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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (47 page)

BOOK: La abuela Lola
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Capítulo 31

Lola estaba sentada completamente inmóvil en su mecedora, de cara a la pared prácticamente vacía. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. En ocasiones se sentía como si hubiera estado allí toda la vida, esperando a que su mundo cambiara, esperando a que sus hijos superaran sus insignificantes diferencias, esperando a que su vida llegara a su fin para poder reunirse con su querido Ramiro en el más allá. Y ahora también, para poder estar con Sebastian.

Detrás de la mesa había un enorme montón de envases de poliestireno formando una pila. No tenía energía ni interés por seguir cocinando, y el centro de la tercera edad había vuelto a enviarle la comida. A Terrence y a su banda les iban tan bien las cosas que ya no necesitaba pluriemplearse de repartidor, y Lola se alegraba de ello, ahora que él y Gabi iban a iniciar una vida en común y a tener un bebé. Pronto tendría otro nieto al que querer, pero no se sentía feliz. La profunda pena que albergaba en su corazón no dejaba hueco para mucho más.

Ya había gastado todas las lágrimas. El vacío que sentía sin su nieto era aún peor que cuando había perdido a su marido diez años antes. Sebastian era más que su nieto, para ella se había convertido en algo así como un espíritu de la resurrección, y siempre había anhelado y rogado para que su propia muerte llegara antes que la de él, pero eso no era lo que estaba escrito.

Cerró los ojos y se reclinó en la mecedora. Lo único que oía era el latido de su propio corazón, el sonido del aire viciado de la habitación cerrada entrándole en los pulmones cuando inspiraba y saliendo de ellos cuando exhalaba, recordándole que no era más que un cuerpo vacío. Su vida pendía de un tembloroso hilo unido en un extremo al centro mismo de su alma y, en el otro, a la vasta inmensidad del cielo al que tanto anhelaba ir. Lo único que tenía que hacer era alargar un dedo y cortar aquel hilo, tan sencillo como eso. Quizá esta vez sí sería capaz de llevar a cabo una acción innombrable. Quizá esta vez sus hijos no estarían equivocados con respecto a sus intenciones.

—Se acabó —masculló mientras contemplaba el retrato de Ramiro—. Tú estás mucho más cerca de Dios que yo. Dile que ahora sería un buen momento de llevarme consigo antes de que me encargue yo misma de hacerlo.

Suspiró y volvió a cerrar los ojos, esperando a que la muerte hiciera acto de presencia. Si permanecía en la mecedora durante unos cuantos días, sabía que la muerte vendría y se la llevaría. Lo único que necesitaba era ser paciente y esperar. Y, con un poco de suerte, se habría ido antes de que sus hijos la obligaran a marcharse de Bungalow Haven. La muerte de Sebastian únicamente había pospuesto lo inevitable y no tenía más energía para seguir oponiéndose a ellos.

Sin embargo, por alguna razón, sintió la urgencia de abrir los ojos. No podía explicar qué había sido, un misterioso empellón, una voz interna, un anhelo que la motivó no solo a abrir los ojos, sino a levantarse e ir a su dormitorio. En el cajón del tocador guardaba carpetas de todos sus nietos con los dibujos que habían hecho desde que eran lo bastante mayores como para sujetar los lápices de colores entre sus dedos regordetes. Pero fue la carpeta de Sebastian la que sacó. Y el primer dibujo encima de todos los demás era el último que él le había dado: la imagen de la «anciana de pelo negro», como él la había llamado. Lola recordó la angustia en los ojos de su nieto cuando le había descrito sus apariciones. La había asustado e inquietado ver aquel dibujo, porque sabía que las personas que estaban cercanas a la muerte experimentaban visiones como aquella. Entonces no quiso pensar demasiado en esa posibilidad, pero ahora…, ahora ya no había nada que perder.

