La muerte del dragón (45 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—¡Ciérrelo! —gritó.

La única respuesta de Owden fue un grito de dolor. Tanalasta descolgó los pies de la banqueta y los encogió en el sillón donde se sentaba, enroscada tanto como su estado le permitía. El portal se encogió hasta adoptar el tamaño de una ventana, empujando al resto de los clérigos a su interior, mientras la princesa observaba por encima del portal el rostro tenso de Owden.

—¡Owden, ciérrelo!

—No...

Eso fue todo cuanto el maestre de agricultura pudo decir, porque a continuación dio un salto en el aire y entró de cabeza en el portal. El agujero se cerró con un silbido, dejando a solas a Tanalasta en su esquina de la estancia y a Clagl en la otra.

Repicó la campana de la ghazneth; los tañidos penetraron por la ventana.

40

Q
ue los dioses nos protejan —murmuró Lareth Gulur al observar al enorme dragón posarse en la cima de una colina situada a unos seis kilómetros. Los campos de labranza que mediaban entre el dragón y el arroyo que discurría a sus pies estaban alfombrados de trasgos—. Malditos orejas puntiagudas, azote del hombre. Jamás pensé que pudieran llegar tan lejos.

—Si no logramos detenerlos —gruñó su superior—, mañana mismo los tendremos en Suzail, y el dragón enroscará su cola alrededor de las torres de palacio.

Gulur se estremeció. Tenía un peto nuevo que le encajaba a las mil maravillas, gracias a que un valiente Dragón Púrpura había caído la noche anterior al enfrentarse al dragón, pero el yelmo era el mismo con el que hacía ya una década que se cubría la cabeza. Qué difícil era encontrar un yelmo que le sirviera cuando el dragón tenía por costumbre arrancar la cabeza de sus víctimas, mientras que en lo referente al peto no era tan trabajoso limpiar los restos cuando aún no se habían incrustado. Al pensar en ello miró hacia abajo, y al levantar la cabeza vio que Hathlan Talar le observaba con una sonrisa burlona.

—Procure mantenerse a salvo de sus colmillos hasta que Vangerdahast cumpla con su trabajo —dijo Talar—. Ya verá entonces qué aspecto tiene un dragón rojo que cae del cielo para ir a parar directamente a la cazuela.

Gulur observó las grises nubes que cubrían el cielo, y un nuevo estremecimiento sacudió su cuerpo.

—En tal caso, mejor será quitarse de en medio, por si nos cae encima —dijo en broma, pero sin demasiada convicción.

Talar rió, le dio una palmada en la espalda y descendió hasta donde estaban reunidos sus hombres. Los trasgos no montaban a caballo, por lo que todos iban a pie. Con los cascos, los caballos podían despachar a cinco o seis más, pero los animales terminaban por caer, y era mala la caída, así que lo mejor era luchar a pie. Los trasgos comían carne de caballo y también carne humana. Había oído que consideraban los dedos la parte más suculenta, junto a... junto a otras cosas.

Pero de los trasgos no tenía miedo, siempre y cuando tuviera suficientes hombres armados, aunque lo cierto es que jamás había visto tantos, y sabía por las historias que contaban los veteranos que jamás en la historia de Cormyr habían invadido tantos trasgos el territorio, tantos como para plantar cara al ejército. Era aquella criatura a la que no había forma de combatir. Con fuego, garra y magia luchaba el dragón al que a menudo se referían en femenino, «la dragona», contra los más valientes caballeros y los comandantes más aguerridos, y fuera cual fuese su disfraz, también quemaba vivos a los magos guerreros, eso cuando no los despedazaba.

Parecía conocer Cormyr mejor que los más veteranos montaraces cormytas, y dominaba la magia con mayor destreza que cualquier mago guerrero. Era el más malvado de los dragones, o eso oyó decir a uno de los magos cuando encontró los restos descuartizados de tres de sus aprendices. A partir de entonces lo habían llamado el
malvado dragón
, apelativo que se extendió por granjas y barracones como la luz del amanecer sobre la tierra. Y allí estaba: bastaría con que batiera sus alas con indolencia para alcanzarlos.

Mientras Gulur observaba con los ojos entrecerrados los campos que le separaban del dragón, éste levantó de pronto la cabeza y miró, o eso le pareció a él, en su dirección. El explorador alcanzó a ver el destello de uno de sus ojos.

—¡Que los dioses me defiendan! —exclamó acongojado Gulur, apartando la mirada. Al desenvainar la espada cuya hoja no era necesario desnudar, dispuesto a llevar a cabo el innecesario examen del arma (la espada temblaba en sus manos, más de lo que habría querido admitir), sintió clavado el peso frío de la mirada del dragón.

Sonó la trompeta, llamando a los hombres a las armas. Gulur bajó el visor del yelmo y comprobó que su equipo estaba en condiciones. Hathlan recorrió la línea para advertir y animar a los suyos. Un pequeño claro se abrió entre las nubes grises y el sol brilló con intensidad sobre la colina en la que formaban. Gulur miró a su alrededor, disfrutando quizá por última vez del paisaje que lo rodeaba. Respiró hondo. Los trasgos cruzaban el arroyo y ascendían por la colina. No faltaba mucho para que la trompeta entonara el toque de carga.

