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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (37 page)

BOOK: La abuela Lola
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—¿Por qué no le preguntas a la anciana de pelo negro para ver qué dice ella?

Sebastian levantó la vista hacia su abuela aún más incrédulo que antes.

—No funciona así: no puedo preguntarle cosas cuando me apetece. Es ella la que me habla a mí cuando le da la gana.

—¿Estás seguro? ¿Lo has intentado alguna vez?

Sebastian tuvo que reconocer que nunca había intentado preguntarle nada a la anciana de pelo negro, probablemente porque prefería pensar que, en realidad, no existía, que aquella mujer no era más que un producto de su imaginación o uno de esos momentos de
déjà vu
que todo el mundo ha experimentado alguna vez, pero que nadie entiende realmente.

—Pero ¿quién es esa anciana, abuela? —le preguntó.

Lola sacudió la cabeza y comenzó a recoger los restos de su comida.

—Tú pregúntale —le dijo simplemente.

Cuando Sebastian llegó a casa aquella noche, se fue directamente a su habitación y se tumbó. Le dolían la cabeza y el estómago y se sentía preocupado. Había supuesto que su madre se disgustaría cuando le viera el ojo hinchado, pero no creía que fuera a perder los papeles totalmente. Lo único que la abuela Lola pudo hacer fue evitar que su hija saliera corriendo de su casa para plantarse directamente en la comisaría más cercana. Si hubiera sabido dónde vivía Keith, habría ido directamente a su casa y tenía toda la intención de presentar una queja formal en el colegio al día siguiente. Y por si aquello no fuera suficiente, llamó al padre de Sebastian desde casa de Lola para contarle lo que había pasado y, por lo que Sebastian comprendió, su padre estuvo de acuerdo en que había que hacer algo más.

Sebastian cerró el ojo bueno (el otro ya lo tenía cerrado por la hinchazón) y trató de imaginarse a la anciana de pelo negro en su mente. Tal vez si se concentraba lo suficiente en su rostro, sería capaz de preguntarle sobre Keith, y ella le respondería. Y si contestaba a su primera pregunta, puede que también le dijera quién era. No le costó ningún trabajo imaginársela. Tenía una cara tan inconfundible, con aquellos ojos penetrantes, la larga nariz torcida y esa expresiva boca. Y entonces pensó en su áspera voz ronca y en sus contundentes palabras.

—¿Quién eres? —murmuró—. ¿Eres un ángel o un fantasma? ¿Por qué te me apareces?

Sebastian escuchó un golpe lejano, aunque reconoció rápidamente el origen del sonido momentos después, cuando la puerta de su habitación se abrió de golpe.

—¡Papá está aquí! —anunció Jennifer, sin aliento después de haber subido las escaleras de dos en dos—. Mamá y él están hablando en la cocina.

Sebastian se levantó de un salto de la cama. Su padre no había puesto un pie en la casa desde que se marchó varias semanas antes. Jennifer contempló el rostro de su hermano pequeño.

—¡Hombrecito! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado?

—Me he metido en una pelea —le respondió Sebastian, y le gustó bastante cómo sonaba aquello.

Jennifer sacudió la cabeza con incredulidad y dijo:

—Debe de ser por eso por lo que ha venido papá.

Su hermana le indicó que la siguiera al pasillo para que pudieran escuchar juntos desde el descansillo al final de las escaleras.

—No puede seguir así, Gloria, ¿por qué no lo comprendes?

—Todos los niños se meten en peleas, y ese Keith parece ser el típico abusón. Siempre hay uno así en cada clase.

—Eso es cierto, y todos ellos siempre la toman con el niño más débil, el que no puede defenderse. ¡Dios mío! ¡Nuestro hijo no puede echarse a correr sin desmayarse! ¿Has visto la cara que pone cuando ve a los otros niños jugando y corriendo? Se le rompe el corazón, Gloria, necesita esa operación.

A continuación, hubo un largo silencio.

—No tienes que pasar por esto sola, cariño. Yo estaré contigo en todo momento.

Gloria tosió y su voz sonó llorosa y tensa cuando habló:

—¿Cómo puedo fiarme de lo que me estás diciendo? ¿Cómo puedo volver a fiarme de ti?

—Por el bien de nuestros hijos te ruego que lo intentes.

—Y si yo no estoy de acuerdo, tú no dejarás estar el tema, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—La operación de Sebastian. No dejarás el tema en paz hasta que no te salgas con la tuya. Por eso no quería que te enteraras en primer lugar, porque sabía que lo liarías todo… ¡Maldito seas, Dean!

—¿No te das cuenta de lo que estás haciéndole?

—Estoy tratando de mantenerlo con vida.

—Tu miedo lo está matando, Gloria.

—No. Te has equivocado antes y te equivocas ahora.

A aquellas palabras les siguió otro silencio, durante el cual Jennifer trató de llevar a Sebastian de vuelta a su habitación, pero él no se lo permitió.

—Daría mi vida por que Sebastian estuviera sano y estoy seguro de que tú también lo harías. Pero si eso no es posible, ¿realmente crees que sacrificando nuestro matrimonio lo vas a salvar? —le preguntó Dean.

