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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (45 page)

BOOK: La abuela Lola
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Gloria perdió un zapato, así que se quitó el otro de un golpe y continuó corriendo y gritándole. Pronto, la señorita Ashworth echó a correr junto a ella. Había oído a Gloria gritar desde la clase y, cuando vio lo que estaba sucediendo, ella también se quitó los zapatos de tacón y salió disparada como una flecha hacia Sebastian, que ya se había desplomado bajo las redes de la portería. La profesora fue la primera en llegar hasta el niño y, cuando le dio la vuelta, este estaba batiendo los párpados.

—¡Sebastian! —le susurró la señorita Ashworth. Él se estremeció y puso los ojos en blanco, cosa que la hizo exhalar un grito ahogado y abrazarlo con fuerza contra su pecho—. ¡No, pequeñín, no! ¡Esto no puede estar pasando!

Segundos más tarde, Gloria se arrodilló junto a ellos. Le temblaban terriblemente las manos cuando las alargó hacia su hijo. La señorita Ashworth se lo tendió, justo cuando otra convulsión sacudió todo su cuerpecillo.

—Voy… voy a llamar a una ambulancia —anunció, y corrió hacia el despacho del director bajo la lluvia, que caía en copiosas y atronadoras cortinas de agua sobre sus cabezas.

Gloria apretó a Sebastian contra su pecho y comenzó a mecerlo de un lado otro, tratando de contener su temblor, que lo único que hizo fue empeorar, y la lluvia los empapó, y el frío les caló los huesos. Le besó la frente y susurró:

—Todo va bien, mamá está aquí y nunca dejaré que te pase nada malo, hombrecito —murmuró—. Conmigo estás a salvo.

Le acarició con ternura el rostro a su hijo y entonces se quitó el suéter empapado y envolvió a Sebastian con él, besándole la frente una y otra vez.

—Cuando lleguemos a casa te meteré directamente en un baño caliente para que no cojas un resfriado, pero no debes correr nunca más así, ¿me has entendido, Sebastian? Nunca jamás.

Contempló el rostro del niño y vio que las delicadas venillas de color salmón que le recorrían los párpados se le estaban quedando pálidas y le iban desapareciendo por completo.

—¡Contéstame, Sebastian! —suplicó—. ¡Te prometo que no me enfadaré porque hayas corrido, pero, por favor, contéstame, hombrecito!

El niño permaneció en silencio con los brazos lacios y sin vida, y la calidez del cuerpo de su madre no logró disipar el frío que había comenzado a embargarlo, y pronto Gloria empezó a tiritar por ambos mientras seguía aferrándose a su hijo. En la distancia, escucharon el aullido de las sirenas que se aproximaban y, segundos más tarde, un batallón de hombres uniformados cruzó corriendo el patio hacia ellos.

Y justo cuando los paramédicos llegaron hasta donde se encontraban, la lluvia se detuvo abruptamente. Las nubes se separaron y el sol brilló con tanta intensidad que varias columnas de vapor comenzaron a ascender desde el suelo hasta el firmamento.

Capítulo 30

Tres meses más tarde

Gloria había yacido en la cama semiinconsciente y delirante durante días, que se convirtieron en semanas y, más tarde, en meses. No podía recordar demasiado sobre nada de lo que había sucedido después de que sostuviera en brazos por última vez a Sebastian. Los detalles del funeral y los amigos y familiares que llamaban sin cesar o se presentaban sin avisar para darle el pésame se perdían en una bruma de dolor más allá de la cual no lograba ver nada. Ni siquiera estaba segura de cómo había terminado en el hospital aquel último día, aunque recordaba con claridad la pequeña habitación prácticamente desnuda de muebles a la que la habían conducido. Solo estuvo allí a solas durante unos minutos hasta que Dean entró de golpe con los ojos hinchados y las manos temblorosas, que alargó hacia ella.

—Nuestro hombrecito se nos ha ido, Gloria —exclamó, con la voz ronca de tanto llorar—. Se ha marchado.

Gloria se derrumbó en brazos de su marido y, a partir de ese momento de aquel fatídico día, se sintió como un animal salvaje capturado en una trampa, desollado vivo y expuesto hasta pudrirse, un escurridizo cadáver sin alma.

La baja laboral que le correspondía por muerte de un familiar hacía tiempo que se había agotado, y sabía que, sin su sueldo, volverían a tener dificultades económicas. Trató de obligarse a salir de la cama e ir al trabajo, pero cada mañana, cuando abría los ojos y se daba cuenta de dónde se encontraba y recordaba lo que había sucedido, le rogaba a Dios que se la llevara para poder estar con su niñito. E independientemente de que tuviera los ojos abiertos o cerrados, lo único que veía era el dulce rostro de Sebastian, sus grandes ojos oscuros contemplándola desde una gran distancia, aunque con una mirada tan penetrante que se sentía como si su hijo pudiera ver a través de su alma y más allá, hasta una eternidad que ella no podía ni siquiera empezar a comprender.

