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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (27 page)

BOOK: La abuela Lola
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—Háblame sobre el mofongo —le pidió Sebastian.

Lola le sonrió cariñosamente.

—Me alegra ver que estás desarrollando un sano apetito no solo por la buena comida, sino también por las historias que hay detrás de ella. Por supuesto, te contaré todo lo que quieras saber. Y déjame comenzar diciendo que este es un plato que aúna los sabores y la historia de la isla mejor que ningún otro. Si deseas probar el alma y el corazón de tus raíces, Sebastian, eso es el mofongo.

—Me temo que mami ha desarrollado últimamente el gusto por lo dramático —le dijo Gabi a Terrence, tocándole ligeramente el brazo.

—¿Acaso dudas de mi palabra? —dijo Lola a modo de respuesta.

—No, lo único que digo es que puede que sea una pequeña exageración, mami, eso es todo.

Lola golpeó la encimera con la mano del mortero.

—¿«Una pequeña exageración»?

Mando le dedicó a su hermana una mirada de censura.

—En realidad —confesó—, yo siempre me he sentido así con respecto al mofongo.

—Sí, yo también —afirmó Susan, esbozando una sonrisa incómoda—. Siempre he pensado que era el plato más delicioso de todos.

Molesta por el tono condescendiente de su hijo y su nuera, Lola rodeó precipitadamente la encimera y se quedó de pie en la cabecera de la mesa mirando con desprecio a Mando y a Susan.

—Supongo que, como soy vieja, pensáis que también soy estúpida, ¿verdad?

—Por supuesto que no —negó tío Mando—. Vamos, mami, no te disgustes otra vez.

Querría haber añadido: «… como en el hospital», pero prefirió no hacerlo, pues sabía que su madre se enfadaría aún más si lo hacía.

Sin embargo, fue Cindy quien lo dijo con lágrimas en los ojos:

—Me asusta muchísimo cuando todos os peleáis como en el hospital.

A continuación, Lola se dirigió a Cindy, con un tono de voz grave:

—A veces la gente se enfada, Cindy. Solo porque tengas una cara bonita y vengas de una buena familia no significa que el mundo te vaya a ahorrar una buena dosis de realidad de vez en cuando.

Cindy contempló a su abuela con incredulidad, y Susan le susurró algo a su marido, que asintió. Era cierto que su madre repentinamente había vuelto a ser casi como la mujer obstinada que él recordaba en su juventud, aunque no había visto ni rastro de aquella mujer desde que murió su padre, excepto por el incidente en el hospital, claro. Mando se apartó de la mesa y comenzó a levantarse de su asiento.

—Nos vamos a ir ya, mami. Es obvio que te estamos disgustando y está claro que no queremos…

—¡Vuelve a sentar tu culo ahora mismo en la silla! —le ordenó Lola, señalando a su hijo con el dedo manchado de plátano—. Voy a decir lo que tenga que decir y, si os queréis marchar después de que termine, os podéis ir, ¿de acuerdo?

Mando se dejó caer en el asiento y le hizo un gesto a Susan para que hiciera lo mismo.

Lola se inclinó hacia delante contra la mesa, con un aspecto imponente.

—Seguro que recuerdas a tu bisabuelo, ¿verdad, Mando? Con aquellos ojos claros suyos y su pelo color miel, podrías pensar que acababa de bajarse de un barco proveniente de Europa, pero no era así. Es cierto que tenía antepasados alemanes, pero su madre era la hija de un esclavo negro —añadió, señalando a Cindy después de decir eso último—. En aquella época, España había perdido la mayor parte de sus colonias en el Caribe, y los españoles pensaban que se debía a que había demasiada mezcla de razas. Ellos mismos se estaban mezclando con los indios y, cuando llegaron los africanos, tampoco pudieron dejar de revolcarse unos con otros, así que para «blanquear» un poco las cosas, España aprobó un decreto real para animar a los europeos de otros países a ir también a Puerto Rico. Vinieron de Alemania, de Italia y de Francia, y también de muchos otros países. Lo que los españoles no habían previsto es que aquellos europeos recién llegados encontrarían a los boricuas tan irresistibles como ellos mismos. Ellos también mezclaron las razas y tuvieron montones de hijos. Y en pocos años, todos eran tan nativos como el árbol de la ceiba.

