dijo el nombre de la niña, y Keith, que había estado enfurruñado, rascándose las costras de las manos desde que la profesora había anunciado quién era el alumno del mes, levantó la cabeza con cara de incredulidad.

—Creo que Sebastian es…

—Acuérdate de hablarle a Sebastian directamente —le recordó la señorita Ashworth.

—¡Oh, se me había olvidado! —dijo Kelly con una risita—. Sebastian, creo que eres el niño más simpático y más inteligente de la clase…

—Gracias —le respondió Sebastian aturdido y abrumado.

—Todavía no he terminado —le contestó Kelly—. Creo que eres simpático porque, aunque la gente se burla de ti, tú no les pagas con la misma moneda. Y creo que eres inteligente porque te has inventado un juego nuevo. Y nunca antes había conocido a nadie que se hubiera inventado un juego.

Sean gritó:

—¡Oooooh! ¡A Kelly le gusta Sebastian!

Y muchos otros alumnos comenzaron a silbar y a gritar.

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