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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (32 page)

BOOK: La abuela Lola
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—¡Oh, por Dios, no! —le contestó Lola—. Al final tuvo que dejarlo porque era demasiado vieja para salir a buscarlas. Pero apenas unos días después de que pusiera la mariposa de alas color lavanda junto al resto, le robaron toda la colección en mitad de la noche mientras dormía y nunca encontraron al ladrón, ni tampoco las mariposas. ¿Te lo puedes creer?

—Lo mismo se le escaparon —aventuró Sebastian, imaginándose cientos de mariposas volviendo a la vida, rompiendo el cristal de la vitrina y echándose a volar, con sus alas escarchadas llenando el cielo nocturno como un arco iris de colores.

—¿Sabes, Sebastian? —le susurró Lola, dándole un pequeño achuchón—. Creo que eso fue exactamente lo que sucedió.

Capítulo 21

La nota de papel, cuidadosamente doblada, aterrizó en el pupitre de Sebastian justo cuando la señorita Ashworth estaba escribiendo en la pizarra los deberes para ese día. Se sintió sobresaltado y confuso al verla. Sebastian se había ganado algo de respeto entre sus compañeros de clase desde su reciente enfrentamiento con Keith, pero, aun así, estaba convencido de que le habían pasado aquella nota para que él la pasara a su vez, en lugar de ser para él. A pesar de todo se sintió halagado, porque participar en pasar una nota llevaba asociado cierto prestigio, pero, cuando vio su nombre claramente escrito en la parte delantera del papel, casi no pudo creérselo. Se giró hacia la izquierda y se quedó aún más estupefacto cuando vio a Kelly Taylor sonriéndole y animándolo para que la abriera.

Sebastian comenzó a desdoblar la nota con dedos temblorosos. A pesar de la impaciencia, tuvo cuidado, e instintivamente fue levantando la mirada de cuando en cuando hacia la señorita Ashworth para asegurarse de que no lo viera. Aunque era nuevo en este tipo de menesteres, había visto a demasiada gente pillada con las manos en la masa como para saber que el sonido del papel crujiendo era lo primero que lo delataría. Terminó la delicada tarea de abrir la nota mientras mantenía los ojos fijos en el rostro de la señorita Ashworth, que estaba hablando sobre la siguiente tarea. Únicamente cuando la profesora se volvió hacia su escritorio durante un instante, Sebastian bajó la mirada hacia la nota y leyó: «¿Me enseñas a jugar al balompié atado en el recreo?».

Al niño se le hinchó el pecho de orgullo y deseó poder gritar con todas sus fuerzas: «¡¡¡Sí!!! ¡Te enseñaré! ¡¡¡Te enseñaré todo lo que tú quieras!!!».

Sin embargo, Kelly Taylor le estaba observando para ver qué haría, y tuvo que luchar contra el impulso de colocarse la mano sobre el corazón, que le estaba latiendo furiosamente. Tardó un instante en recobrar la compostura y recuperar el aliento.

Cuando se sintió más tranquilo, garabateó las palabras: «Sí, te enseñaré» al final de la nota de ella y la envió de vuelta. No tenía ni la menor idea de si estaba cumpliendo correctamente las normas de etiqueta para pasar notas, pero pensó que aquello le provocaría mucha menos ansiedad que asentir o mantenerle la mirada a la niña, que se encontraba al otro lado de la clase.

Después de que sonara la campana que anunciaba el primer recreo de la mañana, les dieron permiso para salir, y Sebastian se encaminó directamente a la pista de pelota atada, como todas las mañanas. Sin embargo, se sentía demasiado nervioso como para volverse y comprobar si Kelly Taylor iba detrás de él. Tal vez había cambiado de opinión o Keith le había dicho que estaba loca por querer pasar el rato con el «niño mono» cuando podría estar haciendo algo infinitamente más divertido con él. Sí, seguramente se trataba de una locura transitoria que se había apoderado de ella y ahora ya habría vuelto a sus cabales. Aquel pensamiento, por decepcionante que fuera, realmente contribuyó a que Sebastian se relajara un poquito.

No obstante, cuando ya estaba llegando a la pista de pelota atada, escuchó pasos detrás de él y se volvió para ver a Kelly Taylor corriendo hacia él, con sus trenzas flotando al viento y los calcetines altos arrugados en los tobillos. Tenía un aspecto desordenadamente atractivo, como un pájaro exótico, y al verla, se le cortó la respiración.

Jadeando ligeramente tras la carrera, la niña dobló la cintura y se apoyó las manos en los muslos para recobrar el aliento. Sebastian se sintió tan abrumado por la presencia de Kelly que temió no ser capaz de enseñarle nada de nada. Y entonces se le ocurrió que la estaba contemplando con la misma distraída expresión de adoración con la que su padre miraba a su madre en aquellas fotos y rápidamente apartó la mirada.

—¿Es difícil jugar? —le preguntó Kelly.

Sebastian negó con la cabeza y cogió la pelota.

—Yo creo que no —dijo él, aliviado de haber podido responder como era debido a la primera duda de ella.