Lola volvió a ponerse tras la encimera, donde tenía listos los ingredientes. Cogió el mortero y lo levantó para que todo el mundo lo viera:

—Tenemos que agradecerles el mortero o pilón a los indígenas taínos, un inteligente invento que no falta en ninguna cocina criolla. —A continuación señaló el ajo y el aceite de oliva—. Ese es un legado de nuestros antepasados españoles. —Y finalmente, cogió el plátano de aspecto extraño que había estado partiendo en rodajas—. Y nuestros ancestros africanos nos enseñaron cómo cocinar los plátanos macho y cómo freírlos en lugar de quitarles el sabor cociéndolos, tal y como hacían los europeos por entonces. Cuando lo combinas todo, tienes el mofongo: una asimilación culinaria, una irresistible alquimia de sabores y cultura que ni siquiera el poder de la corona española pudo vencer. Y gracias a Dios que todavía hoy sigue con vida y goza de buena salud. Es una mezcla criolla, y cuando como mofongo, se me alboroza la sangre africana, taína y europea que corre por mis venas.

Cuando Lola terminó, se limpió las manos en el delantal y se sentó junto a Charlie a la mesa.

—¡Guau, mami! —exclamó Gabi—. Nunca antes te había oído hablar así.

—Este mofongo tiene que estar muy bueno —comentó Terrence.

—Si se parece en algo a lo que yo recuerdo, no os decepcionará —les dijo Dean—. Siempre ha sido mi favorito.

—El mío también —añadió Susan—. El mofongo es mi favorito sin duda alguna.

Lola se puso tensa cuando oyó aquello y entonces se inclinó hacia Charlie y le susurró algo al oído. Charlie sonrió mientras miraba fijamente a Susan.

—¿Qué sucede? —preguntó Susan—. ¿No lo he pronunciado bien?

—Oh, no, lo has pronunciado perfectamente —le contestó Lola, tratando de aguantarse las ganas de esbozar una sonrisa. Pero entonces Charlie comenzó a reírse entre dientes, cosa que provocó que Lola le diera un golpe con los nudillos en el hombro—. No empieces o me la contagiarás y no seré capaz de parar.

—Mami, estás siendo terriblemente maleducada —le advirtió Mando—. Cuando éramos niños siempre nos regañabas por cuchichear en la mesa y mírate ahora.

Lola recobró la compostura de inmediato:

—Tienes toda la razón. Además, insistía en que, todo lo que estuvierais cuchicheando, teníais que compartirlo con el resto de los comensales. Así que adelante, Charlie, cuéntales lo que te he dicho.

—¿Estás segura? —le preguntó Charlie adoptando un aspecto algo horrorizado.

—Totalmente. No debería haber secretos entre familia y amigos.

—Sí, pero, a veces, es mejor…

—Por favor, Charlie —le rogó Lola.

Charlie se encogió de hombros y se volvió para dirigirse directamente a Susan.

—Lola me ha dicho que no sabe por qué dices que el mofongo es tu plato favorito cuando una vez te oyó diciéndole a Mando que tenía el aspecto de comida para perro regurgitada y que nunca jamás te meterías algo así en la boca.

Susan palideció y Mando se puso terriblemente colorado.

—Mami, ¿qué demonios…?

—Pero fue tu respuesta lo que más me molestó —dijo Lola mirando directamente a su hijo.

Mando sacudió la cabeza y trató de restarle importancia al asunto echándose a reír.

—No sabes de qué estás hablando, mami, de verdad que no lo sabes.

Lola se inclinó hacia su hijo.