Dean decidió instalarse de nuevo con ellas hasta que la situación de su esposa se hubiera normalizado. Jennifer le había suplicado que se quedara y no se volviera a marchar jamás. Le confesó que tenía miedo de quedarse sola con su madre, temía lo que pudiera hacer y no podía soportar lo vacía que se había quedado la casa sin Sebastian. Jennifer juró que a veces lo sentía cerca de ella y pensó que este tipo de pensamientos no se le habían pasado nunca antes por la cabeza, como el mundo de los espíritus y la muerte o si realmente existía o no el cielo. Todas aquellas cosas misteriosas que antes le habían parecido tan tontas anidaron en un lugar profundo y silencioso de su corazón.

Cada noche, Dean se acostaba junto a su esposa y la escuchaba gemir y lamentarse durante horas. Cuando el agotamiento podía con el dolor de Gloria y le permitía sumirse en un agonizante e intranquilo sueño, su marido, a veces, se levantaba en mitad de la noche y entraba en la habitación de Sebastian. Todo se encontraba exactamente como su hijo lo había dejado antes de marcharse al colegio aquella última mañana. La cama estaba deshecha y el cajón de su escritorio ligeramente abierto. Dean solía mirar sus pertenencias: el elefantito rojo de cerámica, el medallón de alumno del mes que descansaba sobre varias notas escritas por sus compañeros de clase… Lo conmovían profundamente aquellos recuerdos preciosos y siempre los volvía a colocar exactamente donde los había encontrado.

En ocasiones, cuando la pena le anulaba el juicio, enterraba el rostro en la ropa de Sebastian, inhalando el dulce aroma familiar que aún perduraba en ella. Llenaba los pulmones con aquella potente droga y, durante uno o dos mágicos segundos infinitos, era como si su hombrecito estuviera justo allí, contemplándolo con sus grandes ojos tristes. Y entonces, cuando aquel momento pasaba, dejándolo aún más vacío que antes, se desplomaba sobre la cama de su hijo, se colocaba en posición fetal y sollozaba. Tendría que haber insistido en que Sebastian se sometiera a aquella operación, debería haber tomado las riendas de la situación, haber sido el marido y padre firme y decidido que su familia necesitaba. Pero había fallado y ahora su hijo se había marchado para siempre.

Un día, en mitad de la noche, cuando Jennifer oyó el sonido de sollozos en la habitación de Sebastian, se apresuró a entrar en ella con la esperanza de encontrar allí a su hermano pequeño. Anhelaba verlo un instante, tocarlo, escucharlo, cualquier cosa que le indicara que Sebastian todavía existía en algún lugar en el misterio más allá de la muerte. Sin embargo, cuando entró de golpe en la habitación y vio que era su padre a quien había oído llorando, sintió una agonizante decepción. Su primer impulso fue regresar a su propio cuarto y dejarle solo con su dolor, como ella había soportado el suyo propio, pero entonces se lo pensó mejor y se agachó junto a su padre, como había hecho con frecuencia cuando Sebastian todavía vivía. Deseaba decirle algo para hacerle sentir mejor, pero comprendió que en aquel pozo frío y oscuro en el que todos ellos habían caído no podía hacer nada por él, ni tampoco él podía hacer nada por ella.

—¿Tú crees que existe el cielo, papi? —le preguntó, dándose cuenta de que no había llamado «papi» a su padre desde que tenía la edad de Sebastian.

—No lo sé —le respondió él.

—Pues yo creo que sí que existe —le dijo ella—. Al menos, eso espero.

Dean levantó la cabeza para estudiar el rostro de Jennifer. Apenas podía distinguir el brillo de los ojos de su hija bajo la mortecina luz. Estaban rodeados de tristeza y, aun así, desbordados de compasión, cosa que Dean encontraba inesperadamente reconfortante y que lo inspiró para añadir algo más.

—Si existe el cielo, estoy convencido de que Sebastian se encuentra allí.

—Necesito una señal, papi. Necesito saber que nuestro hombrecito está bien y no se encuentra solo. Recemos para recibir alguna señal —dijo Jennifer cogiéndolo de la mano.

Se apretaron las manos con fuerza y ambos rezaron en silencio.

Cuando terminaron, escucharon durante un rato en la oscuridad en medio de la quietud del cuarto de Sebastian. Oyeron las ramas arañando los vidrios de las ventanas y el profundo aullido del viento. Percibieron el sonido de su propia respiración, los ruidos del estómago de Jennifer y los crujidos de los muelles de la cama cuando Dean se puso de lado. Hacía frío y era tarde, pero, en poco tiempo, fue evidente que aquella noche no recibirían ninguna señal.

Jennifer y su padre abandonaron la habitación de Sebastian y regresaron cada uno a su cama. Dean agradeció que al menos Gloria estuviera durmiendo profundamente, y Jennifer por su parte se sintió agradecida por que apenas en un par de horas fuera a salir el sol. Las noches largas y oscuras eran las que más odiaba, pues sabía que su hermano no dormía en la habitación de al lado y que, si seguía existiendo en alguna parte, era en algún lugar que ella no podía ni imaginarse. Lo único de lo que estaba segura era de que la pequeña cama de su hermano se hallaba vacía y que permanecería así para siempre.