—No sé de qué me estás hablando.

—Quiero volver contigo, Gloria. Te quiero y quiero a mi familia. Dame otra oportunidad y te prometo que ni tú ni los niños lo lamentaréis.

Sebastian no había rezado jamás en su vida, pero en ese momento se dejó caer de rodillas, apretó las manos y le rezó a Dios y a los ángeles, a Jesús y a todos los santos y a quienquiera o lo que fuera que estuviera dispuesto a escuchar su plegaria.

—Haz que diga que sí. Por favor, que diga que sí —murmuraba una y otra vez.

Se oyó el ruido de las sillas de la cocina rozando contra el suelo de baldosas, y Sebastian se imaginó a sus padres abrazándose y besándose apasionadamente. Entonces, su madre dijo:

—No me puedo creer que no hayas pasado todo tu tiempo libre escribiéndole notitas a todas las mujeres hermosas que se hayan cruzado en tu camino. Te perdono por lo que ha pasado. —Hizo una pausa—. Aun así, no puedo continuar con nuestro matrimonio, por lo menos, no ahora, y tal vez nunca pueda. Algo dentro de mí murió hace mucho tiempo, y tratar de fingir que todavía está vivo es más difícil que aceptar sencillamente que se ha ido para siempre.

Tras varios minutos en silencio, lo único que se oyó fue la puerta trasera abriéndose y cerrándose, y después el ruido sordo del motor del todoterreno de Dean en la entrada del garaje.

Jennifer se quedó de pie, enfurecida en lo alto de las escaleras. Miró hacia su hermano pequeño, que aún estaba arrodillado con las manos apretadas ante él. Pensó en las numerosas peleas que sus padres habían mantenido a lo largo de los años, en el tono displicente de su madre y en la mirada perdida y herida en los ojos de su padre. Se acordó de sus estúpidas bromitas y se dio cuenta de que su padre no sabía qué más podía hacer para subirle el hundido ánimo a su familia. La mayor parte de las veces no solía funcionar demasiado bien, pero, por lo menos, lo intentaba.

De repente, algo en el interior de Jennifer hizo clic, y corrió escaleras abajo a la cocina, dejando a Sebastian arrodillado en el descansillo.

—¡Eso ha sido lo más estúpido que has hecho en toda tu vida, mamá! —exclamó—. ¿Quién te crees que eres, la Virgen y la reina Isabel todo en uno?

—Estábamos manteniendo una conversación privada, jovencita.

—Me importa un pepino qué tipo de conversación fuera. También es mi vida. ¿Acaso te has parado a pensar en ello?

—¿No entiendes qué…?

—Lo que entiendo es que papá acaba de disculparse y se ha puesto a tus pies, y tú le has dicho no sé qué pamplinas de que algo se moría en tu interior.

—Es verdad, y algún día cuando seas mayor…

—Y algún día cuando tú seas una anciana solitaria, echarás la vista atrás y recordarás este día y lo lamentarás. Te lo juro, mamá, en tu lecho de muerte le rogarás a Dios haber sido capaz de perdonarlo.

—Jennifer…

—Tú te crees que eres la única que sufre. Pero todo el mundo lo hace, mamá, y algunas personas sufren incluso más que tú.

Dicho aquello, Jennifer salió corriendo a la calle tras su padre.

Todavía arrodillado en el descansillo, Sebastian dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo. Podía oír a su madre llorando en la cocina y se sintió mal por ella, pero no tuvo ganas de ir abajo a consolarla. Anhelaba un poco de paz y la comodidad de su cama, así que se puso en pie y regresó a su habitación, donde permaneció el resto de la noche.

Capítulo 24

A la mañana siguiente, Gloria cumplió su promesa de informar a la dirección del colegio sobre todo lo que había sucedido entre su hijo y Keith. Lo explicó todo con su persuasiva autoridad habitual y dejó clarísimo que Keith era un abusón y una amenaza, y que no permitiría que su vulnerable hijo siguiera exponiéndose a un peligro así. Huelga decir que la dirección se tomó muy en serio la preocupación de Gloria, y además el ojo de Sebastian se había inflamado durante la noche hasta convertirse en una impresionante hinchazón negra y azul, lo cual le daba aún más peso a sus argumentos. Les aseguraron tanto a la madre como al hijo que, a partir de ese momento, no tendrían que preocuparse más por Keith y que convocarían inmediatamente a sus padres a una reunión.

Gloria se marchó más o menos satisfecha, y a Sebastian lo enviaron a clase casi con una hora de retraso. Su ojo a la virulé provocó una gran conmoción, pues nadie se hubiera esperado nunca que un niño como él se metiera en una pelea. La señorita Ashworth ya había sido informada del altercado del día anterior, pero, aun así, se preocupó cuando vio el ojo de Sebastian. Se disponía a llamarlo para que se acercara a su mesa cuando sonó el teléfono. Mientras escuchaba, contempló a Keith, que había adoptado una expresión petulante. La profesora colgó, escribió una nota de permiso para andar por el pasillo y le ordenó a Keith que se dirigiera de inmediato al despacho del director.