—¿Qué tengo que hacer? —le preguntó la niña con las manos en las caderas, y Sebastian percibió en la concentrada expresión de sus ojos que sinceramente deseaba aprender.

Lo único que podía explicar aquello era que la niña se había enterado de lo que había sucedido entre él y Keith en la pista de pelota atada mientras ella estaba enferma, y a Kelly Taylor no le gustaba que la dejaran al margen de nada, sobre todo si se trataba de un juego nuevo.

Inmediatamente, Sebastian se tumbó en el suelo y le enseñó la postura que debía adoptar. Entonces, manteniendo la pelota en equilibrio con la punta de los pies, le propinó una patada, con cuidado de no hacerlo con demasiada fuerza para no golpear a la niña. Si hubiera querido, le habría dado con más ímpetu y hubiera demostrado su fuerza, aunque temía que eso pudiera desanimarla.

Ella lo imitó, ajustándose la falda en torno a las piernas, aunque siempre llevaba pantalones cortos debajo. Sebastian le tiró la pelota suavemente de nuevo. En las primeras intentonas, la niña tuvo dificultades para devolvérsela, pero rápidamente logró tocarla con seguridad y mantener el ritmo.

—¡Muy bien! —la felicitó Sebastian—. Ahora intenta darle un poco más fuerte. Si te apoyas en los codos, te resultará más fácil.

Kelly asintió y aceptó la sugerencia. De hecho, logró golpear la pelota con más firmeza y, en poco tiempo, se la empezaron a lanzar el uno al otro a buen ritmo. Sebastian jugaba con delicadeza, sin esfuerzo, cuidándose de ponerla solamente un poquito a prueba para que no se sintiera frustrada, porque si hubiera querido le habría ganado la partida sin ningún problema.

—¡Qué divertido! —comentó Kelly mientras golpeaba el balón con más fuerza una y otra vez—. Es como si nos estuviéramos lanzando el sol.

Sebastian nunca se lo había planteado de aquella manera, pero era verdad que, con el telón de fondo del cielo azul, la pelota dando vueltas sobre sus cabezas parecía realmente un apagado sol cubierto por nubes.

—Sí. —Fue lo único que se le ocurrió decir como respuesta—. Creo que la cadena golpeando el poste suena como el ruido de un tren —añadió unos segundos más tarde.

Después de escucharlo durante un rato, Kelly comentó:

—Tienes razón. Suena igual que un tren sobre las vías.

Sebastian también podría haberle contado que a veces oía palabras en el gemido de la cadena y que le hacían sentirse reconfortado, aunque no siempre las comprendía, pero eso sería demasiado que confesar. Kelly Taylor probablemente pensaría que estaba loco si le decía aquello. Seguro que se pondría en pie de un salto y saldría corriendo, apartándose de él lo más rápido que pudiera. Y mientras Sebastian se distraía con estos pensamientos, ella golpeó la pelota lo suficientemente bien, lo bastante fuerte como para que se le escapara al niño entre los pies y viajara alrededor del poste.

—¡Eso ha sido genial! —exclamó Sebastian, pero decidió firmemente que no dejaría que volviera a pasar y le propinó una patada a la pelota aún más fuerte que antes.

Esta pasó zumbando entre los pies de Kelly, que se echó a reír.

—Estabas jugando flojito conmigo, ¿verdad? —le preguntó.

—Solo un poco —le respondió Sebastian avergonzado.

—No lo hagas más —le pidió ella—. Quiero que juegues lo mejor que sepas.

—Pero entonces no será divertido.

—¡Vamos! —lo animó Kelly—. Me las apañaré.

Sebastian golpeó la pelota una y otra vez lo mejor que supo, sorprendiéndose incluso a sí mismo del control y la habilidad de sus propios pies. Y cada vez que lo hacía, el tiro se le escapaba a Kelly entre las piernas y se enrollaba en torno al poste y, en menos de treinta segundos, Sebastian había ganado la partida.

Se dejó caer al suelo.

—¿Entiendes ahora a qué me refería? —le dijo en tono de disculpa.

—¡Eres bueno! —le respondió ella quedándose humildemente en silencio, cosa que le puso al niño la piel de gallina.

Muchos otros compañeros se habían ido congregando a su alrededor para ver el final de la partida y también le pidieron a Sebastian que les enseñara a jugar. Les mostró la postura y cómo debían golpear la pelota y se puso en pie para que ellos pudieran practicar por su cuenta. De repente, el balompié atado se había convertido en la nueva moda, algo a lo que todos querían jugar. A esas alturas, solo la mitad de sus compañeros de clase estaban en el campo de fútbol al otro lado del patio, y Keith se encontraba entre ellos. Sebastian paseó hasta el banco bajo el sauce y se sentó a mirar mientras recuperaba el aliento. Kelly lo siguió, pero no se sentó.

—Creo que es superguay que te hayas inventado ese juego —le dijo, colocando el pie en su irresistible ángulo recto.

—¡Gracias! —le contestó él, notando que se le ponían coloradas las orejas.

—¿Lo has hecho por tu problema de corazón? —le preguntó la niña.