—¿Os parece lo más adecuado, mi señor? —preguntó Durmeth Eldroon, espoleando a su castrado negro hasta el lugar donde se encontraba el rey. Pese a la altura de que disfrutaba encaramado en la silla de montar, miró cara a cara al rostro estólido de esa montaña de hombre enfundado en armadura de combate que era Kolmin Stagblade, portaestandarte del rey. Stagblade empuñaba a dos manos una temible hacha, cuya hoja parecía servir de advertencia no sólo al enemigo, sino a los nobles más inquietos de Marsember allí presentes.

—¿Cree usted que tenemos otra opción? —preguntó a su vez Azoun, con calma—. Si nos retiramos a Suzail o a Marsember, abandonaremos a nuestros granjeros y sus cosechas en manos de los trasgos. Después no tendremos otra opción que enfrentarnos al dragón en nuestros propios tejados, y todas las consecuencias de la guerra las pagarán nuestras esposas y nuestros hijos. Si nos retiramos más allá de las ciudades, habremos perdido Cormyr. Si no podemos enfrentarnos aquí al enemigo, caigamos llevándonos a unos cuantos por delante, para que los que lleguen a las puertas de Suzail y Marsember sean tan pocos, o estén tan malheridos, como sea posible.

—¿Es eso todo lo que nos queda?

—Un regente hace cuanto puede e intenta encontrar o abrir nuevas vías, nuevas oportunidades... —dijo Azoun con un gesto de resignación—, pero a mí ya me ha pasado ese momento. Ahora debo cerrar y proteger la puerta del camino que he construido. Ésa es la tarea que debo realizar.

Por toda respuesta, Eldroon profirió un gruñido, volvió grupas y cabalgó a lo largo del borde, hasta el lugar donde estaban reunidas sus tropas, que aún no habían asumido formación alguna.

—Nos acechan los problemas —gruñó el maestre de guerra Ilnbright, que observó con asombro al noble que se perdía en la distancia. El veterano comandante de los Dragones Púrpura estaba a la altura de su aspecto de bregado guerrero: era un bloque de piedra tan alto como ancho, enorme como un tonel, inevitable comparación teniendo en cuenta la armadura de combate en la que iba enfundado.

—Ahora no es momento de arreglar las cosas —dijo Azoun—. Si alguno viera que los hechos de armas de nuestro amigo Eldroon no son lo que tendrían que ser, y vive para contarlo, quiero que se lo comunique a cualquiera de estos dos caballeros.

Los hombres se volvieron en la dirección señalada. El rey extendía el guantelete hacia Dauneth Marliir, de rostro severo, guardián de las marcas orientales, y a lord Giogi Wyvernspur, que parecía nervioso. Ambos montaban a caballo (animales briosos, no caballos de batalla) y esperaban tras la cima de la colina.

—¿Qué se lo comunique? —gruñó Haliver Ilnbright—. ¿Pues adónde van?

—A Jesters Green, donde comandarán la última esperanza del reino —respondió el rey lo bastante alto como para que todos sus capitanes pudieran oírlo—. Si nosotros caemos y nuestro enemigo sigue adelante para poner en jaque la seguridad de Suzail, estos dos nobles tienen el deber de liderar a nuestros soldados más veteranos y a las reservas de jóvenes en la batalla. Se encargarán de proteger las murallas de Suzail todo el tiempo que les sea posible y salvar a tantos cormytas como puedan (a vuestras esposas e hijos) para que puedan emigrar de esta tierra si fuera necesario. Hemos ingresado moneda en ciertas ciudades allende nuestras fronteras. Si Cormyr cae, el tesoro real irá a parar a manos de sus ciudadanos, un centenar de monedas de oro por cabeza, y tres veces esa cantidad para los cabezas de familia.

Una voz solitaria se alzó por encima del murmullo generalizado que siguió a sus palabras.

—Que los dioses os bendigan, mi señor —gruñó uno de los capitanes más veteranos, inclinando la cabeza—. Una preocupación menos para mí. Si caigo en el campo de batalla, no querría perder la oportunidad que se me brinda para agradeceros el servicio que nos hacéis, a mí y a los míos.

—¡Hurra! Bien dicho —repitió una docena de voces. Entre semejante estruendo, Azoun hizo un gesto a Dauneth y Giogi, que saludaron y volvieron grupas, para después descender la colina en dirección a Suzail, colina donde se erigía la tienda del rey y donde algunos mozos sostenían las bridas de los castrados que pertenecían a los nobles.

—¿Y qué me decíais de Marsember? —preguntó alguien sin levantar la voz, a medida que los capitanes del ejército se volvían de nuevo hacia el enemigo.

—No disponemos de espadas suficientes como para defender ambos frentes —respondió Azoun—. La armada defiende Marsember con la ayuda de algunos aventureros mercenarios. Si un millón de trasgos aparecieran en sus puertas, habrá barcos suficientes.

—Pero... —insistió la voz, que finalmente guardó silencio.

