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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (11 page)

BOOK: La abuela Lola
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—Mando no podrá venir hoy. Está trabajando en una causa importante, pero me ha dicho que le llamemos si hay algún cambio.

Gloria asintió con una expresión severa e inquebrantable.

—Tenemos que tomar una serie de decisiones importantes, y sería mejor si él estuviera aquí.

—Pensé que te alegrarías de oírlo. Si viene Mando, siempre cabe la posibilidad de que Susan le acompañe.

—Tienes razón —respondió Gloria—. No la quiero metiendo su estirada nariz en las decisiones que tengan que ver con mami.

Gabi sabía mejor que nadie lo que su hermana sentía por Susan y ella misma admitía que, a veces, su cuñada podía llegar a ser una fastidiosa esnob, pero también opinaba que Gloria había permitido que su orgullo la dominara en lugar de pensar racionalmente. Durante años, Gabi había tratado de decirle a su hermana que aquella disputa familiar había durado demasiado tiempo y que ya era hora de hacer las paces, pero sus intentos conciliatorios normalmente eran recibidos con escarnio y no poco rencor. Aunque no solía ser fácil hacerle a su hermana «críticas constructivas», quizá ahora, con su madre gravemente enferma, sí que estaría dispuesta a escuchar.

—Ya sabes, Gloria —comentó Gabi—, a veces, pienso que eres un poco demasiado dura con Susan. Lo que quiero decir es que Dios sabe que tiene sus defectos, pero la mayoría de las veces sus intenciones son buenas. Y no te olvides de que es la esposa de tu hermano.

Gloria cruzó los brazos delante del pecho con frialdad.

—¿Cómo puedo olvidarme de ello si me lo recuerdas constantemente?

—¿No crees que sería mucho más sencillo si…?

—¿Y tú no crees que sería mucho más sencillo si no sacaras el tema cada dos por tres? Lo hecho, hecho está: agua pasada no mueve molino. En todo caso, tengo cosas mucho más importantes de las que preocuparme ahora mismo. —Gloria miró hacia Sebastian para ver si había estado prestando atención a la conversación, pero, por suerte, estaba concentrado en la cortina azul que tenía ante él, golpeándola con el dedo y contemplando cómo oscilaba de acá para allá.

Trató de no pensar en Susan y en lo que había pasado entre ellas, porque el profundo desprecio que siempre experimentaba la invadía con un sentimiento de venganza que la despojaba de la preciada energía que tan necesaria le era en aquellos momentos. Apartó esos pensamientos de su cabeza otra vez. Esa era la última cosa en la que necesitaba pensar en aquel momento.

Aproximadamente media hora después de la llegada de Gabi, entró en la habitación un joven de pelo negro con una bata de laboratorio blanca y un estetoscopio colgado del cuello. Aquel no era el mismo médico con el que habían hablado el día anterior, pero ni Gloria ni Gabi parecieron preocupadas por aquel detalle y comenzaron a discutir con él el estado de su madre.

—No estamos del todo seguros de por qué no está respondiendo —les explicó en un tranquilo tono de autoridad—. Y es difícil hacer predicciones en estos momentos. ¿Están seguras de que se ha estado tomando su medicación?

—Siempre se la toma religiosamente —le aseguró Gloria.

—¿Se va a despertar, doctor? —le preguntó Gabi.

—Me temo que no lo sabemos. Cada caso es diferente, pero cuanto más tiempo pase sin dar respuesta, peor será el pronóstico.

—¿Existe algún estudio Cochrane que se aplique a este caso, doctor? —le preguntó Gloria.

Al principio, el joven doctor no dio muestras de entender la pregunta, o quizá se quedó atónito por los conocimientos médicos de aquella profana, pues adoptó la misma expresión aturdida que los profesores de Sebastian al principio del curso cuando Gloria les soltaba el discurso sobre la enfermedad cardíaca de su hijo. Sin embargo, el médico pronto se recompuso.

—Tendré que consultarlo —le respondió, revisando los datos de su carpeta—. Pero lo que sí puedo decirles es que, tras cuarenta y ocho horas, el pronóstico suele empeorar.

Gabi profirió un grito ahogado.

—¿Quiere usted decir que si no se despierta antes de mañana ya no se despertará?

El joven médico negó con la cabeza.

—Como ya le he dicho, no lo sabemos con certeza, pero en un número estadísticamente significativo de casos, eso es lo que hemos visto.

—¿Y se puede saber qué significa eso? —preguntó Gabi.

Pero fue Gloria quien le contestó.

—Creo que lo que quiere decir es que la probabilidad de que mami se despierte después de mañana es menor que la de que lo haga hoy, pero todavía seguirá existiendo la posibilidad de que se despierte, incluso después de mañana.

—Exactamente —apostilló el médico.

Gabi miró alternativamente a Gloria y al joven médico sin sentirse más satisfecha que antes.

—Bueno, eso no es mucho decir, ¿no?