Mientras contemplaba el dibujo, Lola dio un paso atrás para sentarse en el borde de la cama. Se concentró en la intensidad de los vívidos ojos negros y en la expresión que ella conocía tan bien, la nariz larga, la boca grave y la miríada de arrugas que cruzaban el rostro en todas las direcciones. Se dio cuenta entonces, igual que la primera vez que lo vio, de que aquel no era un dibujo corriente que cualquiera pudiera haber creado, sino que se trataba del retrato de una persona de verdad que existía más allá de la imaginación de un niño. Y, a medida que continuaba observando la cara, los ojos repentinamente cobraron vida, y Lola gritó, dejando caer el papel al suelo. Y entonces escuchó con total claridad unas broncas palabras:

—No desesperes, Dolores. Escúchame atentamente y haz lo que yo te diga.

Mientras escuchaba, Lola recogió el dibujo y se dejó caer de espaldas en la cama, apretándolo contra su pecho sollozando, sorprendida de que el llanto fluyera tan fácilmente cuando estaba segura de que ya no le quedaban más lágrimas.

Capítulo 32

Eran aproximadamente las cuatro y media de un domingo por la tarde y Gloria se encontraba en la planta de arriba organizando y empaquetando lo que podía, mientras Dean estaba en el garaje planificando qué regalar y de qué deshacerse antes de que vendieran la casa. No había ninguna duda de que tendrían que hacerlo o declararse en bancarrota, y Gloria sabía mejor que nadie que las cosas solo podían empeorar si esperaban. No había tiempo que perder, pero todavía no habían empezado con la habitación de Sebastian. La perspectiva de revisar sus cosas era demasiado dolorosa, y solo pensar en tirar cualquiera de ellas resultaba insoportable. Gloria y Dean decidieron que, una vez que se ocuparan de todo lo demás, afrontarían juntos aquella difícil tarea.

Jennifer también estaba limpiando su armario, y la gran pila de ropa en el centro de su habitación iba creciendo sin cesar. Había decidido darlo todo, excepto sus pertenencias más esenciales. Sin pensárselo dos veces, echó al montón varias cosas de las que antes le hubiera costado muchísimo separarse.

Sonó el teléfono, y Gloria lo cogió y escuchó la voz de su madre al otro lado de la línea. Dejó caer lo que tenía entre las manos, sin poder creerse lo que estaba oyendo.

—No me hagas esto ahora, mami. Por favor, te lo ruego, no después de todo lo que ha pasado.

Gloria colgó aturdida y paralizada durante un instante y entonces gritó con todas sus fuerzas:

—¡¡¡Dean!!! ¡Dean, ven aquí!

Jennifer salió corriendo de su habitación cuando oyó a su madre gritar.

—¿Dónde está tu padre? —le preguntó Gloria presa del pánico.

—Está en el garaje.

—¡Dean! —gritó Gloria mientras trastabillaba escaleras abajo—. ¡Tenemos que irnos! ¡Dean!

Sin embargo, Dean ya estaba subiendo las escaleras a toda prisa.

—¿Qué sucede?

—¡Es mami! —le dijo Gloria retorciéndose las manos—. Me ha dicho que ha encendido un fuego por Sebastian y que esta vez nadie podrá detenerla.

Cuando Gloria, Dean y Jennifer llegaron a Bungalow Haven, los cinco camiones de bomberos ya estaban aparcados en la parte delantera, y pudieron ver el humo elevándose por encima de los árboles y el olor a quemado flotando en el ambiente. Corrieron por el sendero serpenteante hacia la casita amarilla del fondo y lo que vieron los dejó helados.

Varios bomberos se habían reunido a contemplar a Lola, que se inclinaba sobre una enorme parrilla que ocupaba la mayor parte de su pequeño patio. Había hecho una enorme hoguera con leños y carbón, y el humo que desprendía cubría prácticamente toda su casa. Colocado sobre la parrilla, había un gran asador en el cual giraba un cabrito. Lola lo estaba frotando cariñosamente con una brocha, pero se hallaba tan elevado del suelo que la anciana tenía que utilizar un taburete para llegar bien. Y había vuelto a teñirse el pelo, pero esta vez de color morado oscuro, tan brillante como una berenjena de neón.