—Te echaste a reír exactamente igual que ahora —le espetó—. Y entonces le dijiste a Susan que el mofongo era un plato de paletos y que, en realidad, no se estaba perdiendo gran cosa.

—Pues es cierto —le respondió él poniéndose a la defensiva—. No es más que plátanos macho machacados con un poco de ajo y tocino. No es que sea precisamente un plato de restaurante de cinco tenedores, si quieres que te diga la verdad.

Al oír aquello, Lola se inclinó sobre la mesa hacia él.

—Te guste o no, el mofongo corre por tus venas y por las de tu hija, y tú te ríes cuando tu mujer lo llama comida para perro. Piensa en lo que eso significa, Mando. Piénsalo.

—¡Ya está bien! —exclamó Mando levantándose de la silla y tirando la servilleta sobre su plato vacío—. Ahora entiendo a qué se refería Gloria cuando decía que estabas ofensiva e hiriente.

Cogió su chaqueta y le entregó el bolso a Susan. Cindy se levantó lentamente de la silla también, con aspecto conmocionado y a punto de echarse a llorar.

Susan siguió a Mando hasta la puerta, pero a medio camino se dio la vuelta, con la cabeza bien alta y los ojos brillantes por las lágrimas.

—Si lo que quieres decir es que Mando y yo nos avergonzamos de sus raíces, estás totalmente equivocada. Nosotros abrazamos la diversidad y siempre hemos educado a Cindy para que haga lo mismo.

Lola miró fijamente hacia delante y su rostro no delató ninguna emoción.

—¿De verdad nos marchamos? —preguntó Cindy cuando vio que tanto su padre como su madre se encontraban junto a la puerta.

—Sí, así es —le respondió Mando.

Cindy comenzó a seguirlos, pero entonces se dejó caer sobre la mecedora de Lola y se cubrió la cara con las manos. Susan corrió a su lado y le acarició el hombro para consolarla.

—Por favor, cariño, no hay motivo para que te disgustes. Volveremos a venir dentro de unos días, cuando tu abuela se sienta mejor. ¿Qué te parece si vamos a por sushi de camino a casa?

—Odio que todo el mundo se pelee —sollozó Cindy.

—Ya lo sé, pero todo va a ir bien, ya lo verás —le aseguró Susan mientras le apretaba suavemente el hombro a su hija.

Cindy levantó la vista hacia ella y la miró con ojos acusadores:

—Pero lo que más odio es cuando papá y tú me mentís.

Susan apartó la mano del hombro de su hija y dio un paso atrás.

—¿Por qué no me lo contasteis? —preguntó Cindy—. ¿Por qué no me dijisteis que algunos de nuestros antepasados eran negros?

—Estoy seguro de que sí te lo hemos contado —le respondió Mando—. Probablemente no lo recuerdas.

—¡Pues claro que lo hicimos! —afirmó Susan.

Cindy negó firmemente con la cabeza.

—No, no me lo habíais contado.

Sebastian había oído la historia de sus antepasados alemanes y negros tantas veces que se sorprendió al enterarse de que Cindy no se la sabía. Siempre había considerado que aquella era la particular historia de Adán y Eva de la familia. Mientras su prima esperaba a que sus padres le proporcionaran una respuesta, todo el mundo pareció avergonzado, sin saber hacia dónde mirar. Mando, que todavía se hallaba de pie junto a la puerta, aparentemente era el más incómodo de todos.

Susan sacudió la cabeza lentamente, como si se estuviera despertando de un sueño. Mientras tanto, Lola se había levantado de la silla y se había puesto a freír en aceite de oliva los plátanos macho que antes había hecho rodajas. Lo único que se oía era el chisporroteo y el siseo del aceite mientras se freían los plátanos. Cuando estaban empezando a dorarse, los sacó de la sartén y comenzó a machacarlos con ajo y unos trozos gruesos de tocino para formar una pasta en el mortero, añadiéndole una pizca de sal y, de vez en cuando, chorritos de aceite de oliva según fuera necesario para conseguir la consistencia adecuada. Lola resoplaba mientras mezclaba los ingredientes, y pronto un maravilloso aroma flotó por toda la habitación. Era penetrante, dulce y bastante apetecible como para distraer la atención de la incomodidad del momento, aunque nadie había pronunciado ni una palabra.

