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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (4 page)

BOOK: La abuela Lola
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—Por supuesto, ya no enciendo velas —prosiguió Lola, abriendo mucho los ojos—. No puedo correr ningún riesgo.

Sebastian asintió, como hacía siempre que su abuela sacaba el tema, cosa que sucedía como mínimo una vez por semana e incluso, a veces, más. De hecho, todos los que conocían a Lola habían oído aquella historia, pero ella siempre encontraba la oportunidad de volver a contarla, y Sebastian se imaginaba que era porque se trataba de lo más emocionante que le había ocurrido nunca.

Tal y como su abuela lo relataba, el incidente tuvo lugar apenas unos días después del funeral del abuelo Ramiro. Lola no había sido capaz de cocinar durante semanas, pero decidió que se sentía lo bastante bien como para preparar una gran cazuela de frijoles, que dejó cociéndose a fuego lento. Fue a tumbarse en el sofá para descansar la vista y se quedó dormida. Unas horas más tarde se despertó y se encontró tumbada en el suelo, en el exterior de su casa, con una máscara cubriéndole la cara y rodeada de un equipo completo de paramédicos. Además, muchos bomberos corrían por los terrenos de la urbanización Bungalow Haven, sobre la que flotaba una enorme nube negra. Lo único que Lola y los demás vecinos pudieron hacer fue contemplar boquiabiertos la escena mientras espesas columnas de humo negro salían de las ventanas de su casita. Fue un milagro que Lola siguiera con vida y que toda la urbanización de Bungalow Haven no hubiera ardido hasta los cimientos. Los daños sufridos en casa de Lola pudieron repararse en apenas unas semanas.

Fuera o no un milagro, la familia trató de convencerla para que se mudara a un lugar más seguro donde pudieran cuidar de ella y donde no tuviera que preocuparse por cocinar o por apagar el fuego. Sin embargo, Lola no quiso marcharse de Bungalow Haven, así que prometió que si le permitían quedarse, no volvería a cocinar nunca más y no encendería aquellas velas que tanto le gustaba ver arder durante el crepúsculo y las primeras horas de la noche. Inmediatamente se tomaron las medidas necesarias para que el centro de la tercera edad más cercano le proporcionara las comidas, y Lola mantuvo su promesa.

—Hoy tenemos pastel de carne y puré de patatas con zanahorias y guisantes —anunció—. Creo que el pastel de carne está bastante bueno, y el puré me resulta especialmente rico, ¿verdad?

—Sí, está bueno, abuela Lola —respondió Sebastian, pero cuando pensó en la comida que venía del centro de la tercera edad, no pudo evitar preguntarse si los ancianos perdían el sentido del gusto del mismo modo que la vista o el oído. Desgraciadamente, no existía, por lo que tenía entendido, ningún instrumento que pudiera ayudarles a recuperarse de aquella discapacidad. Levantó la vista hacia su abuela justo cuando un fino rayo de luz del sol le rozó el rostro, y la película lechosa que cubría sus ojos color avellana relució como un espejo opaco—. ¿Tú crees que hoy traerán galletas saladas? —le preguntó, intentando sonar entusiasmado.

No le disgustaban aquellas galletas, así que, si lograba atiborrarse de ellas, al menos tendría una excusa para comer menos pastel de carne.

—Estoy segura de que sí —le respondió su abuela, acariciándole la mano—. Y también tarta de zanahoria. Creo que esa tarta está bastante buena también, y es mucho mejor que la de fresa.

—¿Has preparado alguna vez tarta de zanahoria, abuela? —le preguntó Sebastian, porque sabía que muchos años antes, su abuela había trabajado de cocinera para una familia acaudalada de Nueva York. Le intrigaba imaginársela en una ciudad así, que él solo había visto en las películas; un lugar donde el ritmo era un torbellino, los edificios tocaban el cielo y los cláxones y las sirenas sonaban de forma incesante. Resultaba difícil de comprender, pues Lola era todo calma y tranquilidad, agradables conversaciones sobre pájaros y flores, y recuerdos sobre la luz de las velas.

Lola entrecerró los ojos tras sus gafas e intentó recordar si había preparado o no tarta de zanahoria.

—Es posible que la haya cocinado una o dos veces…

—Ya sabes, cuando trabajaste para aquella familia en Nueva York —le recordó Sebastian tratando de avivar su memoria.

Lola arrugó la nariz, y su barbilla comenzó a temblar como siempre que algo la disgustaba. No ser capaz de recordar parecía entristecerla más que ninguna otra cosa, así que Sebastian cambió rápidamente de tema para hablar de algo sobre lo que sabía que a ella le agradaría charlar.

—¿Qué es lo que más te gustaba de vivir en Puerto Rico, antes de que te mudaras a Nueva York, abuela?

La barbilla de Lola dejó de temblar instantáneamente y exhaló un largo suspiro de satisfacción.

