Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Alcanzaron a los primeros trasgos a pocos pasos del bulto enorme que era el dragón. Ilberd jadeaba al tener que sostener al mago de la corte, que lo montaba a caballito y que pesaba como un cadáver. Dioses, quizás había muerto de veras.
Estalló el entrechocar del acero, que pronto se convirtió en una canción constante cuando los hombres, cansados, se enfrentaron a los trasgos a golpe de espada, dispuestos a abrirse paso a través de la marea de enemigos que iba en aumento, armados con aceros de formas bizarras y el odio reflejado en la mirada. Ilberd vio caer a Skormer Griffongard, el nuevo portaestandarte, cuyo yelmo resquebrajado revelaba la larga melena, y sus ojos que eran como dos llamas furiosas. Se abrió paso bañado en sangre de trasgo hasta que, literalmente, lo acuchillaron por todas partes, momento en que cayó al suelo y se perdió de vista bajo la marea.
Murkoon Tapstorn trastabilló y se volvió con un hilo de sangre que manaba del ojo que acababan de vaciarle, y un grito de dolor en los labios, antes de caer sobre el cadáver de un trasgo. Una docena o más de criaturas pasaron por encima de él, y la mano enfundada en guantelete que los atacaba desde el suelo como buenamente podía no tardó en quedar inerte y desaparecer también de la vista.
Ilberd zarandeó el cuerpo de Vangerdahast como si de un ariete se tratara, descargando patadas a diestro y siniestro para quitar de en medio a los trasgos que le salían al paso. Sintió que a fuerza de patadas quebraba sus costillas, y que los trasgos se apartaron profiriendo gritos ahogados. Ilberd ocupó el espacio que habían dejado libre, pisando fuerte y sin preocuparse por la posibilidad de tropezar. De pronto acusó un dolor agudo y lacerante en la rodilla izquierda; alguien le había apuñalado. Rugió de dolor y descargó un puñetazo en el rostro del trasgo, e inmediatamente después movió la cintura para atravesarlo con la espada. El movimiento hizo que el mago cayera de sus hombros sobre una docena de trasgos. Libre del peso, Ilberd se volvió y se entregó en cuerpo y alma a la danza de la muerte, y causó una carnicería entre los trasgos hasta que todos cayeron a su alrededor y pudo cargar de nuevo a Vangerdahast sobre sus hombros.
Al volverse vio que seis lanzas de los trasgos atravesaban de parte a parte a Kaert Belstable, que trastabilló mientras la sangre oscura surgía a borbotones de su boca y de su nariz, y con un desafío en los labios se arrojó sobre uno de sus asaltantes, dispuesto a arrancarle los ojos con la malla que cubría sus dedos. Cayeron juntos, y los demás trasgos aprovecharon la ocasión para acuchillarlo en el suelo.
Lanjack Blackwagon o, mejor dicho, lo que quedaba de él, cayó cubierto de sangre sobre los trasgos que se arrojaban a la refriega, mientras el malvado dragón escupía sus piernas y sus entrañas antes de lanzar una risotada.
Ilberd observó horrorizado aquella cabeza que retrocedía, y que le pareció grande como una cabaña, cubierta de colmillos afilados y amarillos, altos como hombres. Una vez agotado el hechizo de Murkoon, la bestia abrió la mandíbula humeante para acabar con aquel que lo desafiaba espada en alto.
¡Era el rey!
Las llamas lo inundaron todo como un torrente blanco y ardiente, llamas que prendieron la hierba y empujaron a los trasgos a emprender una caótica retirada en todas direcciones. Hacía demasiado calor como para poder ver a través del fuego, pero cuando remitió e Ilberd pestañeó para recuperar la visión, Azoun de Cormyr seguía de pie en el mismo lugar donde lo había visto antes, con el espadón en alto, en cuya hoja refulgían azuladas las runas mágicas. No había sufrido ni un solo rasguño.