Nunca se lo había planteado de esa manera y se sorprendió de la perspicacia de Kelly.

—Supongo que sí.

—Qué mala pata que tengas el corazón enfermo —comentó ella—, porque si pudieras jugar al fútbol de verdad serías el mejor futbolista de la clase.

Dicho esto, se alejó del sauce para unirse a los otros en la pista de pelota atada. Abrumado por las palabras que Kelly Taylor acababa de dedicarle, Sebastian los miró jugar bajo la sombra del árbol, apretándose el corazón con la mano.

De camino por el patio al salir de clase aquella tarde, Sebastian se retrasó porque algunos de sus compañeros lo desafiaron a que jugara con ellos al nuevo juego. Habían estado practicando durante el recreo de la hora de comer y estaban seguros de que entonces serían capaces de ganarle. Era verdad que habían mejorado, pero solamente haciendo un poquito más de esfuerzo, Sebastian logró ponerlos en su sitio, aunque sintió un poco de lástima al ver lo decepcionados que se quedaron. Sean era el que más disgustado estaba de todos. Después de perder, se puso en pie de un salto, apretó los puños y golpeó enérgicamente la pelota atada hasta que se le agotaron las fuerzas. Después se quedó simplemente allí, con la cabeza colgando y gesto de derrota.

—Sigue practicando —le recomendó Sebastian—. Y muy pronto conseguirás ganarme.

—¿Tú crees? —le preguntó Sean, levantando la vista con ojos esperanzados.

Sebastian asintió, recogió su cartera y se marchó a casa de su abuela una hora más tarde de lo habitual. Sin embargo, cuando vio la casita amarilla, no logró recordar cómo había llegado hasta allí. Había recorrido el camino habitual, pero, por mucho que lo intentara, no conseguía acordarse de por dónde había cruzado la calle o de qué esquinas había doblado. Pensó en lo que su abuela le había dicho de que, cuando te enamoras, te sientes como que puedes volar y respirar bajo el agua. Y eso era exactamente lo que él notaba, y el sentimiento de rendición total que le provocaba le dio ganas de echarse a reír y llorar al mismo tiempo. Incluso su nombre tenía algún poder especial, y cuando murmuraba: «Kelly Taylor, Kelly Taylor» para sus adentros, sentía una extraña paz interior. Quería hacerla feliz, verla reír y, por muy tonto que pareciera, se imaginaba a sí mismo corriendo cogiéndola de la mano junto a la orilla del mar durante una espléndida puesta de sol. Y aquella imagen resplandeció en su corazón durante todo el camino hacia casa de su abuela.

Sebastian abrió la puerta y se encontró que las velas ya estaban encendidas y que la casita brillaba con una titubeante luz dorada. Dejó caer la cartera junto a la puerta y se reunió con su abuela tras la encimera de la cocina. Cuando Lola levantó la vista, juntó las manos.

—Hoy vamos a preparar algo nuevo. Creo que te va a gustar.

Sebastian estaba decidido a ayudar a su abuela con la cena, como de costumbre, pero todavía se sentía extasiado por los acontecimientos de la jornada y no quería deshacerse de aquella sensación tan rápidamente.

—¿Quién viene esta noche, abuela? —le preguntó distraído.

—Oh, no lo sé —respondió ella encogiéndose de hombros—. Puede que nadie, puede que todo el mundo.

Desenvolvió un paquete grande de carne picada de ternera y le indicó a Sebastian que empezara a preparar el sofrito mientras ella organizaba el resto de los ingredientes.

—Hoy vamos a preparar picadillo —anunció Lola contemplando con curiosidad a su nieto, que estaba cortando las cebollas, los ajos y los pimientos a cámara lenta—. Solíamos prepararlo en la isla cuando nos estábamos quedando sin dinero. La carne picada es barata y sabrosa, y podíamos estirarla todo lo que nos hiciera falta.

Sebastian continuó cortando la verdura y, en poco tiempo, se puso a saltear el ajo en aceite de oliva con una pizca de sal, pero aún seguía perdido en sus pensamientos. Unos minutos más tarde, un amargo olor inundó la cocina, y Lola fue a vigilar qué estaba haciendo su nieto. Vio que había empezado a sofreír el ajo antes que ninguna otra cosa, algo que ella le había dicho que no hiciera nunca. Además, no se había molestado en añadir las demás verduras, cuyo jugo habría evitado que se quemara el ajo.

Lola se volvió hacia Sebastian, que todavía tenía aquella expresión ausente y soñadora en la cara mientras seguía removiendo distraído los trozos de ajo calcinados por toda la sartén con la cuchara. Rápidamente, se la quitó de las manos y bajó el fuego, que además, estaba demasiado alto.

—¡Mira lo que has hecho, Sebastian! —exclamó, estudiándolo con algo de preocupación.

Sebastian bajó la mirada hacia el revoltijo requemado de la sartén.

—Lo siento, abuela —se disculpó—. Me parece que no estaba prestando suficiente atención.

La verdad era que estaba pensando en Kelly Taylor y en lo bien que se lo habría pasando enseñándole a cocinar. Quizá le gustaría tanto como jugar al balompié atado.

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