—¡Oh, tantas cosas! —le respondió en tono melancólico—. Vivíamos allá arriba, en las montañas, en una carreterita que no era más ancha que el caminillo que teníamos frente a la casa. Se trataba de una casita pequeña, no mucho más grande que esta misma, y, aunque éramos nueve, nunca nos sentimos apiñados. En la isla, el clima era tan agradable y el campo tan grande y exuberante que vivíamos al aire libre la mayor parte del tiempo, triscando por la selva, vadeando riachuelos y subiéndonos a los árboles despreocupadamente. Había un sendero que pasaba junto a nuestra casa y conducía a un peñasco que nosotros pensábamos que era no solamente el punto más alto de la isla, sino del mundo entero, y, desde allí, contemplábamos a los halcones lanzándose en picado y, en los días claros, más allá de la vastísima alfombra verde, podíamos ver el mar brillando en la distancia. A veces incluso notábamos su sabor salado en el aire y otras, era tan dulce como el azúcar caramelizado o la nata. Pero no la nata normal, sino ese tipo de exquisita nata espesa que te puedes comer sin nada más, porque está deliciosa. De niña, una de las cosas que más me gustaba hacer era sentarme en una roca con vistas al valle con un cuenco de nata fresca. Era como estar al borde del firmamento comiendo nubes del cielo.

—Y allí es donde aprendiste a cocinar, ¿verdad? —le preguntó Sebastian, imaginándose la sencilla cocina que su abuela ya le había descrito tantas veces.

Tenía una cocina de interior con un depósito de propano, y cuando este se terminaba, cosa que sucedía con frecuencia, utilizaban una enorme parrilla de carbón que podía emplearse tanto dentro como fuera de casa.

—Sí —contestó ella asintiendo con la cabeza—. Y allí es donde aprendí que una comida preparada con amor no solo alimenta el cuerpo, sino que también nutre el alma.

Sebastian le iba a hacer más preguntas sobre el tema, pero en aquel momento le distrajo un repiqueteo familiar que venía de lejos y se volvió para ver al señor Jones caminando por el sendero hacia ellos, con el rostro distorsionado por un perpetuo ceño fruncido. Tenía la costumbre de golpear el bastón con tanta fuerza que había desgastado la punta de goma y el chasquido de la madera desnuda contra el cemento de la acera siempre anunciaba su llegada. Sebastian no lo había visto nunca sin su desgastado sombrero fedora e, independientemente del calor que hiciera, el mismo suéter gris roído por las polillas que le colgaba de unos huesudos hombros. La esposa de Charlie había fallecido hacía tres años. Desde entonces, visitaba a la abuela de Sebastian y le traía regalitos, normalmente fruta fresca, aunque en una ocasión le había dado una botella de antiácido con sabor a menta quejándose de que a él no le gustaba ese sabor.

Giró para adentrarse en el caminillo que conducía a la casa de Lola y se tocó el sombrero, para después avanzar golpeando su bastón unos pasos más, hasta que se detuvo junto a la entrada del jardín. En su mano libre llevaba una bolsa de plástico que colgó del poste del buzón.

—¿Qué me has traído hoy, Charlie? —le preguntó Lola.

—Naranjas —le respondió él con aspereza—. Mi hija tiene un naranjo. Me ha traído unas cuantas esta mañana, pero son demasiadas para mí.

—¡Oh, muchas gracias! —le respondió Lola—. Me encantan las naranjas, sobre todo si están recién cogidas del árbol.

El señor Jones gruñó y levantó la mano haciendo un gesto como si quisiera decirles «¡hasta nunca!» a las naranjas, pero, antes de marcharse, los músculos del rostro le temblaron y sus labios se separaron para mostrar unas encías inflamadas y los pocos dientes rotos que le quedaban. A diferencia del resto de los habitantes de Bungalow Haven, el señor Jones no llevaba dentadura postiza y, siempre que sonreía, resultaba horripilante. Por suerte, no solía sentir la necesidad de hacerlo con demasiada frecuencia, y en aquella ocasión la sonrisa desapareció tan rápido como había surgido y, de inmediato, se volvió y emprendió su camino, golpeando el bastón contra el suelo por el sendero en dirección hacia su casita azul.

Lola sacudió la cabeza con tristeza mientras lo veía marcharse.

—¡Pobre Charlie! —comentó—. Es muy amable de su parte que venga y me traiga todos esos regalitos, pero me alegro de que hoy no avanzara más allá del buzón. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que se dio un baño.

Sebastian asintió al recordar el rancio olor que siempre flotaba alrededor de Charlie Jones cuando se acercaba demasiado. Quizá ahora que su mujer ya no estaba, no había nadie para recordarle que tenía que bañarse y cambiarse de ropa de vez en cuando. Aunque su abuela también vivía sola, Sebastian se sentía agradecido de que ella siempre fuera limpia y ordenada y oliera bien.