Los bomberos se enfadaron porque les hubieran llamado por nada más que una barbacoa descomunal. Explicaron secamente que no había ninguna ley que prohibiera cocinar al aire libre en esa zona de la ciudad y, por lo que ellos habían comprobado, ninguna de las estructuras o edificios circundantes corría ningún peligro. Dicho esto, abandonaron rápidamente el lugar.

A continuación, llegaron Mando, Susan y Cindy, sin aliento después de haber corrido a toda prisa por el sendero, y, unos segundos más tarde, también aparecieron Gabi y Terrence. Parecía que todo el mundo había recibido la misma críptica y siniestra llamada telefónica.

Lola levantaba la vista de su tarea cada vez que llegaba un nuevo miembro de su familia, deleitándose visiblemente con la conmoción y la sorpresa dibujadas en sus caras.

El humo de la hoguera flotaba y formaba volutas a su alrededor, como si se estuviera moviendo al son de una música misteriosa. A veces la ocultaba y, cuando se aclaraba momentáneamente, Lola aparecía más radiante que antes, una energía ambivalente que no se sabía si iba o venía.

El humo envolvió también a su familia, y su fragancia los rodeó uno por uno, arrastrándolos, tirando de ellos. Caminaron lentamente como en trance a través del brumoso muro que los separaba de Lola, internándose en el fantástico mundo que tenían ante sus ojos.

—Parece como si todos hubierais visto un fantasma —comentó Lola, profiriendo una risita—. Y uno no muy agradable, a juzgar por vuestras caras.

—¿Qué estás haciendo, mami? —le preguntó Gloria.

—Ya te lo he dicho antes —le respondió Lola—. He encendido un fuego por Sebastian y, en él, voy a cocinar mi pequeño cabrito. Creo que le gustará muchísimo. Probablemente se convertirá en su plato favorito, igual que es el mío.

—Abuela Lola —le dijo Jennifer, preocupada porque su abuela realmente hubiera perdido la cabeza esta vez—. Sebastian ya no está entre nosotros, ¿te acuerdas?

—¡Tonterías! —le espetó Lola, haciendo un gesto de desdén con la mano—, Sebastian siempre estará entre nosotros. Y ahora, venid a ayudarme. Ya conocéis la norma, si todos vamos a comer, todos tenemos que trabajar.

Intercambiaron entre sí unas miradas de preocupación, sin saber qué hacer o cómo interpretar lo que estaba sucediendo. Por el momento, lo único que pudieron hacer fue quedarse en el sitio para ver qué pasaría a continuación. Cindy fue la primera en separarse del grupo y dar un paso al frente. Ayudó a Lola a bajarse del taburete, después de lo cual su abuela le entregó la brocha y el cuenco. Susan se acercó a la hoguera y sostuvo el cuenco mientras su hija rociaba el cabrito, tal y como había estado haciéndolo Lola un momento antes.

—Continúa humedeciéndolo hasta que se termine la salsa —le indicó Lola—. Hay más en el porche para cuando se acabe.

Mando y Terrence decidieron sacar unas sillas de la casa para que todo el mundo pudiera sentarse alrededor del fuego mientras se asaba el cabrito. Hacía una tarde preciosa y parecía que iban a pasarse allí un buen rato.

Dean y Gabi se quedaron junto a Gloria, atentos para ofrecerle cualquier apoyo que necesitara. Ella era la que más desconcertada estaba de todos y fijó su mirada en Susan y luego la apartó, como si no supiera qué hacer. Normalmente, se habría dado media vuelta y habría puesto tanta distancia con su cuñada como hubiera podido, pero se sentía totalmente confundida. Sebastian era su hijo, y Lola había dicho que había hecho aquel fuego por él. Quería marcharse y, aun así, no lograba decidirse a hacerlo.