Gloria le dedicó a su hermana pequeña una mirada penetrante y se volvió de nuevo hacia el médico.

—Gracias, tendremos en cuenta esta información.

El médico se marchó, y la tía Gabi se echó las manos a la cabeza.

—¿Pero qué información? No nos ha proporcionado ninguna información.

—¿Y qué novedad hay en eso? —replicó Gloria lacónicamente—. Hace mucho tiempo que aprendí que los médicos no tienen todas las respuestas. Con un poco de suerte, el asistente social sí que nos dará algún dato que podamos utilizar de verdad.

Gabi no se atrevió a discutir, porque todo el mundo sabía que, en lo referente a tratar con médicos y enfermedades, Gloria era la experta indiscutible de la familia. Exhaló un suspiro de cansancio y se inclinó sobre la cama para hablar en voz alta al oído de su madre.

—Me tengo que ir a trabajar, mami, pero volveré más tarde —dijo, intentando imprimir a sus palabras el tono más alegre posible, aunque su rostro mostraba una expresión apesadumbrada.

Después le besó la frente con tristeza y desamparo, como si Lola ya estuviera muerta y descansara en el interior de un ataúd.

Durante las horas siguientes, mientras Gloria esperaba a que viniera el asistente social, Sebastian se contentó con contemplar a su abuela respirando y hacerlo él al mismo ritmo que ella, con la esperanza de que, después de cada espiración, Lola abriría los ojos. Tenía la sensación de que, con solo concentrarse lo suficiente, sería capaz de ayudarla a despertarse poco a poco.

Gloria no hacía más que cruzar y descruzar las piernas, suspirando ruidosamente e inclinándose para ver quién pasaba por el pasillo.

—Tendría que haber traído algo para leer —murmuró—. Quizá haya revistas en la tienda de regalos, ¿quieres venir conmigo?

Sebastian habría ido con ella, pero estaba seguro de que, unas respiraciones antes, había visto temblar el dedo índice de Lola, cosa que consideraba una señal buenísima de que sus esfuerzos mentales estaban dando resultado.

—Te espero aquí —le contestó a su madre sin apartar la mirada del rostro de su abuela.

Apenas unos segundos después de que su madre se marchara, escuchó la cortina repiqueteando a sus espaldas y se volvió para encontrar a la anciana de pelo negro contemplándole con ojos extraños. Aunque pareciera mentira, se había olvidado de que estaba allí, y verla de nuevo fue como quedarse dormido y retomar una pesadilla que pensaba que se había terminado para siempre.

—Salvar la vida y perder el alma es algo terrible —comentó la anciana—. Es aún peor que morirse de forma lenta y prolongada.

Sebastian no tenía ni idea de qué responderle y, de repente, deseó que la anciana se diera prisa y se muriera de una vez.

Entonces ella cerró los ojos y volvió a acomodar la cabeza en las almohadas.

—Los moribundos ven cosas, saben cosas —murmuró, y repentinamente volvió a abrir los ojos como platos, dándole a Sebastian un susto de muerte—. Tú también ves cosas, ¿verdad?

—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó bruscamente Sebastian—. Yo no me estoy muriendo.

—Puede que no —respondió ella—. Pero sabes lo que es bailar con la muerte, y eso te abrirá los ojos y te dará valor si lo permites.

Por primera vez, Sebastian se permitió el lujo de mirar a la anciana directamente a los ojos. Sus iris flotaban en las cuencas como una fila de nubes que pasaran por un cielo grisáceo, y se apoderó de Sebastian una extrañísima sensación de estar mirando a través de una ventana neblinosa por la que él no podía ver el interior, pero desde la que todos los que estaban dentro podían verle a él. Y, de inmediato, se sintió curiosamente atraído hacia ella, como si la conociera de toda la vida.

—No quiero que mi abuela tenga que ir a una residencia de ancianos. Ella preferiría morirse a ir a un lugar así —le dijo.

—No te he oído decir nada hace un momento cuando estaban hablando de ello. ¿Por qué no has dado tu opinión?

—No me escucharán —repuso él—. No soy más que un crío.

—Pero eres un crío que ha bailado con la muerte —susurró ella—. Quizá te escuchen más de lo que tú piensas.

La anciana volvió a relamerse los labios y señaló la jarra de agua. Sebastian le sirvió un vaso, con cuidado esta vez de no derramar ni una sola gota. Se lo ofreció, y ella se lo bebió de un golpe mientras él contemplaba los músculos de la garganta de la anciana abriéndose y cerrándose, como una pálida y escurridiza serpiente. Le entregó el vaso vacío y le dijo:

—Tu abuela te necesita, Sebastian, pero vas a tener que correr algunos riesgos.

—¿Qué tipo de riesgos? —le preguntó Sebastian.

—Vas a tener que arriesgarlo todo —le dijo con ojos brillantes—, pero recuerda siempre esto: lo que más valor requiere, normalmente suele ser lo que más felicidad proporciona.