De repente, Lola dio una palmada cuando vio quién se aproximaba por el sendero. Era Terrence, el repartidor del centro de la tercera edad. Se trataba de un fornido negro con largas rastas recogidas en una coleta a la altura de la nuca. Además de trabajar para el centro de la tercera edad, Terrence componía música y tocaba el teclado para una banda de jazz, y solía contarle a Lola las novedades sobre su carrera musical. Lola no sabía nada sobre música jazz y sobre los clubes en los que él tocaba y no conocía a ninguno de los músicos famosos de los que le hablaba, pero siempre le aseguraba que algún día él también llegaría a ser rico y famoso como ellos. Y siempre que Lola le decía aquello, Terrence estallaba en carcajadas, y el sonido atronador que producía era como un huracán arrasando Bungalow Haven que hacía repiquetear las ventanas sobre los goznes y temblar el suelo bajo sus pies, hasta tal punto que todo el mundo dejaba lo que estaba haciendo a la espera de que pasara aquella conmoción. A Sebastian le gustaba Terrence, pero se sentía intimidado por aquel hombre que medía el doble que su padre y que podía perturbar con tanta facilidad la calma y la tranquilidad de Bungalow Haven.

Terrence se aproximó con varios envases de comida caliente entre las manos.

—Hoy es su favorito, señora Lola —anunció con una gran sonrisa.

—Por favor, ¡entra, entra! —lo invitó ella, tirándole del brazo para conducirle más allá de la puerta de pantalla.

Terrence inmediatamente se dirigió a la cocina, donde sacó los envases de poliestireno de la bolsa isotérmica, los colocó sobre la mesa y estuvo a punto de tirar el jarrón con los tulipanes rojos mientras lo hacía. Después, fue directamente hasta el armario, y las hadas de cristal tintinearon cuando él abrió las puertas de golpe. Era un milagro que sus delicadas alitas no se hubieran desintegrado por completo.

—Me he asegurado de traer una ración extra de galletas saladas —anunció, guiñándole el ojo a Sebastian mientras ponía la mesa.

—Gracias —murmuró el niño.

—Oh, eres un encanto —canturreó Lola—. Ahora, siéntate un ratito y cuéntame qué estás haciendo. La última vez que viniste, me hablaste de que un productor musical se había interesado por tu banda.

Terrence se dejó caer en el sofá y extendió los brazos a lo largo del respaldo, estrujando los tres tapetes al mismo tiempo.

—Sí, pero al final no se presentó —le respondió, encogiéndose de hombros con aire decepcionado.

—¿Por qué no?

Terrence sonrió, pero no tanto como antes.

—Estoy convencido de que fue porque estaba muy liado. Seguro que vendrá más adelante, en cuanto saque tiempo.

—Lo lamentará si no lo hace, porque algún día tú llegarás a ser rico y famoso.

Una enorme sonrisa iluminó el rostro de Terrence, y Sebastian se preparó para las escandalosas carcajadas que estaba seguro que sobrevendrían, pero esta vez lo único que se oyó fue una suave risa ahogada que le brotaba de lo más profundo de la garganta.

—Le agradezco su confianza en mí, señora Lola —le dijo, y entonces se puso en pie lentamente y con desgana—. Me encantaría poder quedarme más rato, pero el jefe me ha dicho que hay gente que se ha estado quejando porque le llegaba la comida fría y, hasta que logre ser rico y famoso, necesito este trabajo.

Lola lo acompañó hasta la puerta. Se sentía mal porque, por su culpa, Terrence hubiera tenido problemas en el trabajo. Señaló la bolsa de naranjas que colgaba del poste del buzón.

—Eso es para ti —le dijo, con la esperanza de que aquello lo compensaría, aunque fuera un poquito—. Son naranjas recién cogidas del árbol. Compártelas con tus amigos de la banda.

—¡Gracias, señora Lola! —le respondió él, cogiendo la bolsa y caminando a paso ligero por el sendero hacia la calle.

Lola se dirigió directamente al sofá para poner derechos los tapetes que Terrence había descolocado, para que las puntas de encaje quedaran de nuevo estiradas. En la cocina, Sebastian volvió a colocar el jarrón con los tulipanes rojos de plástico en el centro de la mesa, que era el lugar que le correspondía. Y una vez que todo estaba de nuevo en orden, Lola abrió los envases de poliestireno y se deleitó la vista con el pastel de carne bañado en salsa marrón, los guisantes y las zanahorias flotando en una piscina de mantequilla y aceite. Sebastian comenzó mordisqueando su galleta salada mientras su abuela servía una generosa ración de carne, verdura y patatas en un plato que colocó ante él.

—¡Buen provecho! —le dijo en español, como siempre hacía antes de cada comida. Después, añadió—: Si te lo comes todo, crecerás y te harás grande y fuerte como tu padre.

Sebastian cogió el tenedor y comenzó a separar los guisantes de las zanahorias.

—Yo nunca llegaré a ser tan grande como mi padre —rezongó.

—¡Pues claro que sí! —repuso Lola, tomando su primer bocado de pastel de carne.

—El doctor Lim dice que yo siempre seré pequeño para mi edad, pero, en realidad, no me importa. Lo único que sí me molesta es no ser capaz de correr, porque sé que si pudiera, sería el más rápido de mi clase.

Al escuchar aquello, Lola dejó caer el tenedor.

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