Ilberd observó boquiabierto como Azoun se arrojó sobre el dragón como si fuera un hombre en la plenitud de sus fuerzas; el dragón abandonó su aliento de fuego para lanzarse a fondo sobre el rey, con aquellas mandíbulas repletas de colmillos, dispuesto a partirle en dos por la cintura como había hecho antes con Lanjack.
Azoun murmuró algo ininteligible, su armadura lanzó un destello y de pronto su peto se transformó en una barra de acero, una jabalina de doble punta, larga y gruesa como un hombre. Las mandíbulas del dragón se cerraron sobre ella, manó la sangre negra en cascada y el malvado dragón profirió un grito de dolor. A Ilberd le pareció un grito femenino, e incluso, en cierto modo... delicado.
El dragón seguía sacudiendo la cabeza para librarse del colmillo de acero que tanto daño le había hecho, cuando Azoun esgrimió un objeto que había sacado del peto con el que golpeó aquello que tenía más cerca del dragón, su ala derecha. Se produjo un destello de luz dorada, tan brillante que las nubes suspendidas en el cielo se iluminaron momentáneamente. El dragón profirió un nuevo grito.
Por un instante, Ilberd Crownsilver creyó ver que el enorme y escamoso dragón se había convertido en una doncella elfa desnuda y alada, que se movía dolorida con una melena roja que colgaba sobre sus hombros y sus alas cubiertas de plumas. Echó la cabeza hacia atrás sollozando, y vio que sus ojos eran sendos diamantes de furia y fuego. Entonces retrocedió con un rugido que inundó todos los sentidos de Ilberd, y volvió a convertirse en dragón. Pestañeó, incapaz de creer lo que acababa de presenciar.
—Hombre —rugió el dragón—, ¿con qué me has golpeado?
—Con el cetro de los Señores —repuso Azoun con voz serena—. La mayor creación de lord Iliphar, señor de los elfos.
—¡Ni siquiera eres merecedor de pronunciar su nombre, humano! —escupió el dragón. Diminutas lenguas de fuego surgieron de entre sus colmillos, fuego que pareció evitar el objeto que empuñaba el rey. En la mano que no esgrimía la espada ennegrecida tenía un cetro dorado esculpido en forma de roble, del que surgían delicadas ramas sin un orden concreto, y en cuyo pomo había una amatista gigante engarzada, en forma de bellota.
—No, Nalavara —respondió el rey de Cormyr con tal desenfado que no parecía hablar con un dragón—. Lord Iliphar negoció con mi antepasado y le concedió la potestad de reinar, siempre que reinara bien. Esa negociación, ese trato, ha llegado a mí. En cierto modo, él fue guardián y padrino de mi estirpe.
El malvado dragón profirió un chillido de ira e intentó golpear al hombre que lo desafiaba, pero su ala maltrecha no le respondió, y cayó de costado al suelo sobre un puñado de trasgos; no pareció molestarle la perspectiva de aplastar otros tantos cuando rodó sobre sí mismo para incorporarse.
El estruendo que hizo al caer no bastó para distraer a Ilberd cuando un trasgo se encaramó a su cuello para abrirle la garganta. El trasgo murió cuando Ilberd, tan sorprendido como el propio trasgo, se movió con rapidez y hundió la hoja del enemigo en su cuello. Ilberd dejó caer al trasgo sobre la pila de sus camaradas muertos, y pensó que aunque el humanoide se hubiera salido con la suya, habría visto morir al malvado dragón, lo cual significaba la salvación de Cormyr.
Pero, en realidad, el dragón distaba mucho de haber muerto.
Azoun golpeó al dragón en la cabeza, tan fuerte como se atrevió, consciente de que jamás volvería a disponer de una oportunidad como aquélla. La sangre caliente asomó por entre las escamas de la criatura situadas en la comisura del ojo derecho, pero Nalavarauthatoryl el Rojo se apartó del rey aplastando más trasgos en su retirada.