Gabi se presentó en la casa una tarde a última hora. Había venido de visita varias veces por semana, pero en esa ocasión acababa de regresar después de haber estado de viaje durante varios días. Mientras se encontraba fuera, había llamado todos los días para preguntar por Gloria. Dean pudo sincerarse con ella como no podía hacerlo con Lola. Le contó que Gloria no había salido de la cama en varios días, excepto para ir al baño. Él le llevaba las comidas a la cama, pero apenas probaba bocado y se negaba a ir al médico. Cada vez que Dean se lo sugería, ella le respondía indignada que no necesitaba ningún médico.

Gabi subió las escaleras con el corazón en un puño. Recordó la profunda depresión en la que Gloria había caído después de que Sebastian naciera y pudo imaginarse que aquello sería incluso peor que entonces. Es más, Dean había mencionado que estaban pasando dificultades económicas y que se enfrentaban al peligro de perder la casa. Si ella hubiera podido ayudarlos lo hubiera hecho, pero su modesto sueldo apenas le daba para cubrir sus propias necesidades.

Cuando entró en la habitación, se encontró a oscuras y notó un penetrante olor amargo y húmedo. Gabi se dirigió directamente a la ventana y abrió los postigos para dejar que entrara la luz, lo que provocó que Gloria gruñera y se tapara los ojos.

—¡Dean, te he dicho que quiero las ventanas cerradas! —farfulló.

—No soy Dean —le contestó Gabi.

Gloria abrió mínimamente un ojo, lo suficiente como para ver a su hermana de pie ante ella.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Gloria.

—Quería verte. No pude venir la semana pasada porque tuve un viaje de negocios fuera de la ciudad.

—No me había dado cuenta —masculló Gloria, y se dio la vuelta para no tener que mirar a su hermana a la cara, tan pulcra y compuesta.

La afligía saber que la gente continuaba con su vida como si la muerte de su hijo no tuviera la menor importancia. Además, aquello la ponía furiosa, pero ya no tenía la suficiente energía como para sentir demasiado y le molestaban todo el mundo y las situaciones que la obligaban a experimentar cualquier tipo de emoción.

Gabi caminó hasta el otro lado de la cama y se sentó en una silla de cara a su hermana.

—No puedes seguir así —le advirtió—. Tienes que levantarte y, al menos, darte una ducha. Yo te ayudaré.

—No quiero tu ayuda —farfulló Gloria—. Lo único que deseo es que me dejes en paz.

—Eso no puedo hacerlo —le respondió Gabi.

—Sí, sí que puedes. Lo único que tienes que hacer es ponerte en pie y marcharte de aquí.

—Si me levanto y me voy, será para llamar a una ambulancia.

—¡No! —exclamó Gloria, sacudiendo la cabeza y notando que una horrible agonía le subía como bilis por la garganta—. No hagas eso. Te lo ruego, Gabi, no llames a una ambulancia.

—Pues entonces, déjame ayudarte a llegar hasta la ducha. Te sentirás mejor, Gloria. Te lo prometo.

—Me sentiré más limpia, pero nunca mejor —le espetó Gloria—. Nunca jamás me sentiré mejor.

—Vayamos paso a paso entonces. Limpia y deprimida siempre será mejor que sucia y deprimida.

—No puedo —masculló Gloria.

—Sí, sí que puedes.

Gloria lo pensó durante un instante y entonces dijo en voz baja:

—No lo haré.

Gabi contempló el rostro de su hermana, sus mejillas hundidas y sus ojos apagados. Ya había pasado el momento de convencerla y sabía que si no tomaba cartas en el asunto, pronto habría otra muerte más en la familia.

—Muy bien, como tú quieras —dijo Gabi poniéndose en pie.

—¿Adónde vas? —le preguntó Gloria, levantando la cabeza.

—Voy a llamar a una ambulancia, como ya te he dicho. Acabaré yendo al infierno si me quedo aquí plantada contemplando cómo mi hermana se pudre hasta morir en su propia cama.

—Ni se te ocurra.

—Pues trata de detenerme —la desafió Gabi, y salió de la habitación.

Cuando estaba en mitad de las escaleras, escuchó a su hermana gimiendo:

—¡Me daré una ducha! ¡Maldita seas! ¡Me daré esa puta ducha!

Gabi regresó arriba y ayudó a su refunfuñona hermana, apestosa y malhablada, a salir de la cama y a meterse en el baño. Más tarde, Gloria se puso un pijama limpio, y Gabi insistió en que se acomodara en una silla durante un rato en lugar de meterse en la cama inmediatamente.

Gabi se sentó en el borde de la cama de cara a su hermana. Tenía noticias y no estaba muy segura de cómo comunicárselas, pero confiaba en que a Gloria le sentaría bien oírlas, que quizá aquello la sacaría unos cuantos centímetros del oscuro agujero en el que había caído, lo suficiente como para llenar los pulmones de aire fresco.

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