Mientras Mando y Terrence colocaban las sillas en torno al fuego, Cindy avisó de que se estaba quedando sin salsa.

—Ayúdala, nena —le indicó Lola a Gloria, señalando la botella de adobo que descansaba sobre el porche.

Aún desconcertada, Gloria fue a hacer lo que su madre le había pedido y le llevó la botella a Susan y vertió un poco en el cuenco que ella le tendía, pero estaba tan nerviosa que derramó la mayor parte y después le dio un golpe al cuenco, tirándolo al suelo. Ambas mujeres se agacharon a recogerlo y se golpearon la cabeza al hacerlo. Se disculparon al ponerse en pie, incluso riéndose un poco por lo bajo mientras lo hacían.

Todo el mundo se quedó atónito al ver a Susan y a Gloria juntas, interactuando más o menos educadamente. Puede que el humo de la hoguera estuviera ejerciendo un extraño efecto embriagador y las estuviera devolviendo a sus cabales. Y entonces empezaron a hablar entre sí tan bajito que nadie lograba escucharlas.

—Hemos sido estúpidas —murmuró Susan.

Todavía aturdida, Gloria miró a su cuñada directamente a los ojos por primera vez en muchos años.

—¿Me estás llamando estúpida?

—Me refiero a ti y a mí. Somos un par de estúpidas testarudas y arrogantes.

Gloria dejó caer la barbilla hacia el pecho, y cuando levantó la mirada, los ojos le brillaban por las lágrimas.

—Ahora todo parece tan inútil y ridículo, ¿verdad?

—Tal vez siempre lo ha sido —le respondió Susan.

—Puede que sí —concedió Gloria, y se preparó para alejarse, cuando Susan dijo, lo suficientemente alto como para que los demás pudieran oírlo:

—Mando y yo no podemos soportar quedarnos de brazos cruzados contemplando como perdéis la casa. Queremos ayudaros.

Gloria sintió que la ira le subía de nuevo desde aquel lugar en el que le había estado ardiendo durante años y cerró los ojos con fuerza en un intento por controlarse. Se negaba a que volvieran a ponerla en una situación humillante.

—Gracias, pero no —rezongó.

Al oír aquello, Dean dijo:

—Quizá deberíamos considerar…

—¡Maldito seas, Dean! ¿Acaso no tienes un ápice de orgullo?

—Déjalo ya, mamá —le soltó Jennifer, interponiéndose entre sus padres—. No deberías faltarle el respeto así a papá.

Gloria dejó caer los hombros bruscamente cuando oyó aquello. Sabía que su hija tenía razón, pero, de repente, se sintió perdida, casi tanto como durante los primeros días tras la muerte de Sebastian.

—Déjanos ayudaros —repitió Susan.

Gloria se giró súbitamente sobre sus talones, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo.

—¿Se puede saber por qué queréis ayudarnos tan desesperadamente? ¿Lo hacéis para poder obligarnos a firmar un montón de papeles que detallen palabra por palabra cuánto tenéis vosotros y de cuánto carecemos nosotros? ¿Lo hacéis para poder contarles a vuestros amigos esnobs lo maravillosos y generosos que sois?

—Cálmate, nena —le recomendó Lola.

—¡No me voy a calmar! —voceó Gloria con todas sus fuerzas.

Susan dio un paso al frente, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza bien alta.

—Por un instante casi me has engañado, pero ahora veo que no has cambiado ni lo más mínimo. De hecho, creo que eres aún más cabezota que hace diez años. En todo caso, la oferta sigue en pie. Mando y yo os prestaremos el dinero que os haga falta para conservar la casa, sin condiciones y sin firmar un montón de papeles.

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