Keith se acercó despreocupadamente a la mesa de la señorita Ashworth, cogió la nota que la profesora le entregó y abandonó la clase entre una cacofonía de gritos y aullidos de los demás alumnos.

—¡Ooooooh, Keith se ha metido en un lío! —exclamaron, pues todo el mundo dio por hecho que lo habían llamado al despacho del director a causa del ojo negro de Sebastian.

Finalmente, los alumnos se calmaron y comenzó la primera clase del día, pero, cuando llevaban apenas veinte minutos, la señorita Ashworth recibió otra llamada y escribió otra nota de permiso. Esta vez le pidió a Sebastian que se acercara y también le indicó que se dirigiera al despacho del director. El alboroto que se produjo se escuchó por todo el pasillo mientras Sebastian abandonaba el aula para ir al despacho del director de mala gana.

Lo único que deseaba era dejar atrás todo aquel asunto. Ya no estaba enfadado con Keith, sino que simplemente se sentía nerviosísimo y se le ocurrió que quizá podría escaparse y correr hasta casa de su abuela y nadie notaría su ausencia hasta que estuviera a medio camino. Pero sabía que eso no haría más que empeorar las cosas. Si se marchaba ahora, el disgusto de su madre alcanzaría tal nivel que sus anteriores enfados serían del tamaño de un guisante.

A medio camino hacia el despacho del director, oyó un extraño sonido que resonaba al ritmo de sus propios pasos y se paró en seco. No lo escuchó más, pero había un murmullo que reverberaba por todo el pasillo, y notó un extraño hormigueo en la planta de los pies. Únicamente cuando comenzó a andar de nuevo fue cuando percibió una poderosa vibración que ascendió desde el suelo, le subió por los pies y las piernas, y entonces oyó la voz de la anciana de pelo negro en su interior, como si emanara del centro mismo de su corazón.

—Todo irá bien —susurró con voz ronca—. Invita a Keith a casa de tu abuela. Todo irá bien.

Sebastian anhelaba recibir su consejo más que nunca, pero, esta vez, no pudo evitar ponerla en duda.

—Pero Keith es el niño más malo del colegio y seguro que del mundo entero. ¿Y si me vuelve a pegar?

—Todo irá bien —le susurró de nuevo la anciana de pelo negro.

Sintiéndose más confuso y nervioso que nunca, Sebastian entró por la puerta del despacho del director e, inmediatamente, la secretaria lo hizo pasar a la sala de conferencias. Estaba ocupada con varias cosas a la vez y le explicó apresuradamente que el señor Grulich, el director, no tardaría en hablar con ellos. Se disponía a acompañar a Sebastian al interior de la sala cuando sonó el teléfono, y le indicó que podía entrar por su cuenta, asegurándole que ella iría tan pronto como pudiera.

De mala gana, Sebastian empujó la pesada puerta de la sala de conferencias para abrirla apenas una rendija e introducirse en el interior. Durante la reunión de aquella mañana, el señor Grulich había prometido que llamaría a los padres de Keith tan pronto como fuera posible para hablar del asunto. Sebastian esperaba que el director se olvidara del tema. Pero, aunque no lo pasara totalmente por alto, el niño no se imaginaba que fuera a suceder nada ese mismo día y claramente no antes del recreo, pero, sentados a la mesa junto a Keith, había dos adultos que lo flanqueaban y que Sebastian supuso que serían sus padres. A la mujer ya la había visto antes, al principio del curso. Era delgada y llevaba el cabello rubio peinado de forma irregular hacia la coronilla, cosa que le producía un bulto asimétrico. De no ser por su gesto de hastío y su postura encorvada, habría sido bastante guapa. Adoptó una expresión compasiva cuando vio el ojo de Sebastian.

El niño avanzó indeciso por la estancia. Le resultaba insoportable hacerles frente a Keith y a sus padres al mismo tiempo, y se sintió entumecido por el temor. Oyó un ruido seco que provenía de la puerta a sus espaldas y volvió la cabeza, deseando desesperadamente que la secretaria hubiera terminado de hablar por teléfono y viniera para unirse a ellos, pero no era más que el sonido de la puerta al cerrarse.

—¿Este es el niño al que has pegado? —preguntó el padre de Keith.

Era un hombre de aspecto fornido con muñecas tan gruesas como vigas. Resultaba impresionante ver aquella versión adulta de Keith, pues también tenía ojos amarillos, pecas y el cabello de color rubio rojizo. Y aunque la voz de Keith era bastante imponente, la de su padre era como un trueno, e hizo que a Sebastian le temblaran las rodillas.

—Contéstame, chico —ordenó el hombre, dándole un empujón en el hombro a su hijo—. ¿Es este?

Keith farfulló algo ininteligible.

—¿Qué diablos has dicho?

—Sí, es él —afirmó Keith con los ojos fijos en la mesa ante él.

El padre de Keith entrecerró los ojos mirando a Sebastian y lo estudió de pies a cabeza durante al menos veinte segundos. Mientras tanto, Sebastian sintió como se le deshacían las entrañas y se le ponían las orejas coloradas.

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