—Estas viejas articulaciones mías no son lo que solían, así que si queréis comer, todo el mundo va a tener que ayudarme por turnos. Susan, ¿te gustaría ser la primera? —dijo Lola, con la esperanza de que su hijo y su nuera se quedaran, a pesar del difícil aunque necesario enfrentamiento que acababan de mantener.

Si Susan decidía quedarse, no le cabía la menor duda de que Mando haría lo mismo. Puede que su hijo fuera un poderoso abogado, pero Lola sabía que en casa era Susan quien llevaba la batuta.

Su nuera permaneció inmóvil durante un largo instante, perdida en sus pensamientos. La correa del bolso se le resbaló del hombro hasta el codo y contempló a su hija, que todavía estaba disgustada, apartando la mirada de ella. Entonces, con un movimiento rápido, Susan tiró el bolso sobre el sofá y fue a unirse a Lola detrás de la encimera, donde la abuela le entregó inmediatamente el mortero y le dio instrucciones precisas sobre cómo combinar los ingredientes y en qué proporciones. Después de que Susan estuviera mezclando los plátanos, el ajo, el aceite y el tocino durante varios minutos, ella y Lola le dieron a la pegajosa pasta forma de bolas del tamaño de huevos y midieron los ingredientes para preparar más. Iban a servir el mofongo con camarones enchilados: una receta picante. Después de saltearlos en aceite de oliva hasta que adquirieron un color rosáceo, Lola sacó los camarones de la sartén y añadió cebolla, ajo, pimiento, salsa de tomate y más aceite de oliva. Espolvoreó la mezcla con sal y pimienta y añadió un par de hojas de laurel a la sartén mientras removía, y en menos que canta un gallo, había creado una cremosa y espesa salsa de tomate que resultaba ligeramente picante: el acompañamiento perfecto para el marisco.

—¿Puedo ser yo la siguiente? —pidió Cindy, secándose los ojos e impaciente por ayudar a preparar la siguiente remesa de mofongo.

—A todo el mundo le tocará su turno —le respondió Lola, feliz de ver que Mando se había vuelto a sentar en su silla.

Tras entregarle a Cindy el mortero, Lola regresó a la mesa y susurró algo esta vez al oído de Sebastian.

—No olvides las normas —le recordó Gabi a su sobrino—. Ahora tendrás que contarnos qué te acaba de decir la abuela.

A Sebastian todavía le daba vueltas la cabeza por lo que acababa de suceder, pero se sentía especialmente aliviado de que todo pareciera ir bien por el momento.

—La abuela Lola me acaba de decir que este será el mejor mofongo que hemos hecho en la vida —le respondió Sebastian, y aquella afirmación provocó una ola de buen humor que permaneció en el ambiente durante el resto de la tarde.

Gloria y Jennifer escucharon atentamente cuando Sebastian les contó todo lo que había sucedido en casa de la abuela Lola. El mofongo que la abuela le había dado para que se lo llevara a casa se hallaba sobre la mesa de la cocina y, aunque lo habían envuelto meticulosamente en varias capas de plástico de cocina, el penetrante y dulce aroma del ajo y los plátanos flotaba denso en el ambiente. Sebastian se encargó de recalentar los camarones enchilados. Tal y como le había indicado su abuela, retiró los camarones cocinados de la sartén caliente para que no se pusieran correosos y avivó el fuego para preparar la salsa de tomate, que estaba solo ligeramente picante, pero resultaba sabrosísima, gracias al sabor en su punto de los tomates crecidos en la mata, de los dientes de ajo enteros y de los condimentos frescos. Solamente después de que la sartén estuviera caliente, volvió a introducir en ella los camarones.

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