Sebastian instintivamente dio un paso atrás. Se sentía asustado y confundido. Sin embargo, la anciana simplemente bostezó y se estiró, cerró los ojos y, en cuestión de segundos, se hallaba otra vez roncando aún más fuerte que antes.

La asistente social, una joven hispana llamada Lourdes, llegó aquella tarde, tal y como esperaban. Después de hacerles una serie de preguntas preliminares, comenzó a hablarles sobre las distintas residencias del vecindario. Gloria escuchaba con atención, mientras que Sebastian se apartó para coger perspectiva, preguntándose cuándo sería el mejor momento para interrumpir y decir algo. No le cabía la menor duda de que la anciana de pelo negro estaba escuchando atentamente la más mínima palabra que pronunciaban, pero, esta vez, su presencia le infundía valor.

Comprendía que la gente que ha bailado con la muerte se ha ganado el derecho a imponer su opinión a veces, y cuando Lourdes sacó varios folletos y los colocó a los pies de la cama para que Gloria los examinara, fue el momento en el que Sebastian reunió los ánimos suficientes para intervenir.

—A mi abuela no le gustará ninguno de esos sitios —dijo.

Lourdes se volvió al oír la voz de Sebastian, como si se acabara de percatar de su presencia.

Aunque él había dirigido su atrevido comentario a la asistente social, fue su madre la que le respondió.

—Sebastian, ¿tú crees que es esto lo que yo quiero? ¿Acaso te piensas que es lo que alguien quiere?

Sebastian negó con la cabeza, sintiéndose fatal al ver la silenciosa agonía en la mirada de su madre. No le estaba poniendo las cosas fáciles, pero ahora ya no podía detenerse.

—Ella no quiere ir allí, mamá. Se morirá si la metéis en uno de esos lugares.

La asistente social le habló amablemente y en tono profesional.

—Ya sé que es muy difícil para un niñito como tú entender una cosa así, pero la gente en el estado de tu abuela no puede vivir sola.

—Pero se va a despertar —repuso él.

—Todo va a ir bien, hombrecito —le dijo su madre suavemente—. Todos queremos lo mejor para tu abuela.

—Y lo mejor para ella es volver a Bungalow Haven, que es su casa —la interrumpió Sebastian, apretando los puños.

Gloria y Lourdes acordaron seguir hablando del tema al día siguiente, y cuando la asistente social se marchó, Gloria le dijo a Sebastian que se acercara a ella.

—Tu abuela es muy anciana —murmuró—. Y si esta es su…

—Se va a despertar —le aseguró Sebastian con tal autoridad que su madre lo separó de ella a la distancia de un brazo para poder mirarlo a los ojos.

—¿Cómo lo sabes, Sebastian? ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Con el corazón tamborileándole dentro del pecho, le contestó:

—Porque he bailado con la muerte y veo cosas. Sé cosas.

El rostro de Gloria palideció y sus manos resbalaron desde los hombros de Sebastian a ambos lados de su propio cuerpo.

—¿Quién te ha dicho eso?

Sebastian echó un vistazo hacia la cortina azul y después miró a su madre a los ojos y le contestó:

—No me lo ha dicho nadie. Lo sé y punto.

Capítulo 7

El domingo por la mañana toda la familia acudió al hospital. A pesar de las insistentes quejas de Jennifer de que daría igual que ella estuviera presente o no, se había decidido a última hora la noche anterior que todo el mundo debía estar allí, pues era el día en el que se iba a tomar la difícil decisión sobre el cuidado futuro de Lola y su nueva residencia. Tal y como los médicos les habían explicado, también podía ser la última vez que los nietos vieran a su abuela en un estado más o menos presentable. Cuanto más tiempo permaneciera en estado vegetativo, más difícil resultaría, y Gloria no quería que sus hijos vieran a su abuela marchitándose lentamente hasta que no quedara nada de ella.

La madre de Sebastian ya había visitado varias de las instalaciones sugeridas por la asistente social y les había contado a sus hermanos lo que había visto. Sebastian escuchó parte de la conversación y se decepcionó al comprobar que, en ningún momento, su madre les ofreció la opinión que él había expresado. El esperanzador momento mágico que habían compartido días antes no había durado demasiado.

Sin embargo, le resultaba consolador recordar lo que le había dicho la anciana de pelo negro cuando su madre se había ido un momento al lavabo.

—Bien hecho, Sebastian. Tienes algo especial en ti y, cuando lo compartes con los demás, eres capaz de marcar una gran diferencia.

Se sintió estupendamente al oírla decir aquello, tanto que tuvo que aguantarse las ganas de abrazarla.

—Gracias —le respondió tímidamente—. Espero que su corazón se mejore y que ya no se esté muriendo.

Por primera vez, la anciana sonrió con dulzura, lo cual le dio un aspecto casi agradable.

—Lo mismo digo —murmuró antes de cerrar los ojos.

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