—¡Los elfos no se atienen a tratos con quienes los asesinan! —rugió el dragón—. Iliphar hizo un trato con vosotros, pero ninguna palabra suave me devolverá a mi prometido. Cerca de quince siglos hará que se convirtió en ceniza aquel con quien me iba a casar, quince siglos de soledad: sin el tacto de su abrazo, sin la felicidad de estar juntos de la que habríamos disfrutado. Escupo en tu trato, humano... ¡escupo fuego sobre él!
Las llamas surgieron de nuevo de la garganta del dragón, pero en esta ocasión lo hicieron en un color rojo oscuro, intermitentes, como un vapor de humo y sangre negra. El dragón sacudió la cabeza dolorido y frustrado, aunque la llamarada que había conjugado prendió en la cima, atemorizando a los trasgos presentes y dejando al rey a solas con su enemigo, y los caídos, incluido el mago de la corte, cuya piel parecía cubierta de ceniza.
Azoun se movió lentamente en círculos, obligando al dragón a volverse y seguirlo, hasta situarse junto a Vangerdahast. Quizá podría aprovechar parte de la magia que quedaba en los bolsillos del mago o...
—Yo también he sufrido pérdidas en esta guerra —dijo el rey de Cormyr al dragón, levantando tanto su espada como el cetro, más la espada para proteger la maravillosa creación de Iliphar de la garra, el ala o la cola de aquel monstruo. Al contrario que un dragón de verdad, Nalavarauthatoryl no parecía emplear la cola en combate, y sólo la utilizada como soporte para mantener el equilibrio—. Centenares de mis súbditos yacen muertos por tu culpa y por culpa de las criaturas que has reunido.
—¡Bah! ¿Y qué significan para mí sus muertes? Son escoria, escoria que debe ser destruida o barrida lejos de estos bosques de elfos. Me encargaré de reducir a escombros sus campos, sus torres de piedra y todo lo que han construido, para devolver los bosques a estas tierras.
Nalavara lanzó un mordisco, pero apartó la cabeza cuando la hoja que tenía clavada le partió el labio al borde de las escamas. Sacudió la cabeza y profirió un rugido estruendoso, golpeando al solitario humano con una de sus garras. La espada entonó de nuevo su mortífera canción, y con ella, con otro destello de luz dorada y un dolor lacerante e intenso, lo hizo el cetro de los Señores.
El malvado dragón siseó y retrocedió. Sus ojos brillaron febriles de odio al encontrarse con Azoun, pero el rey le devolvió una mirada serena.
—Yo también he perdido a alguien a quien amaba —dijo Azoun—. Mi hija Alusair murió quemada por tu fuego.
—¿Y a mí qué me importa, humano? ¿En qué te basas para suponer que una vida humana pueda equivaler a la vida de un elfo?
—Ambas encuentran su final —dijo el rey—. Ambas desaparecen para no volver a disfrutar de esta bella tierra.
El dragón volvió a la carga con la mandíbula por delante, pero en esta ocasión se apartó a tiempo de evitar la hoja de la espada que iba a morder su cuerpo escamoso, pero también antes de alcanzar su objetivo.
—E incluso de poder medirlos por el mismo rasero, humano, ¿por qué habría de preocuparme después de que los humanos hayan arrasado y despojado esta tierra? ¿Qué es tu Cormyr sino los Bosques del Lobo faltos de la vegetación que antes los cubría, vegetación que ha retrocedido ante vuestros edificios e incluso vuestras tumbas, tierra malgastada para enterrar vuestros huesos, cuando podría emplearse en plantar árboles y servir de cuna a la vegetación? —Nalavara se revolvió inquieto, intentando aprovechar su gigantesco tamaño para impedir que el rey pudiera emplear la espada y golpearlo por la retaguardia.
—Este Cormyr —respondió Azoun no sin cierta educación— que tú consumes y desgarras, que cubres de plagas e infestas de trasgos y enjambres de insectos, Lorelei Nalavara, es la misma bella tierra que tanto te preocupa.