La mano ancha y peluda del comandante Ilnbright cayó sobre el hombro del marsembiano.

—Ésa es la parte más dura de ser rey, muchacho —gruñó en un susurro que pudo oírse a una colina de distancia—. Nunca se dispone de material para cubrir todas las posibilidades, o complacer a todo el mundo. El rey hace cuanto puede y sus súbditos esperan de él que esté a la altura de las circunstancias y honre su lealtad. Éste lo hace... da gracias por vivir en Cormyr y no en algún otro lugar más cruel.

—Haliver —dijo el rey—, haz sonar el cuerno. Ha llegado el momento.

El comandante Ilnbright hizo un gesto de asentimiento, se cuadró de hombros y cogió el cuerno que colgaba del amplio cinturón. No titubeó a la hora de soplar el cuerno, a cuyo toque descendió colina abajo, hacia la muerte, el ejército cormyta.

Ilberd Crownsilver nunca había tomado parte en una batalla. Estaba allí por el hecho de ser un Crownsilver, un joven del que sus parientes podían prescindir si afrontaba una posible muerte, todo con tal de servir al soberano y reportar gloria a la familia. Era lo bastante joven como para mostrarse excitado y despreocupado ante el entrechocar del acero. Después de todo, ¿cuánto daño podía hacerse uno, cabalgando junto al rey Azoun y el mago de la corte Vangerdahast? Incluso ansiaba el momento de poder hablar a los suyos de su bravura y decirles cómo el rey había alabado personalmente su frialdad y valor. Al menos, así fue una hora antes de cargar colina abajo.

Ahora se ocultaba tras una montaña de cadáveres de trasgos y el zumbido de las moscas; no sólo olía a muerte, sino también a su propio vómito, y de alguna forma tenía confianza en que llegaría con vida al final de la jornada. En sus oídos reverberaba el estruendo de los gritos, del entrechocar del acero contra el acero o la armadura, y es que algunos caballeros empleaban la espada como si fuera un garrote, arremetiendo contra el enemigo hasta hacerlo caer o golpeando la armadura y el escudo hasta romper las articulaciones, hasta cansarlo o tumbarlo: aún tenía que presenciar una muerte valerosa. O, al menos, una muerte limpia.

Durante la primera carga acabaron con un millar de trasgos. El arroyo se tiñó de su sangre negra, hasta tal punto que se desbordó su caudal, inundado de cadáveres humanoides, dando paso a una especie de pantano de fango ensangrentado. La segunda carga cosechó idénticos resultados, pero había tantos trasgos... No parecían haber hecho mella en su número, aparecían a centenares, y cada vez caían más hombres. Quizá quedaran cuatrocientos, no más, sin que disminuyera el número de trasgos que esgrimían lanzas.

Y eso que el malvado dragón aún no había hecho acto de presencia. Seguía posado en la cima de la colina, como si aquello no fuera con él, mientras sus fuerzas traspasaban a más y más enemigos, empujando a los Dragones Púrpura a la retirada de tantos como eran. El ejército de Cormyr se había retirado colina arriba para obligar al enemigo a emprender el ascenso. La ladera rebosaba de cadáveres de trasgos, muertos sin apenas esfuerzo hasta que los cormytas se quedaron sin flechas ni saetas, se agotaron los brazos que esgrimían el acero y cayó el sol.

Pero los trasgos no cedieron. Cada oleada se abría más y más camino colina arriba. Cada una dejaba a su paso el rojo penacho de los caídos, y aunque había muchos hombres luchando contra el trasgo y apenas había esgrimido el acero, Ilberd casi no se tenía en pie.

No sabía cómo podían aguantarse los comandantes y los demás caballeros, mucho mayores que él, y pese a todo pasaban el tiempo que mediaba entre oleada y oleada bebiendo el agua de los pellejos, húmedo el bigote, mientras señalaban a los trasgos a los que pensaban atacar cuando se produjera la siguiente oleada. Parecían disfrutar como locos del combate: gritaban las voces de batalla e iban de un lado a otro como muchachos juguetones. Por los dioses, si cuando se pusiera el sol seguía vivo, éste sería el último campo de batalla que vería en...

—¡Cuidado, muchacho! —gritó Haliver Ilnbright, que descargó una palmada en los hombros de Ilberd con tanta fuerza como para hacerle trastabillar, al pasar a su lado sin detenerse—. ¡Aquí vienen de nuevo!

—¡Qué lentos son de entendederas! —exclamó un veterano de pelo blanco, que había perdido el yelmo en la última carga—. ¡Menuda farsa va a ser esto comparado con lo del dragón! Tendré que encargar a mi juglar una balada al respecto...

—Pues espero que cante bien —gruñó un Dragón Púrpura—. ¡Aquí están!

El griterío inundó el campo, acompañado por el rumor del cuero, el silbido del acero al hendir el aire y el millar de ojos inyectados en sangre de los trasgos. Los hombres afianzaron los pies en el suelo, pues no iban a saltar ni a correr hacia ellos, empuñadas las armas a dos manos, como labriegos que disponen de un número infinito de campos de trigo que segar al compás de la muerte.

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