—¿Cómo te atreves? —preguntó el dragón, al borde del sollozo, alzándose ante él de un modo terrible. Se arrojó sobre el rey con las alas rotas y extendidas, y una mueca dibujada en el rostro—. ¡Toma pues mi vida, humano! Acaba conmigo. ¿O acaso caerás tú primero?
Ambos se movieron con rapidez, más el humano que el dragón, pues no deseaba que lo alcanzara. El dragón fue tras él, ansioso por convertirlo en pulpa sangrienta a fuerza de aplastarlo con su propio peso. Lo atacó con las garras, y abrió amplias zanjas en la tierra. Los trasgos huyeron despavoridos colina abajo, entre gritos de terror.
Después de un rato ausente y aturdido, Ilberd Crownsilver fue capaz de recordar su propio nombre. Recordó haber caído, la enorme silueta del dragón que lo aplastaba y la batalla previa. Yacía tumbado de espaldas con las mismas nubes grises como humo en el cielo que había visto cuando... y estaba tumbado sobre los cadáveres de trasgos, fríos, inmóviles y de tacto desagradable. Sintió un fuerte y repentino deseo de levantarse y averiguar lo sucedido, aunque ello significara morir bajo las espadas de docenas de crueles trasgos.
El joven noble se puso en pie como pudo, aunque la cabeza le daba vueltas. Descubrió una sustancia roja, su propia sangre, al observar tranquilamente las yemas de sus dedos; sangraba del ojo derecho y se había lastimado también en el costado izquierdo del estómago, herida que después de apartar la maltrecha armadura descubrió poco profunda pero ensangrentada.
—Bueno, todo esto a cambio de saborear la gloria —gruñó para sí—. Pues a mí me sabe a sangre, pero ahí la tienes, ¿verdad? —Tosió débilmente, escupió más sangre y miró a su alrededor. Había trasgos por doquier, que vagabundeaban por el campo como aturdidos, que rebuscaban en los cadáveres para recoger las armas o los yelmos. Sin embargo, no había ninguno cerca. Algunos incluso parecían huir de la cima de la colina donde se encontraba.
Ilberd levantó la vista para observar el lugar donde se había enfrentado junto al rey contra el malvado dragón, a tiempo de ver que el enorme wyrm se arrojaba sobre Azoun y rodaba sobre sí mismo intentando destrozarlo con sus garras; vistos así, dragón y rey parecían dos niños que peleaban sobre el fango.
—Gloria —dijo enfadado antes de escupir más sangre. Había perdido el yelmo y la daga al caer, podían estar en cualquier parte, pero la espada seguía en su vaina. La desenvainó, admiró su peso y equilibrio por última vez, y emprendió el ascenso de la colina.
Cormyr le necesitaba, y si morir en el fango de allí arriba bajo los colmillos del dragón era lo bastante bueno para su rey... también lo sería para él. Con una sonrisa, Ilberd Crownsilver apretó el paso, dispuesto a afrontar su destino.
—Esto es una locura, Nalavara —jadeó Azoun cuando ambos rodaron por el suelo y se incorporaron de nuevo, cada uno por su lado—. Ambos luchamos por Cormyr: ¡para proteger y mantener sin mácula la tierra que amamos!
Los ojos del dragón rojo lanzaron un destello al oír las palabras que acababa de pronunciar el rey.
—Inteligentes palabras —siseó—. Los humanos siempre han hecho gala de una gran labia, pero se expresan con lengua de serpiente. ¡Muere, rey humano!
En esta ocasión su fuego no fue ni un hilo que apenas desafió la magia defensiva de la espada que empuñaba el rey, aunque su mandíbula fuera tan mortífera y salvaje como siempre. La armadura tembló bajo el colmillo cuando cerró sobre el hombro izquierdo de Azoun y le obligó a trastabillar, pese a las estocadas que lanzaba a la mandíbula del dragón tanto con la espada como con el cetro.